Cuentos de Canterbury – Prólogo de la comadre de Bath
Si no existiera libro alguno que tratase del tema, mi experiencia personal me daría perfecto derecho a hablar de las penas del matrimonio; pues, señoras y caballeros, desde mis doce años —¡loado sea Dios sempiterno! me he casado ya cinco veces por la Iglesia (si se me hubiera permitido casarme con tanta frecuencia). Cada uno de mis maridos fue una persona de categoría dentro de su propia esfera.
Ciertamente, no hace mucho me dijeron que como Jesucristo sólo asistió a una boda una vez, en Caná de Galilea, con tal precedente Él me demostró que yo no debería haber contraído matrimonio más de una vez. Tened también en cuenta las duras palabras que Jesús, Dios y Hombre, pronunció en cierta ocasión junto a un pozo al reprochar a la mujer de Samaria: «Tú has tenido cinco maridos, y aquel con el que ahora vives no es tu mando»
En verdad, ésas fueron sus palabras, pero se me escapa el significado que Él quiso dar a semejante afirmación. Me limito a preguntar lo siguiente: ¿Por qué el quinto hombre no era el marido de la samaritana? ¿Cuántos podía tener ella en matrimonio? En toda mi vida no he oído jamás que se concretase la cantidad. La gente puede suponer e interpretar lo que quiera; todo lo que yo sé con certeza es que Dios nos mandó crecer y multiplicarnos: un texto excelente que entiendo a la perfección. Y sé también muy bien que Él afirmó que mi marido debería dejar padre y madre y tomarme. Pero sin hacer mención alguna de la cantidad, de bigamia o de octogamia; por tanto, ¿por qué la gente debe hablar de ello como si fuese algo malo?
Ved, por ejemplo, a aquel rey tan sabio, Salomón; apuesto a que tuvo más de una mujer. ¡Ojalá Dios permitiese que fuese legal para mí solazarme la mitad de las veces que él! ¡Qué regalo celestial debe de haber otorgado a cada una de sus esposas! Nadie en la actualidad tiene cosa que se le parezca. Por lo que deduzco, Dios sabe que este noble rey tuvo muchas alegres batallas con cada una de ellas en la primera noche, ¡tan lleno de vida estaba! ¡Bendito sea Dios, que ha permitido que me casase cinco veces! Me apoderé de lo mejor que guardaban en el fondo de sus bolsas y en sus cajas fuertes; de la misma forma que el frecuentar distintas escuelas perfecciona al erudito, y diferentes tareas especializan al trabajador, a mí me han entrenado cinco maridos.
¡Bienvenido sea el sexto cuando venga! La verdad es que no deseo permanecer casta eternamente. Tan pronto como mi marido se marcha de este mundo, otro cristiano tendrá que desposarse conmigo, pues, como dice el apóstol, soy libre de hacerlo donde quiera, en nombre de Dios. No afirma que el casarse sea pecado, sino que mejor es casarse que quemarse.
¿Qué importa que la gente critique a aquel perverso Lamech y su bigamia? Todo lo que sé es que Abraham —al igual que Jacob— era un hombre santo. Y ambos (como muchos otros santos varones) tuvieron más de dos esposas. ¿Podéis decirme en qué lugar Dios Todopoderoso ha prohibido el matrimonio alguna vez de forma explícita? Tened la amabilidad de responderme. O bien, ¿dónde ha exigido la virginidad? No importa, vosotros sabéis tan bien como yo que cuando el apostol Pablo habló de virginidad, dijo que carecía de precepto para ella. A una mujer se le puede aconsejar que se quede soltera, pero un consejo no equivale a una orden. Lo dejó a nuestro criterio, pues si Dios nos hubiese exigido guardar virginidad, por el hecho de hacerlo hubiera condenado el matrimonio. Y, con toda certeza, si no se sembrase nunca semilla, ¿de dónde vendría la virginidad? De cualquier modo, Pablo no se atrevió a ordenar una cosa sobre la que su Maestro no dio pauta. Hay premio para el que opta por la virginidad: que lo consiga el que pueda; veremos quién es el que mejor corre.
Pero esta llamada no es para todos, se reserva solamente para el que Dios, en su poder, elige concedérsela. Conozco que el apóstol era virgen; y aunque dijo que deseaba que todos los hombres fuesen como él, ésa es toda la exhortación que hizo en favor de la virginidad. Y me permitió que me convirtiese en esposa, como concesión especial, de modo que si mi marido moría, no fuera pecado el casarse conmigo, ni tan sólo bigamia. Sin embargo, «no deja de ser laudable para un hombre no tocar carnalmente a una mujer; el santo quería decir en su cama o lecho, pues es arriesgado juntar fuego y lino. Ya entendéis la metáfora. Bueno, a grandes rasgos, él sostuvo que la virginidad era preferible al matrimonio porque la carne es débil (débil la llamo yo, a menos que marido y mujer piensen vivir en continencia toda su vida matrimonial). Os concedo esto: no me cuesta admitir que la virginidad debe preferirse a la bigamia. Complace a algunos mantenerse puros de cuerpo y alma; en mi caso, yo no alardearé de ello. Como sabéis, el dueño del hogar no tiene de oro todos sus utensilios; algunos son de madera y, sin embargo, tienen mucha utilidad. Dios llama a la persona de modo diferente y cada uno percibe de Dios su propio don peculiar (algunos, una cosa; otros, otra, según los designios divinos). En la virginidad radica una gran perfección y también en la devota continencia entre casados; pero Jesucristo, manantial de perfección, no dijo a todos que deberían ir y vender todo lo que tenían y dárselo enteramente a los pobres, y seguir sus pasos. Él habló a los que desean llevar una vida de perfección. Yo, si no os importa, señoras y caballeros, no soy una de ellos. Pienso dedicar los mejores años de mi vida a los actos y compensaciones que proporciona el matrimonio.
