Conseja
El cuplé de la pulguita empezó a labrar la desgracia del buen hospedero. Cada noche la moza se subía más la falda en busca de la mimosa pulguita y crecía el ardor del corralón de la Caleta. En nombre de la moral cristiana, el coadjutor solicitó el desalojo de la cupletista. La moza tuvo que darle la vuelta a la catedral y arrojarse en los brazos de la calle de la Luna. En la casa de los dos zaguanes la recibieron la primera noche, viéndola tan llorosa de cara y arrogante de busto, pero a la mañana siguiente, el padre Caneja ordenó que la cupletista siguiera calle abajo. El empresario se ofreció a buscarle alojamiento en algún sitio respetable hasta conseguir el perdón de la Iglesia. Era garrida la moza, con su falda de compánula y su pata de payesa y aquellas pestañas de muñeca, más diestras en el garrotín que en el volapié.
La Hospedería del Francés estaba destinada a servirle de escenario a un suceso del cual habría de hablar la gente luengos años. La primera atracción del establecimiento era el talante galano del hospedero: un pulido cincuentón con bigote de lechuguino y cierta discreta obesidad cabalgando sobre unas nerviosas piernas de caballista. La piel de su cara conocía todos los frascos de tocador de la peluquería “La Gran Fortuna” y su aliento recogía perfumes de una caja de pastillas con gominas de violetas.
Cuando la cupletista cruzó la cancela de su hospedería, el francés se inclinó ante ella con la serena cortesanía que puede lucir en una ocasión memorable una raza acostumbrada durante toda su historia a bregar con pasiones inmortales. Aquella no era la visita de un ser terrenal largamente estropeado por la malicia de una pulguita trepadora, sino la aparición de un ser ideal, en trato secreto con la diosa del amor. Por unos momentos contempló a la beldad con el deleite propio de un antiguo paseante del Museo del Louvre. La cupletista era una pieza magnífica, y aunque un poco oscurecida por las modas españolas, capaz de convertirse en una gran dama. Con peor talle y pestañas más cortas había llegado a emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo.
El buen hospedero no cejó en las zalemas y postines hasta dejar instalada a su huéspeda en el rincón más umbrío de su hospedería. Los jazmines de una tupida enredadera caían sobre las almohadas de la durmiente y la opacidad de las persianas le permitían a una deidad en refajillo dormir su siesta sin ser perturbada por algún ojillo avieso. Después de colocar en el velador su único florero de cristal tallado, el hospedero bajó a la floristería china del Paseo de la Princesa a comprarle a su huéspeda un ramo de claveles. Esta irrupción novelesca del ramo de claveles en un cuento supuesto a ser verídico, no podría explicársela el lector si no recuerda que la Hospedería del Francés estaba ubicada en la calle de la Luna.
Calle Luna ha sido siempre el reducto lírico de la Plaza Fuerte; calle artesana y fantasmona, con tres casas de murciélagos y dos casas de aparecidos. Hasta hace poco, decían los vecinos de la calle de San Francisco, que a pesar de sus sombrererías de copa, calle de la Luna era una calle chata, buena para puertas de cocheras y portillos de hortelanos y los de la calle del Sol añadían que el humor sublunar solo le sentaba bien a los entresuelos de entretenidas. Cualquier otra calle se hubiera ofendido ante tales menosprecios, mas la genial calle de la Luna no le hacía caso al chismorreo de sus hermanas: ella era la puerta chica de una catedral, y con su gracia de rapaciña había logrado subírsele a las barbas a san Cristóbal.
Cuando los relojeros catalanes lograban ajustar el horario de la plaza, los árabes, con sus ojos de tórtola, levantaban una cuadra entera y se la llevaban en sus hules caravaneros. Las otras cuadras podían entonces dedicarse a sus sedentarios menesteres; la más cercana al atrio se poblaba de beatas jóvenes en busca de novenas de san Antonio; la fronteriza al Consulado de Alemania le abría sus fondas opíparas a los mayorales y muleros que venían tras su caldo de tigre y sus buches de bacalao; la reclinada sobre la Barandilla temblaba bajo el taconeo de los tenientillos del Cuartel de San Francisco; la que se ocultaba del Cuarto de Vigilancia empezaba temprano a aderezar sus trenzas con flores de cañandonga.
