Cuentos de Canterbury – El cuento del fraile
Prólogo del fraile
Aquel digno recaudador, el buen fraile, estuvo todo el rato lanzando negras miradas hacia el alguacil. Por decencia se había abstenido hasta ahora de insultar, pero al final espetó a la mujer de Bath:
—Dios os bendiga, señora. Creedme: habéis tocado un tema muy dificil y debatido en las escuelas. Debo decir que habéis acertado en muchos puntos, pero, señora, no es preciso comentar solamente los temas más ligeros mientras hacemos camino cabalgando. Por amor de Dios, dejemos los libros, las autoridades, los predicadores y las escuelas de teología.
Pero si los presentes no ponen obstáculo, les contaré una buena historia sobre un alguacil —¡Dios sabe que basta proferir su nombre para saber que no puede decir nada bueno de ellos!—, y ruego que ninguno de los presentes se sienta ofendido. Un alguacil es un tipo que va por ahí haciendo proclamas para convocar a juicio y recibe palizas en las afueras de todos los pueblos.
—Ah, señor —intervino aquí nuestro anfitrión—, un hombre de su posición debería ser más cortés y educado. No habrá peleas entre los presentes. Contad vuestra historia y dejad al alguacil en paz.
—No importa —afirmó el alguacil—. Que me diga lo que le parezca; cuando me llegue el tumo, ¡por Dios!, que se lo haré pagar hasta el último céntimo. Ya le diré yo qué honorable es ser un recaudador lisonjero. Ya le diré qué clase de ocupación tiene, no temáis.
—¡Callad! —repuso nuestro anfitrión—. ¡Basta de todo esto!
Y entonces, volviéndose al fraile, le dijo: —Mi querido señor, empezad vuestro cuento.
El cuento del fraile
Antiguamente, vivió una vez un arcediano, hombre de elevada posición y un severo ejecutor de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, robos en iglesias, quebrantamientos de testamentos y contratos, incumplimiento de los sacramentos, simonía y usura y muchos otros tipos de delito que no es preciso que detalle ahora.
Donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos. Si se les cogía les hacía chillar de dolor, y a los que no habían pagado por completo sus diezmos les echaba un rapapolvo en cuanto alguien se quejaba de ellos; nunca perdía la ocasión de multarles. Si los diezmos y ofrendas eran demasiado pequeños, hacía que la gente cantase más fuerte. Antes de que el obispo les enganchase caían bajo la jurisdicción del arcediano, que tenía poder para visitarles y castigarles.
Tenía un alguacil a mano. No había fulano más astuto en toda Inglaterra. Había montado una ingeniosa red de espías que le tenía bien informado de cualquier cosa que pudiese resultarle ventajosa. Perdonaba a uno o dos traficantes de prostitutas si éstos le llevaban un par de docenas más. No importa si el alguacil aquí se enfurece más que un perro rabioso; no suavizaré mi relato de su bellaquería. Nosotros los frailes estamos fuera del alcance del poder, no tienen jurisdicción sobre nosotros ni la tendrán mientras vivan…
—¡Por San Pedro! Tampoco las mujeres del lupanar están bajo ella —exclamó el alguacil.
—Callad de una vez, ¡córcholis! —gritó nuestro anfitrión—. Dejadle que siga con su historia. Seguid, señor, no os calléis nada; no hagáis caso de las protestas del alguacil.
—Este embustero y ladrón, este pregonero prosiguió el fraile, tenía siempre putas a su disposición, como cebos para un halcón, que le contaban todos los secretos que averiguaban, pues su amistad no era pasajera. Eran sus espías particulares y, a través de ellas, hacía un buen agosto; su dueño no siempre sabía cuánto conseguía. Podía requerir sin autorización a un palurdo analfabeto bajo pena de excomunión, y éste gustosamente se apresuraría a llenarle los bolsillos o a invitarle a opíparos yantares en la cervecería.