Decidme: ¿para qué objeto fueron hechos los órganos reproductores y con qué fin fue creado el hombre? Podéis estar seguros que no fueron creados para nada. Dadle las vueltas que queráis, discutid por doquier para demostrar que fueron hechos para evacuar la orina, que nuestras pequeñas diferencias tienen por objeto único distinguir al macho de la hembra —¿alguien dijo no? La experiencia nos enseña que no es así.
Para no contrariar a los eruditos afirmaré lo siguiente: fueron creados para ambas finalidades, es decir, tanto para la función como para el placer de la reproducción, en lo que no desagradamos a Dios. A ver, ¿por qué otro motivo debería haberse dejado escrito en los libros que un hombre debe «pagar el débito a su mujer»?. ¿Y con qué efectuaría él el pago sin utilizar su inocente instrumento? De ello se deduce que se dio a todas las criaturas vivientes para dedicarlo tanto a la procreación como para evacuar la orina.
Sin embargo, no estoy afirmando que todo el que esté equipado para los actos a los que me he referido deba ponerse a utilizarlo para el acto de la procreación. En tal caso nadie se preocuparía de la castidad. Jesucristo, como más de un santo desde que el mundo es mundo, era virgen y estaba configurado como un hombre; con todo, siempre vivió en perfecta castidad. No tengo nada en contra de la virginidad. Que las vírgenes sean panes de la harina más fina y llamadnos a nosotros las que somos esposas, pan de cebada; sin embargo, a pesar de ello, San Marcos puede explicaros que Jesucristo alimentó a millares con pan de cebada. Yo perseveraré en el estado para el que Dios me ha llamado; no soy muy melindrosa. Como esposa utilizaré mi instrumento, con la misma generosidad con que mi Creador me lo dio. Si fuese reacia, ¡que el Señor me castigue! Mi esposo lo tendrá mañana y noche, siempre que lo quiera y venga a «pagarme» lo que me adeuda. No seré yo quien le detenga a toda costa. Debo tener un esposo que sea a la vez mi deudor y mi esclavo; y, en tanto que yo sea su esposa, él tendrá su «tribulación de la carne». Mientras esté viva, es a mí a quien se da «el poder de su propio cuerpo» y no a él. Esto es lo que el apóstol San Pablo me explicó; y encargó a nuestros esposos que nos amasen bien. Estoy totalmente de acuerdo con su punto de vista…
Al oír estas palabras, se alzó el bulero y dijo:
—Bueno, señora, por Dios y por San Juan que sois una estupenda predicadora sobre este tema. ¡Ay! Yo estuve a punto de casarme con una mujer; pero me preguntó: ¿por qué debe mi cuerpo pagar semejante precio? Casi preferiría no casarme, por ahora, con ninguna mujer.
—Tú espera —repuso ella—. Mi relato no ha empezado. No, si tú vas a beber de otro barril antes de que haya concluido, que no sabrá tan bien como la cerveza. Cuando yo haya terminado de contarte las tribulaciones del matrimonio —en lo cual soy una experta de toda la vida, es decir, yo mismo he sabido ser un azote—, entonces podrás decir si quieres probar del barril que voy a espitar. Vete con cuidado antes de que te acerques demasiado a él, pues te contaré más de una docena de cuentos para tomar precauciones. «Aquellos que no quieren ser advertidos por otros se convierten ellos mismos en advertencias para los demás.» Estas son las mismísimas palabras de Ptolomeo, tal como podrás encontrarlas, si lees su Alma, gesto.
—Señora —dijo el bulero—; perdone si le ruego que tenga la amabilidad de proseguir tal como ha empezado: cuente su relato y no deje títere con cabeza. Enséñenos a los jóvenes su método.
—Muy bien, entonces, ya que parece que esto te complace —dijo ella—. Solamente espero que ninguno de los aquí presentes se ofenda si digo lo que me pasa por la cabeza, pues lo único que yo intento es divertir. Ahora, señores, prosigo mi relato. Que no vuelva nunca a beber ni una sola gota de vino o cerveza si miento: tres de mis esposos me salieron buenos, y dos, malos. Los tres buenos eran ricos y viejos, y a duras penas podían mantener vigente el contrato de nuestra unión (ya comprendéis el significado de mis palabras). Que Dios me perdone por ponerme a reír cada vez que recuerdo cuán despiadadamente les hacía trabajar por las noches. Pero no me daba cuenta de ello, lo juro. Ellos me habían dado sus tierras y su tesoro, por lo que no tenía que molestarme más para conquistar su amor o en mostrarles respeto. ¡Dios mío! Me amaban tanto, que yo no le daba ningún valor a ello.