Era una calle levantisca y conspirona. En ella tenía el teniente alcalde una jaula de turbamultas y tumbadillos; la teosofía una imprenta; el sánscrito una academia. Los masones habían horadado todas las medianerías, y desde la época de los compontes, en la calle de la Luna, se podía andar lo mismo por la tierra que por el aire. Los zapateros de los sótanos leían el Diccionario filosófico y las Reflexiones de un paseante solitario. Si alguna puñalada inoportuna obligaba al señor juez de Instrucción a penetrar en la calle, empezaban a moverse de balcón a balcón las rechiflas de las cachaquitas:
-Ay, Estefanía, que anoche un hombre se me asomó por la claraboya y me tiró un gato muerto en la cama.
-Tendrás que darle parte a la autoridad.
-Me dijo el escribano que la autoridad no intervendría hasta que me tiraran un gato vivo.
Las más procaces de todas eran las hermanas Pérez Escalante -alcahuetas por detrás y chismosas por delante-, hijas realengas de un sargento español, quien dejó una impresionante historia en la calle del Amor:
-Ay, Ursifinia, ¿qué ven tus ojos que yo no veo?
-Veo, veo, veo: un caballero.
-¿De qué color son sus ojos?
-Color carnero.
-¿Te fijaste si es lampiño?
-No, Paulona, luce una linda barba de mochuelo.
El señor juez de Instrucción alzaba su bastón de olivo con borla de veludillo, en ánimo de romperle la crisma al ovillejo, pero el aira gesto se perdía ante un visillo con corredera. A fin de no seguir comprometiendo su dignidad de magistrado, dejaba el arresto a ojo de guindilla.
Mas, por la noche, la luna se acordaba que aquella era su calle. Un estaño fluido y espejeante tendía su velo fantasmal sobre los techos de teja, los balcones de hierro, los arcos árabes. Había cisternas que recogían en sus aguas la visión agorera de unos cráteres azules tendidos más allá del ensueño. Viejos mitos entrecruzaban sus luces mágicas en los biombos chinos, los cáñamos bíblicos de las luces de aceite, en las panderetas béticas. Arrullos de cinco lenguas pegaban los ojos de los niños con cantos de dragones paternales, huríes de sándalo, puentes de piedra y domos de cobre, selvas negras y cisnes blancos, caballos aderezados y collares estremecidos por la danza. Hacía ha media noche la calle se tornaba cabalística y amorosa. Alguna árabe escultórica, trabajada por la guzla del viento sanjuanero, le prestaba sus ojos enigmáticos a las constelaciones vivas del desierto. Parejas del buen amor caminaban dando tumbos hacia el quemadero de las brujas. En la Hospedería del Francés los lunares de una cupletista parecían dos insectos dorados esperando a que abrieran las rosas de una pasión.
Huéspeda hermosa, mal para la bolsa. La alcoba de la cupletista estaba ahora empapelada con paneles de amorcillos y festones de cornucopias. La huéspeda apenas recordaba ya los tiempos pecaminosos en que había sido cupletista. El francés no cesa en mostrar inequívocas prendas de su adoración. En el paño más poblado de amorcillos del empapelado apareció ese monumental ropero de cedro, con hojas de espejo y cornisa de espigas, sin el cual jamás hubiera podido escribirse la historia de una pasión crepuscular.