Judas era un ladrón y tenía la bolsa; así de ladrón era él, pues su amo obtenía menos de la mitad de lo que le correspondía. Hagámosle justicia: era un ladrón, un chulo de putas, en fin, ¡era un pregonero! Y tenía putas en su nómina, por lo que tanto si el reverendo Roberto o el reverendo Hugo se acostaban con ellas, o Diego, o Rafael, o quienquiera que fuese, enseguida se lo iban a contar. Tenía un concierto con la chica: él conseguía una citación falsificada y les convocaba a ambos a comparecer ante el capítulo, en donde esquilaba al hombre y soltaba a la chica. Entonces le decía: «Amigo, en tu favor tacharé el nombre de la chica de nuestra lista negra. Soy tu amigo; haré cuanto pueda por ti.»
Sabía más estafas que las que podría contar, aunque estuviese hablando dos años sin parar. Ningún perro de caza sabe atrapar mejor a un venado herido que este pregonero en atornillar a cualquier chulo, adúltero o mujer de vida licenciosa. Y como fuese que esto era lo que le rendía mayores beneficios, dedicaba todo su empeño en ello.
Bueno, un día ocurrió que este pregonero, que, como siempre, estaba a la que salta, salió a caballo a requerir en citación a un vejestorio de mujer, a una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de él, junto al linde del bosque, a un hacendado labrador ricamente ataviado que llevaba un arco y un carcaj con relucientes flechas afiladas. Llevaba una corta capa verde y en la cabeza un sombrero con una orla negra.
—¡Saludos! —dijo el alguacil—. Bien hallado, señor.
—Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados —repuso el otro—. ¿Hacia dónde vais por el bosque? ¿Vais muy lejos hoy?
—No —repuso el alguacil—. Solamente voy ahí cerca a cobrar una renta que deben a mi señor.
—Entonces, ¿sois administrador?
—Sí —le dijo él.
No se atrevía a admitir que era un pregonero, por el oprobio y mala fama que lleva el nombre.
—¡Dios os bendiga! —replicó el hacendado—. Mi querido amigo, yo también soy administrador. Me gustaría conoceros, pero soy forastero por estos andurriales; también quisiera vuestra amistad si queréis. Tengo oro y plata ahorrados; si alguna vez se os ocurre visitar nuestro condado, lo pondré a vuestra disposición en la cantidad que queráis.
—Muchísimas gracias, en verdad —exclamó él.
Ambos se estrecharon las manos y se comprometieron a ser hermanos por juramento por el resto de sus vidas. Luego siguieron cabalgando y charlando alegremente.
Este alguacil de la historia tenía tanta verborrea como un buitre ojeriza. Siempre estaba formulando preguntas. —¿Dónde vivís, hermano? —preguntó, para el caso de que un día quiera ir a veros.
—Lejos, en la comarca del Norte, amigo mío, donde espero veros algún día. Os daré instrucciones tan detalladas, antes de que nos separemos, que no podréis por menos que encontrar la casa —le replicó dócilmente el hacendado.
—Bueno, hermano —dijo el alguacil—. Mientras vamos cabalgando me gustarla pediros que me enseñaseis algunos de vuestros trucos, y decidme francamente cómo sacar el máximo provecho de mi empleo, ya que sois administrador como yo. No permitáis que cualquier escrúpulo de conciencia os retenga: de amigo a amigo, decidme cómo os las arregláis.
—Bueno, en verdad, amigo mío —replicó él—, si os tengo que dar fiel cuenta, debo deciros que mi salario es pequeño y bastante esmirriado; mi amo es un hombre tacaño y duro, y por otra parte, mi empleo es muy oneroso; por lo que me gano la vida mediante extorsiones. De hecho cojo todo lo que me dan. De todas formas, por las buenas o por las malas, consigo cubrir gastos de un año para otro. Francamente, esto es lo más que puedo decir.
—Bueno, realmente, es lo que me ocurre a mí también —contestó el alguacil—. Dios sabe que estoy dispuesto a coger lo que pueda, siempre que no esté demasiado caliente o pese demasiado. No tengo escrúpulos en absoluto sobre lo que pueda conseguir en un trato particular marginal. Si no fuese por mis extorsiones, no podría vivir. Estos trucos inofensivos me los callo en la confesión. No tengo conciencia de ninguna clase, ni estómago de compasión. ¡Que el diablo se lleve a todos los padres confesores! ¡Por Dios y por Santiago! ¡Qué suerte haberos encontrado! Bueno, ahora, querido hermano mío, decidme vuestro nombre —dijo el alguacil.