Una mujer sensata solamente se preocupa de conquistar amor allí donde no lo hay. Pero yo les tenía en el saco y ya me habían dado todas sus tierras. Entonces, ¿por qué molestarme en complacerles excepto para mi propio provecho y diversión? Palabra que los trabajé bien (más de una noche les hice aullar). No supongo que hayan ganado la Dunmow Flitch, como algunos. Sin embargo, les goberné tan bien a mi propio aire, que cada uno de ellos fue totalmente feliz; siempre estaban dispuestos a traerme cosas bonitas de la feria. ¡Qué contentos se ponían cuando les hablaba con suavidad! Pues solamente Dios sabe con cuánta saña les reñía. Ahora escuchad vosotras, sabias esposas que sabéis a qué me refiero, y os contaré lo bien que me las arreglaba. Este es el modo de hablarles y hacerles sentir culpables. Pues no hay hombre que sepa mentir y perjurar ni la mitad de bien que una mujer. No me refiero a las esposas listas, sino a las que cometen errores. Una mujer realmente inteligente que sepa lo que lleva entre manos puede hacer creer a su marido que lo negro es blanco y llamar a su propia doncella para que testifique en su favor. Pero escuchad el sistema que utilizaba.
¿Es esto lo mejor que sabes hacer, viejo mentecato? ¿Por qué está la esposa de mi vecino tan elegante y alegre? Ella es respetada por dondequiera que vaya, mientras que a mí me toca seguir en casa; no tengo vestidos dignos para ponerme. ¿Qué es lo que haces en casa de ella? ¿Tan bonita es? ¿Tan enamoriscado estás? ¿Qué estabas susurrándole a nuestra doncella? ¡Tú, viejo lujurioso, déjate de artimañas! Y siempre que yo tengo una inocente charla con un amigo o voy a su casa para divertirme un poco, tú te pones a rugir como un diablo. Vienes a casa borracho como una cuba, y te sientas en tu banco a sermonear: ojalá revientes. Vosotros decís que es una gran desgracia casarse con una mujer pobre debido al coste; pero si ella es rica y mantiene buenas relaciones, entonces decía que es una tortura tener que aguantarle su orgullo y sus malos humores. ¡Tú, sinvergüenza! Si ella es bonita, decís que todos los lujuriosos irán tras ella, y que su castidad no durará ni un minuto si es asediada por todas partes.
Tú me dices que algunos nos quieren por nuestras riquezas, otros por nuestro tipo, otros por nuestra belleza; mientras algunos desean a una mujer porque sabe cantar o bailar; o por su buena crianza y retozar; o por sus armoniosos brazos o manos (y así, según contáis, el diablo se lleva el resto). Una fortaleza sitiada por todas partes no puede resistir largo tiempo (así lo decís). Y si ella es fea, entonces decís que desea todo hombre al que pone sus ojos encima y va tras ellos como un perro faldero hasta que encuentra a uno que quiera «comercian>» con ella. Según decís, no hay ninguna oca en el lago que sea tan gris y fea que no encuentre a su ganso. Y luego afirmáis que es difícil poseer una chica a la que nadie está dispuesto a guardar. ¡Desgraciado! Así es cómo sigues hablando cuando vais a la cama, murmurando que ningún hombre en su sano juicio necesita casarse, ni tampoco intenta ir al cielo. Que el rayo y el trueno quebrante tu arrugado cuello. Vosotros decís que un techo agrietado, una chimenea que eche humo y una esposa gruñona ahuyentan al hombre de su propio hogar.
¡Oh, que Dios bendiga a todas! ¿Qué le duele al viejo que así refunfuña?
A continuación comentaba que nosotras, las mujeres, estamos dispuestas a ocultar nuestros defectos hasta que el nudo del matrimonio está bien atado, y que luego os los mostramos; un proverbio canallesco donde los haya.
Tú me replicas que se pueden probar sin prisas bueyes, asnos, caballos y perros antes de comprarlos, así como cubas, palanganas, cucharas, taburetes y otros utensilios domésticos parecidos, aparte de pucheros, vestidos y trajes; pero que nadie prueba a una esposa antes de contraer matrimonio. ¡Pobre mentecato! Y luego, según afirmáis, revelamos nuestros defectos.
También comentas que me molesta el que no estés diciendo constantemente lo bonita que soy, contemplando mi rostro o haciéndome cumplidos por dondequiera que vayamos; o si te olvidas de agasajarme el día de mi cumpleaños, o si no eres cortés con mi dueña, mi ayuda de cámara o la familia y amigos de mi padre; tales son tus comentarios, viejo barril repleto de mentiras.
Tú incluso has sospechado —equivocadamente— de nuestro aprendiz Jankin por su rizado pelo dorado y por el modo que me atiende adondequiera que vaya. No le desearía ni aunque te murieses mañana. Pero, desgraciado, contéstame: ¿Es que acaso no ocultas de mí las llaves de tu armario o cómoda? ¡Por el amor de Dios! Sabes muy bien que es tanto mi propiedad como la tuya. ¿Qué? ¿Es que quieres que tu esposa pase por tonta? Ahora bien, te juro por Santiago que tendrás que elegir entre mi cuerpo y tus bienes. No importa lo que hagas: tendrás que prescindir de uno o de otro.
