Cien años de aire

Poesía: Foto por Aaron Burden en Unsplash
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“Si j’étais colombien, je dirais: Rendez nous cent ans d’air et nous vivrons longtemps”. (El comerciante Lefebvre, citado por el general Francisco de Paula Santander, en su Diario de viaje por Europa 1829-1832)

I

Los sueños tienen una materia especial, que se proyecta sin saber cómo sobre la vida. No quiero hablar de su interpretación científica, sino de su proyección vital, o por mejor decirlo, mágica.

Recuerdo haber soñado una vez con una playa, en donde yacía el cadáver de un hombre joven, sonriente, en torno al cual danzaban unas jóvenes, casi adolescentes. La clave del sueño estaba en la sonrisa, que atestiguaba que el hombre no estaba muerto. Así, la clave oculta del sueño está en el accidente remoto, en lo que en apariencia es menos considerable. Como, por otra parte, todas las claves de la vida.

Son tal vez más graves los sueños que se hacen cuando se está despierto. Cuando un amigo murió en un accidente, y yo regresaba apresurado y dolorido a la ciudad, tuve despierto el sueño de que iba a recibir una carta suya: y la carta me esperaba en mi casa, viva, lo único vivo que quedaba de él.

Pero aún más, hay hechos que no son sueños, que han ocurrido, y sin embargo la gente en torno cree y opina que son sueños, y los hace con ello refugiarse en lo hondo de la memoria, para no atreverse a ser contados.

II

Cada uno tiene sus personajes propios. Unos son reales, si ser real es haber vivido en la historia. Otros, imaginarios, que viven en una novela, en una leyenda, en un poema. Otros no viven sino en la propia conciencia, y están hechos escasamente de los propios temores y amores, de las simpatías y los odios. En cada persona, esa fauna humana tiene sorpresas y contradicciones. A través de los personajes, pueden reconstruirse y hacerse historias. Lo extraño es lo que pasa a veces, cuando se reúnen unos personajes y surge una historia. Esto puede ser, por ejemplo, una novela. O puede ser un sueño. O puede ser, también, el descubrimiento de un hecho que históricamente sucedió hace mucho tiempo, pero que ha permanecido totalmente oculto en el olvido, hasta que lo revela, con la ayuda de circunstancias exteriores, la coexistencia de esos dos personajes en el espíritu de una persona.

III

Personalmente tengo muchos personajes adquiridos. Contrapuestos, contradictorios, disímiles. Todos, sin embargo, con algún extremo de contacto, conmigo y entre sí. La adquisición de ellos depende exclusivamente del trabajo personal del espíritu. Por ello se ven unos forzados a coexistir, y otros siguen luchando permanentemente en una guerra que es esa misma guerra de dos almas de que hablaba Goethe en el Fausto.

Este proceso del Fausto se cumple igual en todos los hombres. Solo depende de la grandeza el que haya una memoria más viva que las otras, y que por ello trace un patrón especial.

Cuando Carlos XII de Suecia tomó él mismo la corona y se la puso en su cabeza, al ser consagrado rey, trazó un gesto orgulloso. Pero cuando Napoleón toma la corona de las manos del Papa al ser consagrado Emperador, y la pone él mismo en sus sienes, magnifica el gesto, lo absorbe, lo hace suyo, borra casi el gesto anterior. Y el personaje que por este gesto puede incorporarse, es él.

Hay dos personajes que yo adquirí hace tiempo: El uno, es un personaje histórico, la representación de una línea de pensamiento liberal, de un equilibrio jurídico, de una actitud seca, ausente de la imaginación. La encarnación de los Derechos del Hombre como norma de conducta, no como ideal. Un estadista frío, un hombre sereno; no fue nunca el caudillo romántico sino la expresión de la sequedad inglesa aplicada a la guerra romántica de la Independencia. Su grandeza era entender la grandeza de la ley, era su concepción del Estado de derecho como aire vital, como medio normal de la existencia. De una mente así, solo podía desprenderse un hombre noble, patriarcal, directo, sin la imaginación de las traiciones. Ese hombre se llamó Francisco de Paula Santander, e hizo el Estado colombiano a su imagen y semejanza, tomándolo de la independencia palpitante que puso en sus manos el genio de Bolívar.