Mientras hablaba, el hacendado empezó a sonreír un poco.
Amigo mío —dijo—. ¿De verdad queréis que os lo diga? Soy un diablo: resido en el infierno y he salido a cabalgar por aquí de negocios, para ver si la gente me da algo. Mi cosecha constituye todos mis ingresos. Parece que vos cabalgáis con la misma finalidad: sacar provecho, no importa cómo, lo mismo me pasa a mí, pues en este mismo momento iría hasta el fin del mundo para coger mi presa.
—¡Ah! —espetó el alguacil—. Dios nos bendiga. ¿Qué decís? Yo pensé que realmente erais un hacendado. Tenéis el aspecto de un hombre como yo; ¿tenéis alguna forma fija propia en el infierno, donde estáis en vuestro estado natural?
—No, por cierto, no tenemos ninguna forma allí —replicó el otro—, pero podemos adoptar una cuando queramos, o bien haceros creer que tenemos formas, algunas veces de hombre, otras de simio; incluso puedo ir por ahí bajo el aspecto de un ángel. No hay nada de maravilloso en ello: cualquier mago infeliz puede engañaros. Y, perdonadme, pero conozco la táctica mucho mejor que ellos.
—¿Por qué vais por ahí bajo distintos aspectos en vez de usar el mismo todo el tiempo? —preguntó el alguacil.
—Porque deseamos tomar la forma que nos permita atrapar mejor a nuestra presa —replicó el otro.
—¿Y por qué os tomáis toda esa molestia?
—Hay muchísimas razones, mi señor emplazador —dijo el diablo—; pero hay tiempo para todo; el día es corto, ya son más de las nueve ahora, y, de momento, no he cogido nada hoy. Si no os importa, me concentraré en mis negocios en vez de comentar nuestros talentos. De todas formas, hermano mío, vuestra inteligencia es demasiado escasa para entenderlos aunque os lo explicase. Pero ya que preguntáis por qué nos tomamos toda esa molestia es porque, a veces, somos instrumentos de Dios y, cuando a El le viene de gusto, somos un medio de llevar a cabo sus órdenes sobre sus criaturas en diversos modos y formas. Es verdad que no tenemos poder sin Él, si se empeñase en ponerse en contra nuestra. Algunas veces, a solicitud nuestra, obtenemos permiso de molestar el cuerpo sin dañar el alma (por ejemplo, a Jobs, al que atormentamos); algunas veces tenemos poder sobre ambos, es decir, tanto sobre el alma como sobre el cuerpo. Otras veces se nos permite acercarnos a un hombre para atormentar su alma, pero no su cuerpo. Todo es para lo mejor: si resiste nuestra tentación, es causa de su salvación, a pesar de que nuestro objetivo es cogerle, no que se salve. Algunas veces estamos al servicio del hombre, como en el caso del arzobispo de San Dunstan: yo mismo fui criado de los Apóstoles.
—Ahora, decidme la verdad —dijo él—. ¿Siempre tomáis formas corporales nuevas partiendo de elementos como éste?
—No —repuso el diablo—. A menudo las simulamos; algunas veces nos ponemos los cuerpos de los muertos de muchas diversas maneras y hablamos con la facilidad y claridad con que Samuel habló a la pitonisa de Endor (aunque hay gente que dice que no fue Samuel; pero no tengo tiempo para vuestra teología). Chistes aparte, os advierto de una cosa (de todas maneras vais a averiguar cuál es nuestra verdadera forma). A partir de ahora, amigo mío, vendréis a un lugar en donde no tendréis ninguna necesidad de aprender de mí. Vuestra propia experiencia os permitirá dar conferencias sobre la materia como un catedrático, mejor que cuando vivía Virgilio, o cuando el Dante. Ahora cabalguemos deprisa, pues me gustaría acompanaros hasta el momento en que me abandonéis.