La primera noche, al tender la huéspeda sus toscas camisolas de algodón y gruesos refajos de encaje de bolillo, el ropero dio un respingo como si le hubieran maculado sus olorosas entrañas. A punto estaba de morderle la mano a la cupletista, cuando los espejos tomando compasión del sonrojo de la moza, copiaron otros encantos, no por más recatados, menos dignos de la pintura galante. Algún sortilegio hubo de mediar en el lance porque dentro del ropero empezaron a aparecer chapines de raso, enaguas de nansú, manteletas de encajes de Bruselas, gargantillas de lágrimas venecianas. La huéspeda no se podía explicar aquel misterio; registró el ropero de arriba a abajo sin encontrar otro motivo de sobresalto que dos festivas cabezas de fauno repujadas sobre la tapa de un cofre de ónice; pero, aunque no se desprendía de la llave un solo instante, y las cuatro campanitas de la cerradura se oían por toda la casa, el ropero seguía surtiéndose, noche tras noche. Más por superstición que por recato, se abstuvo de usar el milagroso ajuar.
Una noche, sin embargo, la intriga venció su superstición de hembra romera. La intriga la produjo un corsé de raso con varillaje de plumas de faisán y forro de gamuza, sobre el cual se encintaba un almohadoncillo de crin de caballo brindado por veinte yardas de popelina. Cuando asomó al espejo, se sintió morir de placer. Mejor que moza garrida de pechos montaraces y lunares silvestres, parecía una figulina de La Ilustración. Al sentarse en el sofá, tropezó con un francés jadeando cerca de sus rodillas:
-¡Oh!, madame, madame, ¡señora!, permítame poner a sus plantas todo mi corazón de enamorado, mi mano de esposo, mi fortuna.
Las horquillas de plata se hicieron solo para sujetar pensamientos caseros. Ahora la huéspeda es una madamita pulcra y coquetona y su marido la contempla con cierto deleite de profeta. Por las tardes hunde sus chorreras de encaje en el telar o se sumerge en la balzacia, tratando de dorar su ocio de pajarita; a la hora de la cena se despoja de sus largos mitones de encaje, antes de servirle la colación de cebollas con crema de queso, a los cuatro abonados de la hospedería -un profesor de estrategia celeste, un consignatario de pastas italianas, un contable de la Casa Hepp y un prendero filipino.
La Hospedería del Francés estaba viviendo uno de sus momentos más gloriosos. El olor de la mujer bonita camina más que la copla que la alaba, y en la tradición de las plazas artilladas, el run run de las castañuelas se deja sentir sobre el estruendo de la pólvora. Los madrigales y las risas movían una ronda de fraques y brocados dignos de un salón de fin de siglo. Hasta las once de la noche se hacían juegos de mano y epigramas; pero después de las once, los espejos ruborizados tenían que volverse de espaldas.
No hubo de tardar mucho el cierre de la hospedería. El duende de los celos le puso en una oreja al devoto marido que si es bonita la mujer que reparte la sopa, más tentaciones reparte que tronchos de col y tallarines. El mismo duende le susurró en la otra oreja, la necesidad de enrejar toda la casa, instalando en el zaguán una madriguera de murciélagos. La madamita alabó la prudencia de su esposo, por no estar ella muy segura de no haberse excedido en la cuquería, y contrario a lo esperado en un caso como este, le tomó estima a los celos de su marido. Ahora la madamita es una mujer apacible, peinada en trenzas cándidas, una mujer hacendosa que ayuda a su marido a contar las onzas de oro de la arquilla. Más por precaución que por incuria, tomaba largos baños de sales aromáticas, temerosa de aquel extraño picor arrebujado en su fama de cupletista. Demás está decir que cuanta pulga penetró en aquella cárcel de amor, murió ahogada.
