Casi en el mediodía, el hombre me rociaba de arena, empujando con el pie desnudo. Me volvía, medio dormida, desperezándome a la sombra de la cara inclinada y sonriente. El hombre cambiaba o alteraba un poco, con frecuencia, sus mallas de baño. Pero la aguda cara permanecía igual e incomprensible, sonriéndome. La cara recordaba con intensidad a un animal conocido. Y, al mismo tiempo, siguiendo sin esfuerzo las líneas del rostro había allí una expresión de inteligencia humana y maliciosa.
Solo a fines de abril, lejos, en un otoño destemplado, pude comprender cuán semejante era la cara a la de un fauno pequeño y jovial.
Extendida en la hondonada llena de hierbas, no podía divisar los extremos del hotel y las rocas. La playa se reducía a un triángulo cuyas puntas se clavaban con firmeza en el horizonte.
Una mañana el mar era azul, grave, alzando repentinas olas contra la arena. Las tres muchachas iban paseando por la orilla, despacio. Solo me llegaban las risas, sin concierto, menudas risas líquidas, con la misma música que hacían las aguas al amanecer, en la lejana punta rocosa.
Nada más que a una hora, en el alba, podía escucharse la música. Desde cualquier punto en que me colocara, la sentía acercarse oblicuamente, nerviosa, con el mismo andar soslayado de los caballos de raza que paseaban por la arena en el alba.
Los colores de las mallas de las tres muchachas aparecían, en el sol enfurecido, fríos y extraños. Azul oscuro las de los dos extremos, pantalones azules y camisilla blanca vestía la más alta, que iba a largos pasos entre las amigas, desprendiéndose un trecho, alcanzada en seguida.
Hubiera querido vestir a las muchachas con naranjas y amarillos, rojos violentos. Pero luego descubrí que los graves azules de las mallas y la blancura de la camisilla se correspondían con el mar, en una réplica amistosa que solo muchachas en la mañana podían dar. Las vi, al regreso, pasear por la orilla de diminuta y mansa ola, con el sonido de las risas, manchas de agua y de luz en los pies descalzos, que empujaban e iban formando con los colores de sus trajes.
Desde la carpa del club alemán, próxima e invisible, llegó una voz masculina. Arrulló, alegre y misteriosa, una risa de mujer. Y en seguida entre carcajadas:
—¡No miréis donde el sol no miró!…
Podía imaginarme sola hasta las diez. Por el camino retorcido entre tamarices se acercaban pasos y una voz sajona. Desembocaban a mi derecha y tomaban posesión de su pedazo de playa, clavando una enorme sombrilla de colores. El hombre era rubio o canoso, atlético, con una risa que quería decir: «Lindo, a la mañana, en la playa, el aire y el sol, ¿eh?». Su risa terminaba siempre en pregunta, levemente. La mujer no contestaba. Desnudaba al niño y le azuzaba después para que la persiguiera, gateando. Llevaba pantalones cortos, blancos sobre la malla, y anteojos oscuros. Avanzaba en línea recta hacia el mar, las manos en la espalda. Era visible su fe en el alma del agua. Avanzaba, siempre recta, hasta la orilla para saludar el mar y tributarle alguna cosa.
Una vez el hombre llamó a la mujer de pantalones blancos: «Tuca». Era cercano el mediodía y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando sobre el pedazo desierto de playa.
Cuando llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una rápida mirada. Una nueva y poderosa sabiduría mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les sonreía, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar, a la tercera tentativa, de entre los muertos.
Atrás y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida. Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra venía de cualquier parte.
—¿Dormía?
Yo levantaba entonces la mejilla arenosa para saludar. Todas las tardes, al anochecer había olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvía a conocerla. La risa, alargándole los ojos, prometía revelar la clave del rostro, el signo que permitiría recordarlo siempre.
—¿Cómo se siente hoy?
Yo me sentía siempre bien, aunque un poco menos cuando él se acercaba. Lo veía como a un mensajero de mil cosas que me molestaba recordar. Llegaba siempre el momento en que, estirado, apoyado el cuerpo en los codos, el hombre sonreía a su propio pie en movimiento y murmuraba:
—¿Sabe lo que me dice en la carta de hoy?
