La mano se detuvo con la pluma en suspenso sobre las dos únicas palabras trazadas: “Las palomas…”. El escritor miró a través de la ventana. Su mano reposó sobre la cuartilla blanca. La calle quieta y apacible reflejaba el sol enfermo del invierno, y los árboles desplumados y duros se recortaban sobre el fango. El hornillo estaba casi sin rescoldo. El frío melancólico de tarde invernal descendía lentamente sobre el anciano.
Su mirada se demoró en los estantes de libros, sobre los cuales se alineaban los retratos de los hijos muertos. En los volúmenes polvorientos se escondía su vida fatigosa. Allí estaban los viejos libros importados de Londres: Pope, Dickens, Scott, Bullwer-Lytton, para mantener un hilo lejano que con el paso de los días se adelgazaba. Allí está la edición, que conserva después de tantos años, del Viaje Sentimental, de Sterne. Las Noches Lúgubres, de Cadalso, en puesto desusado, junto a la edición tan repasada de Lord Byron; el Emilio de Rousseau, Los Miserables, de Hugo. Al lado, las Siete Partidas, el Fuero Juzgo, el Corpus Iuris Civilis. Toda la vida metida en una palomera, en la cual diariamente se abre al menos un libro. Isabel murmura cuando llegan nuevos paquetes: la casa va a ser insuficiente. Don Andrés se incorpora y se pasea por el vasto salón. Se detiene ante un libro; lo abre, sigue escrutando minuciosamente las páginas.
Tal vez la misma borrosa esplendidez del sol invernal que entra por la ventana, o algún título memorable que ha encontrado, le devuelven su pasaje por Hampstead, su memoria de Londres, para la cual es tan apto este invierno y en la cual ha surgido, inesperadamente, como un alfiler doloroso, el recuerdo de Mary Ann Boyland; la silueta arrogante y dudosa de Irisarri se interpone, la lejanía glacial de Bolívar sigue atormentándolo. Fernández Madrid, Manuel José Hurtado, otra vez Irisarri y el investigador de sus escándalos monetarios, Don Mariano de Egaña. Todo está tan lejano en esta casona de Santiago, en medio de la tarde apacible. Cuando surgió en la Legación en Londres aquel problema, hui hacia París; horas memorables de la Restauración, boato artificial de los tiempos postnapoleónicos, y vacío, el gran vacío del Emperador. Como el vacío de Bolívar, piensa. Pero los diecinueve años de Europa que me trajeron aquí ¿tienen algún sentido? ¿Tiene algún sentido lo de aquí? Todo lo escrito, todo lo trabajado, critica, poesía, enfrentarme a Sarmiento, luchar contra los unos y los otros, ser desterrado, morder el pan amargo, la amistad consoladora. Isabel habla allá abajo. No sé qué estará diciendo, pero hay algo que me hace sentir que ahora está agobiada. Los años pasan. Así murió Mary Ann: de tristeza, de pena en el invierno. Diecinueve años de Londres y veintiséis de Santiago, que comenzaron con aquel viaje a Valparaíso en la Grecian. Recuerdo que solamente supe el nombre de la nave, al abordarla. Y ese nombre me atormentó, hizo aún más cruel aquel cambio de exilio. Grecian. Tal vez yo mismo la habría bautizado así. En el muelle, vi la nave, el nombre, el bergantín arrogante. Durante todo el viaje pensé en ello, sentí la coincidencia cruel. ¿Si sería una coincidencia, o una jugada inverosímil del destino?
Casi olvido cómo era la vida antes, allá en Venezuela, en Caracas, en Cumaná. Sí, en Cumaná, cuando mi padre vivía. Allá estaba La Griega, la María José de Sucre. El anciano buscó un libro, lo abrió, y de entre sus páginas sacó una pálida miniatura. Así era ella, el porte arrogante, el perfil soberbio, la hermana menor de Antonio José, que era entonces aún un mozalbete que no había conocido las glorias y las traiciones de la cabellera de oro de la Marquesa de Solanda. Su otra hermana, Aguasanta, era hermosa también, pero tenía un perfil distinto.