Hombres maduros, con mozas garridas amarradas a la pata de la cama, había muchos en la Plaza Fuerte, pero ninguno de ellos tenía la cara resplandeciente del francés. Los vecinos de la calle de la Luna acabaron por aceptar la habilidad del hospedero en eso de poner a caminar unas chanclas de glasé en un remolino de hojas otoñales, y casi llegaron a olvidarse del matrimonio. No obstante, una madrugada se escuchó un gemido monstruoso en la Hospedería del Francés; pocos segundos después se escuchó un gemido más prolongado; otros segundos más y el francés, con todos los hiladillos de su calzón interior desatados, corrió como un loco hacia el Cuarto de Vigilancia. La calle entera corrió detrás de él, sin una sola conjetura dándole alas al asunto. Si había pasado, nadie lo sabía.
Lo que había pasado era un lance bastante vulgar, mas como de lo vulgar no vive el cuento, yo estoy en la obligación de adonarlo todo con flores de maravilla: La madamita había desaparecido; había desaparecido además la arquilla de las doblas, aunque todo parecía obra del mismo maleficio. La llave de la entrada seguía en la faltriquera del marido, los murciélagos dormitando en su madriguera de cal, ningún vecino la había visto volar por los aires, pero la damita había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. El último lance no hubiera llegado a formar expediente, si la desaparición no hubiese sucedido en la calle de la Luna, una calle aspavientosa, acostumbrada al milagro y a la hipérbole, una calle imaginera en la cual el tenebrismo español se sentía revitalizado por la fantasía árabe, la superstición italiana y el romanticismo alemán.
El registro vecindatario empezó en la misma madrugada de formularse la querella. El Cuarto de Vigilancia tenía por obligación no despegar sus ojos en la tierra, y en la desaparición de una mujer hermosa con la arquilla de oro de su marido, no podía ver cosa alguna más arriba de la ceja. Por tratarse de una dama con unos curiosos antecedentes de cupletista y mujer honesta, el registro le fue encomendado al famoso agente Pedrito Lacusta, hombre beato de ojo bilioso y nariz de ventosa, cuyo lóbrego celo en favor de las costumbres cristianas era temido por todas las hembras livianas de la plaza. La rudeza del registro por poco produce un levantamiento civil.
Cuando los vecinos de la calle de la Luna fueron sacados a empellones de sus camas y camastros, los catalanes protestaron en catalán, los árabes chillaron en árabe, los italianos gorjearon en italiano, los chinos trinaron en chino, los alemanes amenazaron con volar la plaza, las realengas insultaron en romance y los cocheros restallaron por los aires sus decires de chalanería. El agente Pedrito Lacusta recogió el repertorio de insultos más copiosos que recuerda la historia de la colonización, pero dejó cernidas hasta las letrinas.
La cara del francés era la cara de marido más cándida registrada en el índice de la Cédula de Gracias, mas el rigor del expediente exigía descartar la posibilidad de un barba azul, con una mujer descuartizada en cada ropero. Durante el registro vecindatario, el francés tuvo que sufrir el martirio de contemplar las amadas prendas de vestir de su cupletista descosidas hasta en sus hilvanes más ignotos; las losas canarias de su casa desempotradas una tras otra; las paredes figadas ladrillo por ladrillo. Cada cinco minutos, las malhumoradas campanitas del ropero anunciaban una nueva sospecha policial. A pesar de la ferocidad desplegada, el agente Pedrito Lacusta hubo de informarle al teniente fiscal de la Real Audiencia que aun tratándose de una hembra harto olorosa, no había rastro de su perfume ni en las carboneras de la plaza, y en el escenario mágico de la desaparición no había la más leve señal de violencia.
El resultado mezquino de la instrucción le puso los pelos de punta al Cuarto de Seguridad. ¿Cómo le había sido posible a una mujer escapar de una ciudad murada sin las autoridades civiles encontrar siquiera una punta de la escala de seda? El cambio de jurisdicción trajo nuevas sospechas y más escrupulosas indagaciones. Desde el último levantamiento militar, las guarniciones de las puertas de la ciudad recordaban las caras de todos los vecinos que entraron y salieron de la plaza, fueran de Lares o de Laredo, pero ninguna de ellas resultó ser cara de cupletista. La búsqueda en el litoral marino solo devolvió una admirable gata marina y unas cuantas guabinas mañosas. El capitán del puerto envió su palabra de honor que por sus aguas no había surcado ningún bergantín velero, en cuyos mástiles hubiera podido posarse una grulla.