Era el hombre inflexible que no admitía matices en las aplicaciones de la ley, como tampoco en la dignidad. Cuando una noche llegó con Bolívar al teatro, en Bogotá, y fue avisado al entrar de que habría un atentado contra el Libertador, en la entrada misma Santander le cubrió con su cuerpo y su capa, para defenderle de las balas homicidas. La imagen que de él nos queda, salvo esos breves relámpagos, es la del hombre oficial, el estadista, con una amarga y cerrada reserva de su vida interior. Es uno de los hombres que más profundamente clausuró su vida íntima para la posteridad. En su mismo Diario de viaje por Europa solo se distinguen raros aletazos de vida íntima. Aún por el suramericano que hacía el grand tour en medio de la adversidad, que encontraba el rastro de otros grandes, Europa es mirada tan objetiva y fríamente, que en ocasiones el lector se desespera por encontrar el resquicio favorable que le dé oportunidad de romper el hermetismo.

Es el antirromántico: estuvo en el Teatro Francés, viendo el estreno de Hernani. Presenció el amanecer del esplendor romántico, la Batalla de Hernani, y el ascenso de Víctor Hugo a la esfera de los semidioses. Pero apenas da el siguiente resumen:

“Estuve en el Teatro Francés a ver la representación de Hernani, obra Romántica de Víctor Hugo en oposición al género clásico; el Teatro es grande y hermoso pero más pequeño que el de la Academia, no hay orquesta alguna. La pieza fue aplaudida y silbada. Los actores fueron muy aplaudidos. Este es el teatro donde han brillado Moliere y Taima y donde Racine, Corneille y Shakespeare han hecho admirar sus tragedias”.

A veces el general rompe levemente la reserva para recoger datos sobre su aspecto personal: “París 21 viernes. Hoy conocí donde Santamaría al señor Martín Villamil. Es un hombre rico, de talento y gran sectario del sistema de Gall. Me dijo que yo tenía la fisonomía de Napoleón, que mis órganos del cerebro indicaban que tenía mucha circunspección, memoria de localidades, carácter, pero no memoria de voces… También me dijo que tenía el órgano de talento de general como el Duque de Wellington”.

En Tirlemont (enero 9 de 1830): “Aquí posamos en el Hotel de la Planète. El dueño de la posada después de dos horas de estar en el comedor, me dijo que si alguna persona me había hecho la observación de que yo tenía alguna semejanza a Napoleón, le contesté que sí, que alguna señora en Altona me había dicho lo mismo. Él entonces repuso que ciertamente tenía bastante semejanza, a lo cual le dije que aunque Napoleón había sido un hombre desgraciado, me honraba de tener alguna semejanza en la figura a quien bajo muchos respectos había merecido el título de grande”.

En París, el 9 de marzo de 1830, invitado a una soirée en casa de Lafayette: “Noté mucha curiosidad hacia mí, como que varios señores me rodeaban a oírme y verme sin hablarme de nada”. Y el 2 de junio anota en su Diario: “Fui a comer a la Chaumière du Mont Parnasse, donde me convidó el negociante Vaur; éramos 12 convidados: Un general francés, un general de Haití, un oficial de la guardia que estuvo en España en el ejército francés en 1823 y después en Grecia, y algunos negociantes. La mesa estuvo muy alegre y animada: cantaron, gritaron y se divirtieron grandemente; el oficial de la guardia real que habla un poco español cantó boleros y canciones patrióticas de España contra Napoleón. Un negociante, Lefebvre, hizo de mi apellido este calambur (sic) o equívoco que es menester pronunciar para comprenderlo: ‘Si j’etais colombien je dirais: Rendez nous cent ans d’air et nous vivrons longtemps”.

Al lado de este personaje hermético (o después, porque yo le conocí años más tarde), está Monsieur Henry Beyle, Stendhal. Le conocí un día en que me acompañó desde la entrada de La Cartuja de Parma, a dar el paseo alucinante de una batalla de Waterloo que nada tenía que ver con las de los textos de historia, porque era mucho más verdadera, mucho más viva y más cercana. Le conocí en las páginas impecables de ese libro, el más hermoso para mí de los suyos; hay entre los stendhalianos sectarismo de La Cartuja y del Rojo y Negro. Mi sectarismo es el de La Cartuja, la novela más perfecta que he leído; novela, ballet, comedia, historia. Aunque las tentaciones del Rojo y Negro, o de las Crónicas Italianas, hagan a veces titubear.

Stendhal era el personaje contrario. Metido en la vida transparente, iba amasándola día a día en su obra, a tal punto que las dos se confunden, y hay más de su vida en su obra. Sabemos casi todo de su espíritu y de su vida, a través de la minuciosidad del Diario, a través de los espejos de sus novelas, colocados al lado del camino, sí, pero a través de su propio ser.