¿Y para qué te sirve toda tu vigilancia y cuidados? Algunas veces pienso que te gustaría guardarme encerrada en tu caja fuerte. Lo que tendrías que decirme es esto: «Querida esposa, ve donde quieras y diviértete; no daré oídos a las habladurías. Doña Alicia, sé que eres una fiel y leal esposa.» Nosotras no podemos amar a un hombre que mantenga un control de nuestras idas y venidas; debemos ser libres.
Que el sabio filósofo Ptolomeo sea bendito por encima de todos los demás, pues él escribió este proverbio en su Almagesto: «El más sabio de todos es el que no se preocupa ni pizca de que alguien sea más rico que él.» De este proverbio deberás colegir que no hay que lamentarse de lo bien que viven algunos, si tú ya tienes bastante para ti. Pues, mentecato, no te preocupes; tendrás suficiente placer sexual esta noche si lo quieres. ¿Es que jamás ha existido alguien tan tacaño como para negar a otros encender su candela con su linterna? ¿Es que alumbrará menos por ello? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué te quejas, si tienes bastante?
Luego decís que nuestra castidad está en peligro si nos aderezamos con vestidos y joyas. Y entonces tú, ¡imbécil!, tienes que apoyarte en este texto de San Pablo: «Que las mujeres se adornen modestamente, con recato y sobriedad —dice el apostol—, y no con trenzas y finas joyas, ni con oro, perlas o atavíos caros». Pues bien, haré tanto caso de tus textos y de tu cita como si yo fuese una pulga.
Y una vez dijiste que yo era como una gata, a la que si se le chamusca la piel, permanece en casa, pero en cuanto su pelaje es bonito y elegante no se queda ni medio día dentro, sino que lo primero que hace por la mañana es salir a lucirlo y a maullar como si estuviese en celo. Lo que quieres decir, imbécil mío, es que si yo quiero parecer elegante es solamente porque quiero escaparme y exhibir mis harapos.
¿De qué te sirve espiarme? Incluso si rogase a Argos que me guardase lo mejor que supiese con sus cien ojos, te aseguro que no lograría guardarme a menos que yo lo desease; se lo haría ante sus narices, así te lo debo confesar.
Tú también me dices que hay tres cosas que perturban toda la tierra y que nadie puede soportar la cuarta. ¡Oh, mi querido imbécil! ¡Que Jesús te acorte la vida! Y pensar que vas por ahí pregonando que una mujer odiosa es una de estas desgracias. ¿Es que no tienes otras comparaciones para emplearlas en tus parábolas que el colocar en ellas a una esposa infortunada?
Y luego vas y comparas el amor de una mujer con el infierno, con una tierra seca y yerma y con nafta ardiendo; cuanto más arde, más dispuesta está a consumir todo lo combustible. Del mismo modo que los gusanos destrozan un árbol, una esposa puede destruir a su marido. Todos los que están encadenados a una mujer lo saben. ¡Esto es lo que decís!
Como podéis ver, señoras y caballeros, así es cómo hice creer a mis ancianos esposos, fuera de toda duda, de que tales eran mis palabras cuando estaban bebidos; todo eran mentiras, pero logré que mi sobrina y Jankin corroborasen cuanto decía. ¡Oh, Dios! ¡Cuántos trastornos y penas les causé! Y ellos —¡pobrecitos!— eran del todo inocentes. Yo, como un caballo, les mordía e inmediatamente relinchaba para que me acariciasen. Yo solía reñirles, incluso cuando no tenía razón; o me hubiesen matado si no lo hubiese hecho. Cuando lleváis harina a moler, el que primero llega al molino es el primero que se sirve; pues bien, yo era la primera en empezar con mis reproches y así detenía la pelea. Ellos estaban más que contentos de encontrar una rápida excusa por cosas de las que jamás en su vida habían sido culpables.
Yo solía acusar a mi esposo de mujeriego, cuando la verdad es que estaba ya tan enfermo que apenas si se sostenía de pie; sin embargo, aquello le producía un cosquilleo en el corazón, pues pensaba que así le demostraba cuánto le quería. Cuando yo salía por las noches le juraba que era para ir a espiar a las chicas con las que se había acostado, lo que me daba coartada para mucha diversión.
Este ingenio femenino se nos da ya al nacer. Dios nos ha otorgado que, por naturaleza, todas las mujeres tengamos lágrimas, mentiras y capacidad de liar las cosas. De una cosa sí alardeo: al final siempre ganaba a mis esposos de todos modos, sea por la fuerza, picardía o por cualquiera otro remedio, como el de estarles gruñendo constantemente. En donde especialmente se les terminaba la suerte era en la cama; allí era donde solía reñirle y acabar con su diversión. Cuando yo notaba que se me acercaba el brazo de mi marido, no me quedaba ni un momento en cama, hasta que había pagado su propio rescate; entonces le permitía jugar conmigo; y, por consiguiente, este cuento va dirigido a todos los hombres. Yo siempre propago que todo tiene un precio. ¿Quién puede atraer a un halcón a su casa con las manos vacías? Para conseguir lo que yo quería, solía tolerar toda su lascivia e incluso simular que tenía ganas de ella, aunque, la verdad sea dicha, nunca me ha gustado el tocino viejo. Esto era, realmente, lo que me volvía gruñona.
Ciertamente no era tacaña en mis gruñidos; incluso cuando estábamos en la mesa les devolvía cada uno de sus «favores» con una regañina, os lo aseguro.