El último en preocuparse fue el Cuarto Militar. Los tiempos no eran de los más felices para que circulara la fantástica noticia de esta evasión. Los ingenieros militares se metieron debajo de los castillos fortificados a huronear cualquier hendidura por donde hubiera podido rastrear una lagarta; los zapadores de la reina, portando hachones de tabonuco, cubrieron la red entera de los túneles y los fosos interiores, buscando el rastro de una babucha de terciopelo; los paleros de los hornos militares no encontraron una sola pestaña de mujer en los abastecimientos; en los polvorines no había una sola gota de polvo que hubiera podido derramarse de la polvera de una dama. Por orden del señor obispo se miró debajo de las camas, hasta en el Convento de las Carmelitas. Todo inútil.
Los vecinos de la calle de la Luna sabían que la cupletista no era la primera persona, ni sería la última, en desaparecer de la Plaza Fuerte. Hacía muchos años no se habían visto volando por el cielo de la provincia aquellas águilas andinas, que según la gente antigua, se robaban las hijas de los caciques de Boriquén. Fugas de presos políticos, raptos de doncellas a golpe de remo, puñaladas de maridos celosos sepultadas en las letrinas, ejecuciones secretas de mambises y cipayos, había muchas en la conseja popular. Mas detrás de ellas, el vecino curioso podía husmear algo antes de aparecer la bola de azufre. El caso de la madamita era un chiringa sin rabo dando tumbos en el recelo popular. La cupletista era una mujer española, incapaz de andar en trujimanes con libertadores o sublevados, y el último prendero que había tratado de robarse la mujer de un Quiñones había muerto en un perfecto cruce de sable. El marido seguía afirmando, y con él la calle entera, que su mujer era una dama honesta a la cual él amaba tiernamente. El señor cónsul de Francia empezaba a mostrar su impaciencia y la nota diplomática andaba en busca de una valija de corcho.
El francés entró en melancolía y los vecinos de la calle de la Luna decidieron encontrarle la mujer al francés aunque tuvieran que retar a las autoridades. Los primeros en apalabrarse fueron los cocheros y los muleros.
-¡Ay, Andrés, bendito!, nuestro vecino el francés ha perdido su mujer y nadie sabe dónde ha ido a parar su pajarita.
-Tendré un ojo puesto en el camino y otro en la mujer del vecino.
-Cuanta mujer bien apechugada, y con un lunar junto a la boca, encuentres en el camino, manda recado con el primer coche que te cruce.
Los trovadores de la calle empezaron a encordar el suceso para conocimiento de arisquillas y avispados:
En la calle de la Luna
se ha perdido una mujer
y por su suerte infortuna
se está muriendo un francés.
Los segundos en apalabrarse fueron los tres guapos de la calle, Santos Lamuerte, Maximino Lachanga y Mauleco Manosanta, comprometiéndose a registrar algunas cuevas donde no podían entrar los agentes de la vigilancia ni con cota de malla. En el dormitorio solo para varones de Tana Sánchez, un tuerto le sopló a Mauleco Manosanta haber visto entrar en el matadero de palomas de las hermanas Salcedo una dama de mucho velo, bastante pechugona, quien allí iba tras los contrabandistas de Curazao, cuando estos se reunían a jugar baraja con los soplones de la Aduana. De un tranco, Mauleco Manosanta le arrancó el velo a la velada; era una máscara de albayalde con dientes amarillos, quien malentendiendo el ardor del matón, se quedó temblando de amoroso espanto.