Murió el 23 de marzo de 1842. En 1841, había escrito: “Je trouve qu’il n’y a pas de ridicule à mourir dans la rue quand on ne le fait pas exprés”1.

Tuvo en su vida un matiz de perseguido. Siempre, en su correspondencia, firmaba con otros nombres, introducía frases y personajes propicios para desorientar. En los salones se murmuraba de sus actitudes antigobiernistas. Y él pensó siempre que la policía se ocupaba de su persona, como aprendió a pensarlo en Italia. Se dice que amaba la lectura del Código Civil de Napoleón, para dar precisión y sequedad a su prosa, en la cual puede haber giros y formas descuidados pero no hay jamás una palabra sobrante. Fue, aparentemente, un enamorado siempre torturado y de poca fortuna. “Tengo —decía— un desdichado talento para comunicar mis gustos; a menudo, al hablar a mis amigos de mis amantes, los he enamorado de ellas, o lo que es aún peor, he hecho enamorar a mi amante del amigo a quien yo quería realmente”2

Hay quien dice que ni amó en verdad ni fue en verdad amado. No obstante, la penetración más grande del amor en el siglo pasado, se debe a su pluma. Tuvo siempre que construir el amor; no lo halló ya hecho y listo a sus ataques como el Vizconde de Chateaubriand. Por eso conoce tan profundamente sus asperezas, sus veleidades, sus desilusiones, y traza de sus escolleras una carta tan profunda y detallada que es, en ocasiones, engañosa.

Stendhal regresa a Francia en 1828; llega a París el 29 de enero, y permanece hasta el 8 de septiembre de 1829. Ese día parte para un viaje por el Mediodía de Francia, en el cual nace la idea de Rojo y Negro. Acaban de aparecer las Promenades dans Rome, y aparece en diciembre Vanina Vanini. Al finalizar noviembre de 1829, regresa a París, donde permanece hasta el 6 de noviembre de 1830. Durante aquel transcurso, pasa la sombra adorable de Alberta de Rubempré, Madame Azur.

El General Santander llega a París el 17 de febrero de 1830, y se hospeda en el Hotel Boston, Rue Vivienne. El 24 se traslada al Hotel de Berlín, Rue des Frondeurs. El 28 entra al Jardín de las Tullerías, “donde estarían reunidas en paseo más de cien mil almas de todo sexo”. Pero no hay un nombre de mujer distinto del de aquella que esperaba en su lejano país, y que tímidamente, en inicial, en abreviatura, se asoma en todo el libro.

En la misma época, el errante de Italia y el desterrado de América estuvieron en París. Sus salones fueron los mismos. En la Europa de comienzos del siglo XIX, aún calientes las cenizas del Imperio, acabada de surgir del estremecimiento napoleónico, venida en silla de posta a los albores de la Revolución Industrial y al panorama de los Estados Nacionales, llegaba de América al exilio alguien que muchos de los que recordaban al Emperador presumían como uno de ellos, y lo aceptaban como tal, con su nimbo de tierras lejanas. Las puertas se abrían: Lafayette, Chateaubriand, los embajadores de otros países. La vida se desliza mansamente, entre obras de arte y primavera blanda. Las inquietudes de la lejana Colombia están dormidas y, sin embargo, siempre subsiste el oído del alma vigilante. El esplendor y la pompa de la Restauración se ven a veces fatigados por oscuras sombras de nostalgia, por las memorias de la épica imperial.

IV

Hace años tuve una enfermedad grave. Me sometí a una intervención quirúrgica, y después una más se hizo necesaria, en circunstancias de riesgo. Los traumatismos, y mi salud quebrantada, me debilitaron grandemente. En los días de la convalecencia cayó en mis manos el suplemento literario de un periódico de Bogotá, en el cual encontré una página que me interesó especialmente. Tanto, que recuerdo incluso la forma en que la página estaba armada, y que tenía en su centro una fotografía del medallón que el escultor David d’Angers hizo del General Santander, cuando éste estuvo en París. La página contenía textos del General; algunas cartas, y fragmentos del Diario de su estadía en Europa, que iba a ser editado posteriormente.