Que Dios me perdone, pero si tuviese que hacer mi voluntad y testamento aquí y ahora, os aseguro que no habría palabra de regañina que les debiese, que no les fuese totalmente pagada. Me las arreglé siempre con tal inteligencia, que ellos descubrieron que lo mejor era dejarlo correr, pues de lo contrario nunca hubiésemos tenido descanso. Ya podía él poner cara de león enfurecido, que no se salía con la suya. Yo le decía entonces: «Querido, mira a Wilkin, nuestro cordero. ¡Qué dócil es! Acércate, cariño, que quiero darte un beso en la mejilla. Tú también debes ser más dócil y paciente y tener una conciencia dulce y escrupulosa, ya que siempre estás sermoneando sobre la paciencia de Job. Ten siempre mucha paciencia; practica lo que predicas, pues si no lo haces, te enseñaré cuánto mejor es que la paz reine con tu mujer y paz en casa. Es innegable que uno de los dos tiene que someterse, y, como sea que el hombre es más razonable que la mujer, debes ser tú el que ceda. ¿Qué es lo que te hace protestar y lamentar tanto? ¿Es que sólo quieres que mi coño sea únicamente para ti? Pues bien, ¡tómalo y disfruta! ¡Por San Pedro! Hay que ver cuánto lo quieres. ¿No ves que si pusiese en venta mi “sexo” podría ir vestida como una princesa, pero que lo guardo para ti? El cielo sabe que eres tú quien tiene culpa. Yo me limito a decirte la verdad.» Así es como nuestras discusiones solían discurir.
Ahora os hablaré de mi cuarto esposo.
Mi cuarto marido era un calavera, es decir, tenía una amante; y yo era joven y muy apasionada y turbulenta, fuerte, obstinada y festiva como una cotorra. En cuanto había bebido un vaso de vino dulce, bueno, un laúd me hacía bailar y cantar como un ruiseñor. Aquel asqueroso rufián, Metelio, el cerdo que mató a su mujer de una paliza sólo porque bebía vino, no me hubiese disuadido a mí de beber si hubiese sido su esposa. Además, el beber vino me lleva a pensar en Venus, por lo que, por la misma razón que el frío engendra granizo, un rabo goloso encaja con una boca laminera. Llenad a una mujer de vino y se queda sin defensas, como muchos lujuriosos seductores saben por experiencia.
¡Ay, Jesucristo, Dios mío! Cuando lo recuerdo todo y me acuerdo de mi juventud y alegría, el cosquilleo me llega a lo más hondo del corazón. Hasta la fecha hace bien a mi corazón el recordar el empuje de mi juventud. Pero la edad, ¡ay!, que todo lo estropea, me ha despojado de mi belleza y de mi auge. ¡Adiós! ¡Que se vayan y el diablo cargue con ellos! ¿Qué puedo decir? He vendido toda la harina y ahora deberé vender el salvado lo mejor posible. Pero incluso intentaré pasármelo lo mejor que pueda. Ahora os contaré de mi cuarto esposo.
Os decía que mi corazón se irritaba de que se deleitase con cualquier otra mujer, pero ¡por Dios y por San Judoco, quedó bien servido! Le fabriqué una cruz de la misma madera. Pero no vergonzosamente para mi cuerpo, aunque trataba a los hombres en tal forma que le tenía en ascuas, lleno de rabia y de celos. ¡Por Dios que fui su purgatorio en la tierra! Ahora debe de estar en el paraíso, pues Dios sabe que el zapato llegó a dolerle muchísimo. Nadie, excepto Dios y él, sabe cuán penosamente y de cuántas formas le atormenté. Falleció cuando regresé de Jerusalén y ahora yace enterrado en el presbiterio bajo la peana de la cruz; aunque su tumba no se parece en nada a aquel sepulcro elaborado de Darío, tan exquisitamente trabajado por Apeles. Hubiese sido un derroche darle tan rica sepultura. ¡Que Dios le acompañe y dé reposo a su alma! Ahora yace en su tumba y en su ataúd.
Os hablaré, acto seguido, de mi quinto marido. Ruego a Dios que no deje que su alma vaya al infierno. Y, sin embargo, para mí fue el peor sinvergüenza; lo noto en cada una de mis costillas y lo notaré hasta el día en que muera. Pero en la cama era alegre y animado; especialmente me adulaba cuando deseaba poseerme. Aunque me hubiese pegado en todos los huesos del cuerpo, sabía reconquistar mi amor en un instante. Creo que le amaba precisamente porque era parco en su amor hacia mí. Nosotras las mujeres tenemos ideas raras al respecto y no os miento. Todo lo que nos cuesta de conseguir, nos pasamos el día entero pidiéndolo y llorando por ello. Prohibidnos una cosa y, acto seguido, ya estamos deseándola; perseguidnos y salimos huyendo. No solemos estar dispuestas a exponer todo lo que tenemos en venta; mucha gente en el mercado hace subir el precio de la mercancía; si éste es demasiado bajo, la gente cree —como sabe muy bien toda mujer juiciosa— que no vale nada.