El precarista de la Cueva del Chino le informó a Santos Lamuerte haber visto salir por la Puerta de San Juan, camino de La Puntilla, una mujer sola; y aunque se tapaba bastante la cara, el precarista le pudo ver una chorrera de rizos de tenacillas. Aquella noche todas las mujeres honestas de La Puntilla, y aun las meritorias, tuvieron que enseñarle el rabo de la trenza a Santos Lamuerte pero todas podían dar razón de sus malquerencias de casadas o de su tedio de soltería. El cabo de varas de la disciplinatoria de la calle del Cristo, le susurró a Máximo Lachanga que en el único sitio donde podría ocultarse una mujer bonita sin ser molestada por la fama, era en la cripta de la Capilla de San Francisco. Con una vela de cera encendida dentro de la boca, Maximino Lachanga bajó aquella noche hasta el cementerio privado de la Primera Orden Franciscana. Solo el arpa de un angelito de piedra, arrullaba el sueño de los monseñores.
Los tres guapos hicieron un registro siniestro por cuanta casa de aparecidos, cloaca de trasgos, manglar de pulpos, poza de congrios, varadero de tiburones, pudiera esconder un cuerpo vivo o muerto, pero en ninguna parte encontraron la mujer del francés.
Los cocheros, por todos los pueblos de su ruta, le habían pasado la voz a los mozos de coz, los mozos de coz a los mozos de hoz, los mozos de hoz a los mozos de haz, pero la búsqueda no progresaba. Por su parte los copleros habían dejado noticia lírica del suceso entre los bobos de las plazas, los bobos de las plazas entre los discretos de las esquinas; los discretos de las esquinas entre los sabios de los atrios y los sabios de los atrios entre los chismosos de los casinos, y aunque la cadena no se había roto en toda la provincia, nadie sabía nada de la mujer del francés. Todas las diligencias humanas se habían cumplido; sin embargo, las cachaquitas de la calle de la Luna seguían frenéticas.
-Ay Martina, ¿apareció la madamita del pobre francés?
-No, Sunchita, ni aparecerá. ¿Quién es el gato que mejor carne logra en la gatería?
-El que tenga el bigote más largo.
-A lo mejor la cupletista aparece debajo de la cama del capitán general -por consejo de los oidores de la Real Audiencia, el capitán general dio un baile en el Palacio de Santa Catalina, incitando a las mujeres de mayor respeto en la plaza a mirar debajo de las camas.
Era indudable que los vecinos de la Plaza Fuerte no tenían sus calambres predispuestos en favor de otra muerte sobrenatural. Hacía siglos que el diablo había salido mal con los españoles. Tirarle de la oreja al diablo ha sido siempre pasatiempo patriarcal y ameno de criollos y peninsulares. Sin embargo, los augurios eran que en la muerte de la madamita no habían intervenido los ángeles sino los diablos de la plaza; que se trataba de una de esas muertes oscuras, coladas por el hueco de una noche cabalística, para obligar a los mortales a respetar el brujadario y el humor maligno de Capricornio.
Hostigado por la incredulidad de los contertulianos de la caleta de la Catedral, el agente Pedrito Lacusta admitió la sobrenaturalidad del móvil. En una calle donde vivían tantos masones no resultaba extraordinario un acto de hechicería. El agente aceptó haber olisqueado en el último corsé de la desaparecida, cierta fragancia, que más parecía de flor de duende, que de bergamota. Además encontró en la alcoba de la madamita una luz de aceite a medio consumir. Pedrito Lacusta afirmaba haber leído en los libros negros, que basta depositar en la oreja de una mujer honesta una gota de aceite que haya alumbrado la media noche, para que aquella desaparezca de su casa. Aun cuando la ciencia atesorada por el caletre de un agente no satisfaga las creencias de marisabidillas y bachilleres, si el agente además resulta un beato virtuoso, su palabra goza de cierto favor capaz de alborotar cualquier alma cándida colgada en el armario.