A la derecha, y un poco abajo del retrato del medallón, aparecía el fragmento que me pareció de mayor interés, porque reunía a mis dos personajes. Se trataba de la visita que por primera vez hizo Santander al escultor David d’Angers. Su texto inicial era el mismo que luego encontré en la edición del Diario y por eso lo copio:

“5, viernes (marzo 1830)—… Visitamos los Acostas, Santamaría, el General Morán y yo, el taller del famoso escultor David, miembro del Instituto; estaba concluyendo la estatua de cuerpo entero del General Foy; vimos las del Obispo Grégoire, de Fenelón, de Lafayette, de Gohier, de Rossini y otras. El trabajo estatuario empieza en barro, luego en yeso y después en mármol. David me hizo mil cumplimientos diciéndome que haría mi estatua porque se complacía en trabajar las de los grandes hombres”.

En el periódico que yo leí, continuaba el texto con mayores detalles de la visita. Tengo que reconstruirlo de memoria, y según recuerdo, era así:

“Tuvimos que esperar al estatuario casi tres horas. Pero la espera fue agradable, pues le esperaba también un señor llamado Henry Beyle, de una maravillosa simpatía, que reía en ocasiones sonoramente, y que nos habló mucho de Italia y nos preguntó, con profundo interés, sobre Colombia y nuestra guerra de Independencia. Eso hizo perder la monotonía. Mientras tanto, mirábamos el taller de David, que parecía un bosque de estatuas inconclusas entre las paredes verde-oscuras, una de ellas con una gran claraboya por donde daba el sol sobre la estatua en que estaba trabajando”.

Tengo la absoluta seguridad de haberlo leído. Recuerdo también haber guardado la hoja del periódico en un rincón de la biblioteca. Nunca pude luego encontrarla. Días después hablé con el propietario del periódico y le referí el hallazgo, que le interesó sobremanera. Lo hice luego a un sacerdote historiador, quien también se interesó de modo especial. Un día pensé que valía la pena precisar el dato, para escribir un apunte sobre el encuentro. No encontré la hoja del periódico, y me dirigí a la colección, en la cual hallé, en distintas fechas, cercanas a los días en que leí ese texto, varias publicaciones del compilador del Diario, con textos de aquel y de cartas contemporáneas. Pero en ninguna de ellas estaba el párrafo desaparecido. No obstante, insistí, y un amigo hizo una revisión todavía más cuidadosa de la colección del periódico, en un período más extenso. Nada apareció, pese a que en el lapso se había hecho una abundante suma de publicaciones sobre el General. Fui luego a París, sin que allí fuese posible establecer nada de la vaguedad de un posible encuentro. Al regresar, insistí en mi búsqueda. En esos días apareció publicado el Diario3. Lo leí y lo revisé cuidadosamente. El texto comprendía la primera parte transcrita, pero no el relato de la entrevista con Stendhal. Pensé entonces que podía ser del texto de alguna carta no publicada, aunque en el prólogo se señalaba la curiosa circunstancia de que Stendhal y Santander no se hubiesen encontrado4.

Entré en contacto con Rafael Martínez Briceño, autor de la edición, minuciosamente anotada. Me invitó a su casa, donde pude ver, cuidadosamente coleccionados, los cuadernos originales del Diario, y revisar la anotación correspondiente al 5 de marzo de 1830, y las demás relacionadas con el escultor David d’Angers. Martínez Briceño me preguntó el interés de mi búsqueda, y me dijo, ante un ejemplar del Diario recién publicado, en el cual no se hallaba ningún rastro: “—A mí me sorprendió que no se hubiesen encontrado. Busqué mucho en la correspondencia, en cada una de las cartas del General, con las cuales se hará un segundo volumen. Indagué en las biografías de Stendhal. En los documentos. No hubo encuentro, a pesar de que ambos hombres se movieron en la misma esfera, y hubo contactos de ellos con gentes que los conocían a los dos. En el prólogo del Diario, yo señalo este hecho curioso. Porque no pude hallar evidencia alguna de que hubiesen estado juntos”.

Me quedé en silencio. No podía yo contradecir al historiador serio y discreto, que acababa de concluir un trabajo de años sobre el Diario, y que me mostraba una a una las cartas correspondientes a la misma época. Allí estaba la vida europea del General, con pruebas fehacientes, con documentos. Yo no tenía sino un recuerdo visual, impresionante por su precisión, por la convicción que me daba.

Al referir el hecho a una amiga, me dijo: “—Lo soñaste”.— Fue ese el primer día en que pensé que podía haber sido un sueño. Acaso, perdido entre las brumas de mi enfermedad, lo imaginé. En esos días leía a trechos Roma, Nápoles y Florencia, y me encontraba cerca de los dos. Coincidencialmente, aparecieron en ese tiempo varias publicaciones sobre el General. Cuando vino a Bogotá Jorge Luis Borges, le relaté el caso, y me dijo: “—Así tiene su propia realidad. Si en verdad hubiera usted hallado la comprobación tipográfica que buscaba, el sueño se habría destruido, habría sido falso”.