Mi quinto esposo —¡que Dios bendiga su alma!—, al que tomé por amor y no por dinero, fue en cierta época un estudioso de Oxford, pero dejó la Facultad y se alojó en casa de mi mejor amiga, que vivía en nuestra ciudad. ¡Que Dios la bendiga! Se llamaba Alison. ¡Vive Dios, conocía mi corazón y mis pensamientos secretos mucho mejor que el cura de mi parroquia! Todo se lo confiaba. Si mi esposo hubiera orinado en una pared, pues iba y se lo contaba. Si hubiese hecho algo mi esposo que hubiera podido costarle la vida, se lo habría contado a ella, a otra buena mujer y a mi sobrina también, pues la tenía en mucha estima. Les he contado todos y cada uno de los secretos de mi esposo. Dios sabe que lo hacía con bastante frecuencia y que, a menudo, tuvo mi marido que ruborizarse hasta las orejas y hasta avergonzarse mientras se culpaba a sí mismo por haberme contado sus secretos más íntimos.
Sucedió, pues, que una cuaresma (yo siempre visitaba a mi amiga, pues me gustaba divertirme y salir a pasear por ahí en marzo, abril y mayo, yendo de casa en casa para oír chismes diferentes), Jankin, el estudioso, mi amiga Alison y yo salimos de excursión al campo. Mi marido estuvo en Londres toda aquella cuaresma y tuve más tiempo libre para divertirme y ver y ser vista por la gente alegre. ¿Cómo podía saber dónde o en qué lugar cambiaría mi suerte? Por ello, iba a festivales nocturnos, procesiones, peregrinajes, bodas y a ver estas funciones teatrales sobre milagros. También escuchaba sermones, vestida en mis alegres ropajes de color escarlata.
Creedme: ninguna polilla, gusano o insecto tuvo la oportunidad de zampárselos. ¿Por qué? Pues porque los usaba constantemente. Ahora os diré qué me sucedió. Como decía, íbamos andando por el campo este estudioso y yo, y tan bien nos aveníamos, que yo empecé a pensar en el futuro y dije que si fuese viuda me casaría con él. Ciertamente —no hablo por pretensión—, nunca me faltó la previsión en cuestión de matrimonio y en otros asuntos. El corazón de un ratón que solamente posee una guarida no vale un puerro, pues si ésta falla, todo se ha terminado.
Le hice creer que me había hechizado (mi madre me enseñó este truco). También le dije que soñaba con él durante toda la noche y que en el sueño él intentaba matarme allí donde yacía y que la cama estaba empapada de sangre. A pesar de ello, esperaba que él me diese suerte, pues la sangre significa oro, o así me lo habían contado. Y todo eran mentiras. No soñaba nada que se le pareciese. Pero en esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre, las enseñanzas de mi madre.
Pero ahora veamos: ¿qué iba yo a decir? ¡Ajá! Ya lo tengo. Había perdido el hilo.
Es igual, cuando mi cuarto esposo yacía en su túmulo, lloré y aparenté estar de duelo, como deben hacer las esposas —es la costumbre— y cubrí mi rostro con un pañuelo. Pero como ya estaba provista de amante, os prometo que lloré muy poco.
Al día siguiente mi esposo fue llevado a la iglesia, seguido por un cortejo de vecinos que vinieron a rendirle sus últimos respetos. Uno de ellos era Jankin, el estudioso. Que Dios me perdone, pero, cuando le vi caminar detrás del féretro, pensé: «¡Qué hermosos par de piernas y pies!» Y todo mi corazón se me fue tras él. Creo que él tenía unos veinte años, y yo, para decir la verdad, ya contaba cuarenta. Pero, sin embargo, todavía sentía deseos lascivos. Yo tenía los dientes separados, pero me sentaba bien; llevaba la marca de nacimiento de santa Venus. Que Dios me perdone, pero era una chica alegre, bonita y rica, joven y divertida; verdaderamente, según habían dicho mis esposos, tenía el mejor «eso» que se pueda imaginar. Ciertamente Venus influye sobre mis sentimientos; Marte, en mi valor. Venus me dio el deseo y la lujuria; Marte, mi descarada osadía. Tauro estaba en ascendiente cuando nací y Marte se hallaba en él.
¡Ay, ay!, que el amor deba ser pecado… Siempre seguí mis inclinaciones, guiada por las estrellas, las cuales hicieron que jamás pudiese negar mi cámara de Venus a cualquier mozo que la quisiese. Sin embargo, en mi rostro tengo la marca de Marte y también en otro lugar íntimo. Tan cierto como Dios es mi salvación: nunca utilicé el comedimiento en el amor; siempre seguí en cambio mis apetitos, ya fuese el hombre moreno o rubio, alto o bajo. Mientras él me gustase, no prestaba atención ni a la pobreza ni a su rango.