Cuando don Andrés conoció a La Griega, María José, se enamoró con toda la obstinación de los dieciocho años. La persiguió por las calles coloniales de Cumaná. La acosó en Caracas, en el mundo de los salones, en la tertulia de Luis Ustáriz, bajo la égida fría y neoclásica de Juan Bautista Arriaza. Humboldt había pasado dejando la estela de las inquietudes sobre la luz helada del humanismo del expirante siglo XVIII. Pero todo esto era el cerebro, era la razón: María José era el calor, era la tormenta tropical bajo la actitud increíble de la serenidad griega. Don Andrés era apenas el comienzo de sí mismo, que todo lo absorbía, todo lo palpaba. María José lo dejó amarla, con coqueta ilustración de mujer hermosa. Pero el amor recrudecía, Andrés se dejaba absorber del remolino.
Las manos le tiemblan un poco al mirar de nuevo la imagen de La Griega, al recordar que en un momento dado y por una horas, en una deslumbrante tarde de Cumaná, la poseyó. Todo quedó en el riguroso misterio de su caballerosidad, la cual lo protegió de la espada fraternal de Sucre. El viejo sonrió un momento. Pero así, tan inesperadamente como había llegado, se desvaneció el amor de María José. Al volver a Caracas, la encontró, en el mismo salón donde había merecido su sonrisa, del brazo de un advenedizo francés, con el cual hablaba en ese idioma que todavía Andrés apenas descifraba al oírlo. El hombre se llamaba Marie-Jean d’Arbois, era exiliado de Francia, de aquellos que soñaban con el regreso de la monarquía en el mismo momento en que la Revolución lo llenaba todo. Trotaba por las colonias, a caza de aventura o de dineros. Y la señorita de Sucre cayó bajo el influjo de la Corte, de las evocaciones de París, de la vida europea. Y se enamoró de él.
Todavía el anciano siente la profundidad de la herida. A lo lejos se oye la voz de Isabel que lo llama, pero él no responde. Sigue desmenuzando el momento doloroso en que el francés se la enajenó. ¿Hacia dónde viajaba María José en aquel barco instrumentador de su desgracia? Zarpó un día de la Guaira, con su hermana Aguasanta y sus sobrinos. Don Andrés no quiso saber si D’Arbois viajaba en el mismo barco, evento previsible. Cuando ya las velas se veían lejanas sobre el Caribe azul, llegó al puerto, a decirse a sí mismo un adiós necesario. Pocos días más tarde, consumido aún en su dolor, oyó en Caracas la noticia de la muerte de La Griega en medio de una vaga tempestad que hizo pedazos el navío.
Todo aquello lo había recordado en la Grecian, que lo llevaba con los suyos hacia Valparaíso. Seguramente el adiós a La Griega había prefigurado este momento de su vida. Y más seguramente aun, a la sombra de La Griega había vivido, frente al mar, dos momentos de desolación que habían cerrado etapas de su vida, y que ahora se reunían para dar una luz angustiosa a la populosa reunión de sombras que invadía la biblioteca.
Don Andrés Bello se estremeció, y su mano quiso ahuyentar de su mente las memorias. Debía volver a la última revisión de su gran Proyecto de Código Civil. Estoicamente, como quien se hunde en el mar o en el olvido, se sentó a escribir. Los romanos, los españoles, Napoleón. Pero lo que encontró su mano fueron las dos palabras: “Las palomas…” Y como allí seguía todo presente, don Andrés Bello siguió perfeccionando en la tarde invernal de Santiago, aquel día de 1855, esta feliz versión del artículo 621 del Proyecto de Código Civil de la República de Chile:
“Artículo 621. Las palomas que abandonan un palomar y se fijan en otro, se entenderán ocupadas legítimamente por el dueño del segundo, siempre que éste no se haya valido de alguna industria para atraerlas y aquerenciarías.
“En tal caso estará obligado a la indemnización de todo perjuicio, inclusa la restitución de las especies si el dueño la exigiere, y si no la exigiere, a pagarle su precio”1.
Al terminar de escribir, don Andrés miró de nuevo a la ventana, sobre la cual se formaban minúsculas ramificaciones de hielo. La muerte y el mar son los dos grandes indemnizadores. Pero no llenan el vacío con agua ni con tiempo.
Notas
1. Corresponde al artículo 697 del Código Civil Colombiano.
FIN