—Esto no sucederá nunca —exclamó el alguacil—. Soy un hacendado, y bastante conocido; siempre cumplo mi palabra, como en este caso. Aunque fueseis el mismo Satanás en persona sería fiel a mi hermano por juramento, ya que en este asunto cada uno de nosotros ha jurado ser verdaderamente hermano del otro y colaborar en los negocios como socios. Tomad vuestra parte de lo que la gente os dé, y yo tomaré la mía; así los dos nos ganaremos la vida. Y si uno de nosotros gana más que el otro, que sea honrado y lo comparta con su amigo.
—De acuerdo —replicó el diablo—. Mi palabra va en ello.
Y prosiguieron su camino a caballo. Pero precisamente a la entrada del pueblo al que el alguacil pensaba ir vieron a un carretero que conducía un carro lleno de heno. Como la carretera era todo un lodazal, el carro se le quedó atascado; el carretero gesticulaba y gritaba como un loco: «¡Arre, Broak! ¡Vamos, Scott! ¡No hagáis caso de las piedras! El diablo os lleve con piel y todo con lo que nacisteis. ¡Ya me habéis dado bastantes molestias! ¡Que el diablo se lo lleve todo: caballos, carro y heno!»
—Nos vamos a divertir aquí —dijo el alguacil. Y, disimuladamente, se acercó al diablo y, como si éste no se hubiese dado cuenta de nada, le susurró a la oreja:
—¿Oísteis eso, hermano? ¡Escuchad! ¿No oísteis lo que dijo el carretero? Tomadlo; os lo ha dado: heno, carro y sus tres jamelgos incluidos.
—¡Oh, no! Ni un pellizco ——dijo el diablo—. Creedme: no es eso lo que quiere decir. Preguntadle vos mismo si no me creéis, o, si no, un momento y veréis.
El carretero zurró ruidosamente las grupas de los caballos y éstos empezaron a esforzarse y tirar con fuerza. «¡Vamos, ahora! ¡Que Dios os bendiga y a toda su obra, grande y pequeña! ¡Tiras bien, tú, grisín! ¡Este es mi muchacho! ¡Que Dios y San Eloy te guarden! ¡Gracias a Dios, mi carro ha salido del lodazal!»
Ahí tienes, hermano —dijo el diablo—. ¿Qué te dije? Esto te enseñará: el palurdo decía una cosa, pero quería decir otra. Sigamos nuestro camino; no hay tajada para mí aquí.
Cuando habían ya salido un poco de la ciudad, el alguacil susurró a su amigo:
—Hermano, aquí vive un vejestorio de mujer que casi preferiría cortarse el cuello que soltar un penique de su pertenencia. Yo pienso arrancarle doce peniques, aunque ello le haga perder el tino; si no puedo, la citaré para que se presente en nuestro tribunal, aunque vive Dios, que yo sepa, no tiene vicios. Pero como parece que tú no sabes ganarte la vida por esta zona, no me pierdas de vista y te daré una lección. El alguacil llamó a la puerta de la viuda.
—¡Sal fuera, vieja bruja! —gritó—. Seguro que tienes ahí a un cura o a un fraile contigo.
—¿Quién llama? —exclamó la mujer—. ¡Dios bendito! ¡Dios os salve, señor! ¿Qué desea su señoría?
—He aquí un mandato judicial: so pena de excomunión, que te presentes mañana ante el arcediano para responder de ciertos asuntos ante el tribunal —dijo el alguacil.
—Señor —exclamó ella—, que Jesucristo, Rey de Reyes, me ayude, pues no puedo. Llevo bastantes días enferma, no puedo ir tan lejos. Sería la muerte para mí: me duele tanto el costado… ¿No podría tener una copia del mandato, buen señor, y que mi abogado respondiese por lo que se me acusa, sea de lo que sea?
—Muy bien —repuso él—. Paga enseguida. Veamos: sí, doce peniques bastarán y te exculparé. No consigo mucho con ello, pues es mi dueño el que saca provecho, no yo. Vamos, traédmelos; tengo prisa en marchar. ¡Dame doce peniques! No puedo quedarme aquí todo el día.
