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Cosas desagradables

Foto de Ricardo IV Tamayo en Unsplash

Voy en una guagua atestada que avanza por Carlos III hacia el parque de La Fraternidad. Un domingo por la mañana debe de haber poca gente. Pues no. Hay mucha gente. Como siempre. No sé de dónde salen. Siempre en la calle.

Empujando y pidiendo permiso y empujando más, logro llegar al final del pasillo. Estoy en el escalón de la puerta trasera, listo para bajarme en la próxima parada. Hay un niño de seis o siete años junto a mí. Un muchachito limpio, vestido decente y pulcramente, con las mejillas sonrosadas por la buena alimentación. La madre lo agarra por los hombros. Puede sostenerse solo. Pero no. Ella lo sostiene. Es un ejemplar macho. Hay que protegerlo y ayudarlo para que llegue a ser alguien en la vida. Junto a la guagua pasa un carro de muertos. Todo encristalado. Transporta un ataúd. Pienso que el tipo murió en el Hospital de Emergencias, que está a doscientos metros de aquí. Ahora lo llevan a la funeraria para el velorio. Por alguna razón de tráfico, el carro se mantiene a la misma velocidad que la guagua, y marcha junto a nosotros. El niño lo mira y le pregunta a la madre:

—Mami, dentro de esa caja llevan un muerto, ¿verdad?

Ella le responde en voz muy baja:

—Shhh, mira pa’ otro lado. Siempre estás con esas cosas.

—Pero ahí es donde los guardan.

—Sí. Ya.

La madre le vira la cabeza con las manos y lo obliga a mirar a la derecha. Ahí estoy yo, simplemente. En cuanto la madre le suelta la cabeza, el niño vuelve a mirar al carro de muertos. Insiste:

—¿Y por qué los guardan dentro de la caja?

—¡Ya! Mira pa’ otro lado te dije.

—¿Por qué?

—Porque no se habla de cosas desagradables. El niño se queda en silencio un instante. Nos miramos y le pregunto en voz baja:

—¿Te gustan los muertos?

—Sí. ¿A usted también?

—A veces. No siempre.

Hablamos cuchicheando, pero la madre nos oye. Se mantiene alerta. Protege a su cachorro en la peligrosa jungla. Y salta como una fiera:

—Oiga, señor, ¿cómo le va a decir eso al niño?

La miro en silencio. Mantengo la norma de no discutir con mujeres. Son muy tramposas y siempre pierdo. Soy racional, lógico y paciente cuando discuto. Ellas son irracionales, ilógicas e impacientes. Me confunden rápidamente y no sé qué decir. Ahora no abro la boca, pero de todos modos me repite:

—¿Usted no me oye? ¿Pa’ qué le dice esas barbaridades al niño?

Hago como si no fuera conmigo y sigo mirando a la calle. Es un poco chusma y buscapleitos. Debe de ser de mi barrio. Y sigue:

—No les hables a los extraños, niño. ¿Cuántas veces te lo voy a decir? ¡Locos y borrachos y mierda es lo único que hay en la calle! ¡Ya no quedan personas decentes en este país!

El niño sigue mirando el carro de muertos que marcha junto a nosotros. La guagua se detiene en la parada de Carlos III y Belascoaín. Se abre la puerta y me bajo.

Fin

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