¿Qué se puede decir más? Bueno, a finales de aquel mes, este guapo estudioso, el garboso Jankin, se había casado conmigo con toda la debida ceremonia, y yo le di todas las tierras y rentas que me habían sido dadas anteriormente. ¡Con cuánta amargura me arrepentí luego de ello! Él no me dejaba hacer nada de lo que quería. ¡Por Dios! Una vez, por haberle arrancado una hoja de un libro suyo, me dio tal bofetada en la oreja que me quedé sorda de golpe. Yo era tozuda como una leona y tenía una lengua muy peleona y solía ir de casa en casa —como había hecho antes—, aunque él asegurase que no debía hacerlo. Debido a ello él me sermoneaba y me relataba historias de la vieja Roma, de cómo un tal Simplicio Galo dejó a su mujer y la repudió para siempre, únicamente porque la había visto un día asomarse por la puerta sin llevar el sombrero puesto. También me hablaba de otro fulano, romano también, que había abandonado a su mujer porque ella había asistido a los juegos de verano sin que él lo supiese. Y luego cogía la Biblia y leía aquel proverbio del Eclesiástico que prohibe a los hombres, inequívoca y absolutamente, el que permitan a sus esposas vagar por ahí. Luego, no temáis, siempre me salía con la cuarteta:
El que construye una casa de madera de sauce,
o cabalga en un caballo ciego por los barbechos,
o deja a su esposa correr tras los halos de los santos,
merece realmente ser colgado de la horca.
Pero no le servía de nada: no prestaba la más mínima atención a sus proverbios o a su estrofa. Tampoco me dejaría reformar por él. No aguanto al hombre que me señala mis defectos ni tampoco, Dios lo sabe, a que otros los proclamen, excepto a mí misma. Mi actitud le hacía enfurecer y hervir de rabia hacia mí, pero yo no cedía un ápice en ningún punto.
Y ahora, por Santo Tomás, os explicaré la verdadera historia de por qué arranqué una página de su libro y por qué eso hizo que me diese tan fuerte que me dejó sorda.
Él poseía un volumen que le gustaba muchísimo leer. Siempre estaba leyéndolo desde la mañana a la noche; se llamaba Valerioy Teofrasto y se pasaba todo el rato carcajeándose con el libro. Había también un texto Contra jovinniano escrito por un hombre culto que vivía en Roma, un cardenal llamado San Jerónimo; y libros de Tertuliano, Crísipo, Trótula y Eloísa (esta última era una abadesa que vivía no muy lejos de París). También poseía las Parábolas de Salomón y El arte de amar, de Ovidio. Estos y muchos otros estaban todos encuadernados en un solo volumen. Y tanto por la noche como por el día, siempre que tenía tiempo libre de su trabajo, se dedicaba a leer sobre las mujeres perversas que figuran en dicho libro, hasta que un día supo más leyendas y biografías de mujeres malas que de mujeres buenas habla la Biblia.
No caigáis en el error de creer otra cosa; es imposible que un estudioso hable bien de las mujeres, excepto cuando se trate de santas del santoral; no hay ciertamente otra clase de mujeres. Es como aquel león que preguntó al individuo que le mostraba un grabado de un hombre matando a un león: «¿Quién fue el pintor?» ¡Decidme quién! Por Dios, si las mujeres hubiesen escrito tantas historias que estos estudiosos enclaustrados, habrían relatado más perversión por parte de los hombres que buenos hechos realizados por los hijos de Adán.
Los estudiosos son hijos de Mercurio, las mujeres lo somos de Venus, y ambos tienden a oponerse en todo lo que hacen. Pues Mercurio ama la sabiduría y el saber, pero Venus, el jolgorio y el despilfarro. En astrología la exaltación de uno representa el hundimiento del otro, debido a sus distintas naturalezas. Por eso, cuando en el signo de Piscis, Mercurio —Dios lo sabe muy bien— está hundido, Venus está en lo alto, pero cuando Venus cae, Mercurio se levanta. Por consiguiente, una mujer nunca es elogiada por un erudito estudioso, pues cuando éste es senil y sirve tanto para hacer el amor como una bota vieja, entonces el estudioso se sienta a despotricar sobre las mujeres que no saben mantener su palabra en el matrimonio.
Pero para volver a la cuestión, os estaba contando que me dio una paliza debido a un libro. Una noche, Jankin, mi marido, estaba sentado leyéndolo junto al fuego. Primeramente leyó sobre Eva, cuya perfidia atrajo la desgracia para toda la Humanidad, de modo que el propio Jesucristo, que nos redimió con la sangre de su corazón, fue muerto por su causa. He aquí un texto que dice en forma explícita que la mujer fue la perdición de todos los hombres.
A continuación me leyó cómo Sansón perdió su cabellera: su enamorada se la cortó con unas grandes tijeras cuando dormía, y, debido a su traición, perdió también sus ojos.
Y luego —¡qué pesado!— me leyó la historia de Hércules y Dejanira, que fue la culpable de que él se prendiera fuego. No se olvidó de ninguna de las penas y molestias que tuvo Sócrates con sus dos mujeres; de cómo Jantipa echó orina sobre su cabeza y el pobre hombre, sentado e inmóvil como un cadáver, secó su cabeza sin atreverse a comentar más que esto:
«Antes de que cese el trueno, cae la lluvia».
Después saboreó la maldad en la historia de Pasifae, la reina de Creta; pero desgraciadamente es demasiado truculenta, por lo que no hablaré de sus horribles deleites y malos deseos. Luego leyó con la mayor complacencia acerca de Clitemnestra, la que traicioneramente hizo que muriese su esposo para poder satisfacer su lujuria.
Me relató también cómo Anfiaro llegó a perder su vida en Tebas. Mi marido sabía un cuento de cómo la esposa de aquél, Erifila, debido a una hebilla de oro, reveló a los griegos el lugar donde su esposo se había escondido; por lo que poco vivió en Tebas.