—¡Doce peniques! —exclamó ella—. Que Nuestra Señora, la Virgen María, me libre de toda aflicción y pecado. Aunque tuvieseis que darme todo el ancho mundo, no tengo doce peniques en mi bolsillo. ¿No podéis ver que soy vieja y pobre? ¡Tened piedad de una pobre desgraciada como yo!
—¡Nunca! —replicó él—. Aunque fuese ruina. Que el diablo me lleve si te dejo escapar.
—¡Ay de mí! —exclamó ella—. Dios sabe que no he hecho ningún mal.
—¡Paga! O por la dulce Santa Ana que me llevaré tu vestido nuevo como pago de la vieja deuda que me debes. Yo pagué tu multa al tribunal aquella vez que pusiste cuernos a tu marido.
—¡Mientes! —gritó ella—. Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro diablo te lleve, a ti y a mi vestido!
Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehemencia, le dijo:
Vamos, vamos, buena madre Mabel, asientes de verdad lo que dices?
—Que el diablo se lo lleve antes de morir, con el vestido y con todo, si no muda de parecer —dijo ella.
—No es probable, vieja carcamal —exclamó el alguacil—. No tengo intenciones de arrepentirme de nada por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.
—Vamos, tómalo con calma, hermano —dijo el diablo—. Tu cuerpo y este vestido son míos por derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que cualquier doctor en teología.
Y diciendo esto, le agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar destinado a los alguaciles.
¡Ojalá Dios, que ha hecho a la especie humana a su imagen y semejanza, nos guíe y proteja a todos y a cada uno y permita que los alguaciles se vuelvan buenas personas!
Damas y caballeros —continuó el fraile—: si este alguacil aquí presente me diese tiempo, os habría contado, basándome en las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo, San Juan y muchos otros maestros nuestros, unos tormentos tan horrorosos que llenarían de terror vuestros corazones. Aunque no haya lengua que los pueda describir, así pasase mil años explicándoos las torturas que se practican en aquella maldita casa del infierno. Pero, para evitar ir a aquel maldito lugar, recemos y oremos pidiendo la gracia de Jesús, para que nos guarde del tentador Satanás.
Escuchad este proverbio y reflexionad: «El león está siempre al acecho para matar al inocente si puede.» Mantened alerta vuestros corazones para resistir al diablo, que siempre lleva la intención de convertiros en su esclavo. A él no se le permite probaros por encima de vuestra fuerza, pues Jesucristo será vuestro campeón y vuestro caballero. Recemos para que éstos den pruebas de arrepentimiento de sus malas obras, antes de que el diablo los cace.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL FRAILE.
Geoffrey Chaucer. El titán de las letras medievales, nació en Londres alrededor de 1343, sumergiéndose en las aguas del tiempo hasta su partida el 25 de octubre de 1400, quedando eternamente marcado en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Más que un escritor, fue un alquimista literario, un filósofo del lenguaje, un diplomático entre las palabras.
En su vasto legado, destaca como arquitecto de historias inolvidables, siendo la obra maestra "Los Cuentos de Canterbury" la joya de su corona literaria. Pero Chaucer, con su pluma versátil, tejía palabras en múltiples direcciones. Desde "El libro de la duquesa", un lienzo de emociones, hasta la celeste "Casa de la fama", donde la notoriedad baila con las estrellas en su vasto cielo narrativo.
No contento con deslumbrar como poeta, Chaucer se elevó en otros firmamentos del conocimiento. Su destreza como alquimista y astrónomo resplandece, inmortalizada en un tratado astrológico dedicado a su joven hijo Lewis, evidenciando que su genialidad no conocía fronteras.
En una época donde el inglés medio vernáculo buscaba legitimidad frente al dominio del francés y el latín, Chaucer emergió como el defensor de la lengua, elevando el idioma de las calles a la nobleza literaria. Así, su pluma se convirtió en un faro que iluminó el camino para las generaciones venideras, dejando tras de sí un legado eterno en la historia de la literatura inglesa.