Era un día normal de agosto: un sol terrible, calor y humedad agobiante. Me fui temprano a la playa y alcancé un poco de sombra bajo una uva caleta. Mucha gente. Detrás de las dunas había ómnibus, autos y camiones, parqueados en una callejuela estrecha y sin pavimentar que une la carretera principal con aquel trozo de playa.
El mar tranquilo y azulverde, poco viento. Yo intentaba ignorar a la multitud y concentrarme en el mar, en el azul y el verde. Llegó una guagua con excursionistas. Cuarenta o cincuenta personas. Gente de campo. Se conocen a la legua, como en todas partes del mundo. Salen desesperados, casi corriendo sobre la arena, buscando un pedazo de terreno para asentarse con su familia, colonizar y marcar fronteras. Se dispersaron por los alrededores. Uno de ellos se acercó. Traía unos palos cortados a la medida, cepillados y bien atados, además de unos trozos de alambre y un pedazo de tela. Era un mulato muy activo. Escogió un sitio a dos metros de mí, bajo el sol, y no perdió un segundo. Venía frenético. Se le veía en el rostro y en cada gesto: frenesí obsesivo, concepto de propiedad, alto sentido de responsabilidad familiar.
Llamó a su mujer, una mulata oscura, gorda y tetona. Tenía unas enormes mamas rebosantes de leche fresca. Cargaba a un bebé de pocos meses. Tenían dos hijos más, de unos tres o cuatro años. El tipo era muy delgado. La mujer muy gruesa. El tipo le dijo al hijo mayor que buscara una piedra grande para martillar los palos y clavarlos en la arena. El niño lo intentó, pero con desgana. El tipo, de cuatro zancadas apresuradas, alcanzó una buena piedra. Se la apropió rápidamente y la utilizó. Clavó los cuatro palos en la arena y colocó la piedra a buen resguardo, por si era necesaria en otro momento. Dejó dos metros de cada palo fuera de la arena. Puso estacas. Colocó alambres para tensar los palos, que ya se habían convertido en columnas. Encima, a modo de techo, sitúo el pedazo de tela y lo amarró con trozos de cordel que traía en los bolsillos. Lo tenía todo previsto. Hizo una casita en pocos minutos. El bebé empezó a llorar. La mujer se introdujo en la casita, sacó un pecho y se lo metió en la boca al niño. Los otros dos empezaron a berrear porque tenían hambre. El tipo se fue aprisa. Diez minutos después regresó con una bolsa de pan y croquetas y una gran botella de refresco de naranja. Repartió la comida entre los niños y la mujer. Ella le dijo que comiera él también. El le contestó: «Después. Ahora no». Se lo tomaba en serio. No sonrió jamás en todo ese tiempo ni miró a los lados. Concentró toda su energía en aquellas tareas. La mujer se quejó:
—Estoy cansadísima. Este niño pesa demasiado y tú no me ayudas.
El tipo cargó al bebé, que se había dormido después de mamar. La mujer le dijo que no perdiera de vista a los otros dos, que jugaban en la orilla del agua. Ella se recostó. Utilizó una bolsa como almohada y se durmió al momento. Roncaba. Echó una siesta de una hora. El tipo cuidó a los niños y evitó que hicieran ruidos o hablaran en voz alta. Ella despertó de mal humor porque había mucho calor y humedad y todos sudaban. El bebé gimoteaba. Ella de nuevo le dio el pecho. El tipo seguía atentamente a los otros dos que jugaban en la orilla del agua, a unos veinte metros. No pestañeaba. Miraba fijamente y hacía rechinar los dientes. Entonces sacó del bolso una pequeña caneca de ron. Bebió un trago sin quitar la vista de los niños. La mujer lo miró con enojo y le dijo:
—No empieces a beber. No puedes hacer nada sin darte un trago.
El tipo guardó la caneca en el bolso. Seguía muy concentrado, muy serio. En todo ese tiempo no se había sentado. Permanecía agachado, en cuclillas, aprovechando un pedacito de sombra que su mujer dejaba libre. Empezó a soplar un poco de brisa fresca del noreste y se refrescó el ambiente. El se protegió detrás del bolso y logró encender un cigarro después de varios intentos. Miró de reojo a dos mulatas jóvenes, lindas y delgadas, que usaban hilos dentales y se paseaban lánguidas y seductoras a lo largo de la playa, inmunes al sol, al calor, a la humedad. Parecían hechas con algún material especial.
La mujer vio de reojo que él observaba de reojo. Rápida y frontalmente le recordó que los niños estaban en peligro de muerte jugando en la orilla del agua. Había que traerlos a la sombra antes de que se deshidrataran. El tipo fue hasta la orilla y los trajo para la sombra. Así siguió durante varias horas más. Muy serio. Muy concentrado.
El cazador de mamuts perfecto.
Intenté mirar de nuevo al mar azul y verde y alejar esos pensamientos de mi mente. Pero no pude. Siguen ahí. Bien incrustados.
Fin