Me habló también de Livia y Lucilia, porque las dos habían llevado a sus maridos a la muerte: una de ellas por amor, la otra por odio. Livia envenenó a su esposo una noche porque le odiaba; mientras que la concupiscente Lucilla amaba tanto a su esposo que, para que él solamente pensase en ella, le dio un afrodisiaco tan fuerte que falleció antes del siguiente amanecer. Por lo que los maridos, debido a un motivo u otro, siempre se le cargan.
A continuación me contó cómo un tal Latimio se quejó a su amigo Arrio de un árbol que creía en su jardín y en el cual sus tres esposas se habían ahorcado presas de desesperación. «Mi querido amigo —repuso Arrio—, dame un esqueje de ese maravilloso árbol y lo plantaré en mi propio jardín.»
De las esposas de tiempos más recientes, me leyó de qué forma algunas habían asesinado a sus propios maridos en sus camas y de cómo sus amantes las habían poseído mientras el cadáver yacía inerte toda la noche en el suelo; luego de cómo algunas habían hincado clavos en los cerebros de sus esposos mientras éstos dormían, matándoles de esta forma; asimismo, otras vertían veneno en sus bebidas. El corazón no puede concebir las maldades que contó. Además sabía más proverbios que briznas de hierba y césped hay en el mundo. «Mejor es vivir con un león o con un feo dragón que con una mujer dada a reñir», decía él. «Mejor es vivir en un rincón de una buhardilla que con una mujer bravía en una casa; son tan perversas y dadas a llevar la contraria, que siempre odian lo que sus maridos aman», afirmaba. «Una mujer arroja su vergüenza, cuando ella arroja su falda», decía él, y añadía: «Una mujer hermosa, a menos que sea también casta, es como una anilla de oro en la nariz de una marrana». ¿Alguien puede concebir o imaginarse el dolor o tormento que presentó para mi corazón?
Pero cuando vi que él nunca terminaría de leer aquel maldito libro y que se pasaría toda la noche dale que dale, de repente fui y le arranqué tres páginas mientras lo estaba leyendo y, al mismo tiempo, le pegué tal puñetazo en la mejilla que lo tumbé hacia atrás, cayendo en el fuego. Entonces pegó él un brinco como si fuese una bestia salvaje y me propinó tal manotazo en la cabeza que me desplomé como muerta en el suelo. Cuando él vio lo inmóvil que estaba se llenó de temor, y se hubiese escapado de no haber yo vuelto en mí al fin.
—¡Me has matado, asqueroso bandido! —dije—. ¡Me has matado por mis tierras! Pues bien, antes de morir te daré un beso.
Entonces él se acercó y se arrodilló suavemente junto a mí y me dijo:
—Alicia, amor mío, por Dios te juro que no volveré a pegarte en mi vida. Pero tú tienes la culpa de que te hiciera lo que hice. ¡Perdóname, por amor de Dios!
Pero yo le aticé una vez más en la mejilla y le dije:
—¡Tú, ladrón, ahora ya estoy vengada! No puedo decirte nada más. ¡Me muero!
Pero, al fin, después de riñas y peleas interminables, se hizo la paz entre nosotros. El me entregó las riendas del hogar y yo tuve el gobierno de nuestra casa y de nuestras tierras, así como también de su lengua y su puño. Allí mismo le hice quemar el libro. Desde aquel momento, por tener yo el dominio del vencedor, le tuve a mi merced y logré que dijese:
—Mi única y verdadera esposa, haz lo que quieras mientras vivas, cuídate de tu honor y de mis bienes.
Desde aquel día jamás tuvimos otra pelea.
Que Dios me perdone, pero no hay mujer desde Dinamarca hasta las Indias que hubiese podido ser más amable hacia él que yo, o más fiel (como él lo fue para mí). Ruego a Dios que reina en la Gloria que, en su infinita bondad, bendiga su alma. Y ahora, escuchad, que os voy a contar mi relato.
Geoffrey Chaucer. El titán de las letras medievales, nació en Londres alrededor de 1343, sumergiéndose en las aguas del tiempo hasta su partida el 25 de octubre de 1400, quedando eternamente marcado en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Más que un escritor, fue un alquimista literario, un filósofo del lenguaje, un diplomático entre las palabras.
En su vasto legado, destaca como arquitecto de historias inolvidables, siendo la obra maestra "Los Cuentos de Canterbury" la joya de su corona literaria. Pero Chaucer, con su pluma versátil, tejía palabras en múltiples direcciones. Desde "El libro de la duquesa", un lienzo de emociones, hasta la celeste "Casa de la fama", donde la notoriedad baila con las estrellas en su vasto cielo narrativo.
No contento con deslumbrar como poeta, Chaucer se elevó en otros firmamentos del conocimiento. Su destreza como alquimista y astrónomo resplandece, inmortalizada en un tratado astrológico dedicado a su joven hijo Lewis, evidenciando que su genialidad no conocía fronteras.
En una época donde el inglés medio vernáculo buscaba legitimidad frente al dominio del francés y el latín, Chaucer emergió como el defensor de la lengua, elevando el idioma de las calles a la nobleza literaria. Así, su pluma se convirtió en un faro que iluminó el camino para las generaciones venideras, dejando tras de sí un legado eterno en la historia de la literatura inglesa.