Anoté entonces, al descubrir la trama del sueño:

“Es un sueño de una persuasión absoluta; yo estoy convencido de que se trata de una realidad. Yo leí ese texto. Mejor aún: Santander estuvo hablando con Stendhal en casa de David. Es decir, con Beyle, un hombre simpático, agradable, brillante, conocedor de Italia, lo que añadía un interés más a su conversación, para el viajero latinoamericano. Estuvo casualmente, según lo denota ese rastro perdido que ya ahora no puedo seguir ni dentro de mí mismo. Una nota más: Yo había guardado la hoja del periódico en un rincón de mi biblioteca. Y ha desaparecido”.

Esta es la historia de la búsqueda de un hecho que tuvo lugar —lo sé— hace ciento treinta y cinco años, en el estudio del estatuario David. En el Diario de Santander, ya publicado, no aparece el registro de ese encuentro que leí; tampoco en el de Stendhal, que termina años antes. Sin embargo, el hecho vive, ha surgido de nuevo, misteriosamente revivido. Posiblemente buscaba desde entonces un modo de expresión, una reproducción a través de los caminos ignorados de la mente humana. Y así se hizo esa hoja de periódico desaparecida, en la cual se contuvo ese relato, que escribo ahora para que se conserve, como una adición ahistórica a la historia.

Cuando Schopenhauer conoció al General, anotó en la hoja final del Oráculo Manual de Gracián: “Nadie se escarmienta en cabeza ajena: me lo ha dicho el General Santander”. Al General le prestaban los ojos europeos una cabeza napoleónica. Que era, sin embargo, una cabeza criolla, que había servido para soportar erguida el exilio, después de crear las bases de un Estado de Latinoamérica.

Y así, en cabeza propia, he vivido una investigación imposible e inútil. La persecución de un rastro que estaba en mí mismo. Lo perseguí en las diligencias, a través de las posadas, al relevo de los caballos de posta; en las calles antiguas de Santa Fe, y en las del París postnapoleónico. En las páginas de los periódicos, y en los libros que podían dar una aproximación de los personajes. Que, como personajes míos, solamente me la podían dar al reunirse y confrontarse en mi espíritu. Y me la han dado. Me han dado la mayor certidumbre de que la historia se reescribe día a día. Que cada uno la reescribe, a través de esa memoria indescriptible que permite al hombre, tal vez en un solo momento de su vida, estar en una época distinta de la propia, acaso porque necesita no estar solo.

Notas

1.“Encuentro que no es ridículo morir en la calle cuando no se hace a propósito”

2. “J’ai un talent malheureux pour communiquer mes goûts; souvent, en parlant de mes maîtresses a mes amis, je les ai rendu amoureux, ou, ce qui est bien pis, j’ai rendu ma maîtresse amoureuse de l’ami que j’aimais réellmeni… (Citado por André Billy, Ce cher Stendhal… París, Flammarion, 1958, p. 201).

3. Diario del General Francisco de Paula Santander en Europa y los E. E. U. U.., 1829-1832. Bogotá, Edit. Banco de la República, 1963. Transcripción, notas y comentarios de Rafael Martínez Briceño.

4. Después de escrito y publicado este relato en la Revista “Progrès” de Bruselas (Núm.3, septiembre 1965). donde apareció originalmente traducido al francés, un amigo me hizo conocer el libro Le Coeur de Stendhal, de Henry Martineau (Albin-Michel, París, 1952, dos volúmenes). En el tomo segundo, página 160, aparece un medallón de Stendhal, hecho por David en 1829. Dice Martineau: “…y David d’Angers, con quien Henry Beyle no parece haber tenido relaciones particularmente estrechas, se guardó su justo título, cuatro años más tarde (1829) de omitirle en la galería de medallones en los cuales se fijaban los rasgos de los hombres más célebres de su tiempo…” (p. l50).

FIN

Pedro Gómez Valderrama. Escritor y diplomático colombiano, Pedro Gómez Valderrama desarrolló su carrera como embajador en países como España o la URSS.

Gómez Valderrama destacó también en el ámbito cultural gracias a su participación en iniciativas como la revista Mito. En lo narrativo, su obra es conocida gracias a novelas como La nave de los locos o La otra raya del tigre.