El día que los vecinos de la Plaza Fuerte hubieron de descartar la última probabilidad de una fuga de amantes o un rapto de lujuriantes, el terror se apoderó de la plaza. En el fondo de cada zaguán apareció una cruz de madera y en los pretiles de las azoteas una cruz de hierro. El señor obispo pudo prohibir las novenas de expurgación, mas no pudo detener los exorcismos privados. Las mujeres honestas dormían con orejeras de cuero y los maridos celosos con unos sables capaces de partir un diablo en dos mitades, aunque viniera disfrazado de holandés, inglés o bucanero. Las beatas pasaban frente a la Hospedería del Francés prendiéndose lazos amarillos en el pecho.
La calle que parecía más inmune al terror urbano era la propia calle del sortilegio. Pasadas las ánimas, los vecinos de la calle venían a platicar con el francés como si nada hubiera sucedido. Una vecina con mucha experiencia en consolación de viudos, Lucía Pacheco por más señas, atendía a las vendas y al baño de purrón y Manuela Gracián, tenía los fraques del hospedero tan aplanchados como si hubieran cuarenta francesas pegadas al anafre. La comida del viudo se adobaba en la vinatería de Paco Trilla, menos la trufa de pato con conejo confeccionada por las manos elegantes de su consulesa.
Cada día el francés estaba más alicaído; con el bigote nublado, la barriga sin fajín y la piel con cascarilla de santo, se pasaba horas enteras sumido en una misteriosa pesadumbre. Pronto hubo de llegar el momento cuando el francés no podía moverse de la cama. Veinte pechugas de palomas nadaron en el último sopicaldo que probaron sus labios; treinta palanganas aromáticas trataron en vano de desalojar de su cabeza el espejismo de la muerte. El francés tenía que morir, y morir de amor, dentro de la mejor tradición de su hermosa raza, porque así lo exigía esa literatura romántica aposada en los fosos de las plazas artilladas.
Cundo se supo la noticia de su muerte, la calle entera se cubrió la cabeza con un manto negro, como si toda ella se hubiera quedado viuda. Durante toda la noche, los incensaristas de la Catedral envolvieron la calle en densas volutas de humo santo. Barbudos cejijuntos con hombreras de mayorales y pedernalillos de yescas, ateos macilentos con ojeras eruditas, golillas con carpetas de hule y miel de oblea, glosaban las malaventuras que suelen rodear la pasión del hombre.
-Vale más mesonera con legañas que infanzona con guadaña.
-No hay amor que dure diez años ni boca que después lo cuente.
-Con las trenzas de las bonicas se tejen sudarios.
La muerte sobrenatural es un regalo exquisito del terror que solo puede aprovechar aquel acostumbrado a mirar a través de las paredes. Indudable era que el agente Pedrito Lacusta no tenía mucha experiencia en la brega con los complejos poéticos de una muerte sobrenatural; tampoco la tenían los otros vecinos de la Plaza Fuerte al pensar, que después del rey, el único llamado a tocar en la puerta de un matrimonio bien avenido, era el diablo; tampoco mostraron buen juicio los vecinos de la calle de la Luna, tal vez impresionados por la aparatosa martingala instalada en torno al caso, aunque para ellos lo que había sucedido era una experiencia casi cotidiana.
La madamita del francés fue obligada a irse a otro mundo, un mundo más chico pero más sabroso, poblado por unos seres sutiles de un refinado humor; unos seres con una mitología de bolsillo, una épica casi desconocida, una ontología aún sin explorar; entrometidos en la vida sensata como asteriscos de un misterio creacional. Por eso a nadie ha debido extrañar que a lomo de pulga caminara hacia una tembladera celeste la madamita del francés.
FIN
Emilio S. Belaval. Narrador, ensayista, dramaturgo y jurista puertorriqueño, nacido en 1903 y fallecido en 1972. Famoso, sobre todo, por su maestría en el difícil género de la narrativa breve, es autor de unos extraordinarios relatos que sentaron las bases de la moderna prosa cuentística antillana y abrieron numerosas posibilidades estéticas a varias generaciones de narradores contemporáneos.