—¿Eduardo? ¡Una carta por día! A veces pienso que usted las inventa.
—Si quiere verlas… De lejos, claro. No todo es hablar de usted.
—No. Ni de lejos. ¿Pero no es posible que entienda lo que significa no tener relación con nadie? Hombre o mujer, en ninguna parte del mundo. No hay nada más que la playa y yo.
—Gracias.
—Bah. Usted no existe, como individuo. Está en la playa simplemente.
—Bueno. ¿No piensa escribirle más?
—No puedo. Mire: soy feliz. ¿Qué puedo decirle a Eduardo?
Él hacía una mueca de burla y se callaba. Antes de irse, insistía:
—Claro que Eduardo es inteligente y puede comprenderlo. Pero usted ya está bien. Tendrá que volverse. Si se fabrica complicaciones por adelantado…
Lo despedía moviendo la mano y volvía a echarme.
Recién una mañana en que la sombrilla de colores fue clavada más temprano, pude conocer el secreto de la mujer de los pantaloncitos blancos. Caminaba hacia el mar, como siempre, con las manos unidas en la espalda. Segura de la soledad en aquella hora, se hizo traición: la vi ofrecer al mar las piernas, el movimiento de las piernas en marcha. En cuatro patas, el niño se había detenido y contemplaba inmóvil, con un pequeño y confuso espanto, los pasos de su madre. Comprendí la calidad marina de aquellos pasos, un poco entrecortados, repentinamente veloces, con la marcha disparada de los crustáceos. Suspendidos, en suaves movimientos donde participaba la totalidad de las piernas, como curvas de peces en luz. Acariciando con calma el aire, hasta no ser más que un puro contacto. Y en seguida el mar rodeaba las piernas, trepando, y era allí donde se quebraba con más fuerza, con un ronquido de bestia que reconoce después de olfatear.
Recuerdo que tuve desde entonces un gran cariño por la marcha de aquellas piernas flacas.
Había presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba la playa en las mañanas iluminadas.
Era como si alguno, diestramente, aflojara todas mis ligaduras. Me sentía instalada en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses.
Una embarcación pasaba entre la isla y el horizonte. Oía a un pájaro picotear la madera de un árbol. Aquella mañana, la última, me dijo el hombre:
—Hola. Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita… Sucede que… La carta de hoy…Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se le da plazo para telefonear hasta la una. Puede hacer lo que quiera. ¿Se fijó en las nubes a la izquierda? Tormenta. Lo dice un viejo lobo de mar. Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro de que se va a arrepentir. De todos modos, ya está curada. Día más o menos, tendrá que volver. ¿Entonces? Ya relampaguea del lado del hotel. No le conviene resfriarse.
Se levantó riendo, mirando las nubes que se acercaban. Antes de irse volvió a sonreírme. En la cara, entonces, no tuvo más que una expresión de burla mezquina, un desprecio agresivo. Estaba segura de que iba a telefonear a Eduardo.
Me levanté un poco después, envolviéndome en la bata. Recuerdo haber mirado el cielo oscurecido y, en seguida, la playa. Mi mirada fue sostenida y devuelta por el mar, la orilla húmeda y lisa, la mujer de los pantalones blancos, el niño, los pastos humildes y alargados. Todo aquello, tan antiguo y tercamente puro, todo aquello que me había alimentado con su sustancia, día tras día.
Mientras esperaba la comunicación en la cabina del teléfono, ya en el hotel, oía el ruido de los truenos y los primeros golpes de agua en las vidrieras. La voz de Eduardo empezó a repetir, lejana: «Hola, hola… ¿Quién? Hola…». Detrás de la voz, más allá del rostro que la voz formaba, imaginé percibir el zumbido de la ciudad, el pasado, la pasión, el absurdo de la vida del hombre.
Desde el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha, todo estaba hundido bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro envejecía rápidamente, mientras, sordo y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía a morderme el cuerpo.
FIN