Lejos, una atrás de otra, pasaron las más de media docena de canoas, tripuladas y en gritería, al impulso de los remos, bogando al todo. El sol a golpe, el río brillando como azadón nuevo, destacaban las cabezas en el resplandor. Iban rumbo al Calcañar, donde algún desorden se preparaba. De un Heterio eran las canoas que él comandaba. ¿Un absurdo? La historia tiene más dudas.
Eventos varios. En fatal año de Dios, Heterio había destacado, la gran inundación de arrasar al comienzo de sus caminos. Había sido hombre de familia, merecedor de silencio, solo en el fastidio de vivir, sin aliento ni desgano. El genio es un puñal al que no se le ve el cabo. No lo sospechaban inclinado o señalado al éxito del siglo. En la inundación, por lluvias y trombas, el pueblo se desesperó, en estragos, en medio del de repente mar —las aguas antepasadas— y arriba el Espíritu Suelto. Heterio tuvo entonces lo suscitado.
Juntó canoas y acudió, valedor, dio todo, sabiendo lidiar con lo sucedido, manera de jefe. Ímpetus mayores nunca hubo, cosa que parecía milagro. Salvó cantidad. Vuelto sin embargo del rescate, no encontró casa ni cuerpos de las hijas y de la mujer, jamás. El río se las había llevado.
No exclamó. Jamás se vio a nadie así, o ebrio por dentro, aquella rareza de carácter. Sacudía, con la cabeza, el perplejo existir, de dolor sin tregua, de tantas maneras. Y ni la bola de billar tiene caprichos cinemáticos. De una u otra manera ya estaba adquiriendo las buenas canoas que necesitaba.
En efecto. El puente de la Foa se había destruido, la carretera interrumpida, ésa de tránsito. Heterio se fue para allá, tripulantes él y sus hijos, y otros jóvenes, y se lanzaron a la travesía. Duró más de un año, cruzaron aquello, trasponiendo gente y carga de lado a lado. Hasta cortejos de boda pasaron, bajo baldaquín, hasta entierros, el obispo en pastoral, trozos de soldados. Todo en orden. Los otros obedecían a Heterio —en persona— en la grande, canoa barcaza, la carabela con calaveras. Con certeza, nada explicaba, aunque con humor benigno, hombre de cabeza perpetua; cerrando bien la boca es como nos convencemos a nosotros mismos. Sus enemigos morían, y él ni por eso se alegraba, al menos. Se ve lo que se quiere.
El puente nuevo rehecho, el buen oficio tocaba su fin. Heterio, mientras tanto, se había repertrechado. Se descubrió, río arriba, una mujer milagrera ayunadora, a quien los creyentes acudían. Llegaron también, como pasadores, él y los suyos; todo mundo es, de algún modo, inteligente. Atravesaban, con cuidado, a los peregrinos de la santa, lisiados, ciegos, enfermos de toda locura y lepra, el rico triste y el prójimo necesitado.
Semiactor, Heterio, en las manos el rosario y el remo amarillo—venado de taipoca, había tal vez cambiado el recuerdo de la inundación y de su oportunidad de héroe, que ya solo era virtud sin fama, un fragmento de leyenda. En adelante, así entre aguas — otras y otras. En el río nada duraba.
Ahora, al ponerse el sol, las canoas bajaban —en fila-fina, serenas, horizonteantes, llenas de ruda gente a gritos, impulsadas en reluciente— de lejos, tan lejos. Todavía no.
Sucedieron antes otras cosas. Desaparecida de allá la mujer beata, heterio y los suyos salieron de inmediato al comercio ambulante, revendiendo a los ribereños mercancías y baratijas, en bando de gitanos regatones. Sube y bajando, en ese cabotaje transitaron hasta las aguas sanfranciscanas, o dirigido hacia otros ríos, las canoas mercantes separadas o juntas, como estación llegaron al puerto de San Hipólito y al Puerto de las Ga—llinas, abajo de las Trairas, lugares de negocios, en el de las Viejas, de playas amarillas. Él cargaba entonces lápiz y una gran libreta, en la que asentaba y repasaba difíciles cuentas. Los que los seguían, pensaban en la riqueza.
Fue ahí que comenzaron a construir presa para enorme planta, la del gobierno, en tumulto de trabajadores, mil, totalmente, de decenas de ingenieros. Reavivado, de inmediato, Heterio se dirigió hacia allá, con su guía de canoas. Valles, el llano, se convertían en remanso de inmenso lago, donde podían navegar con favor y provecho. Se emplearon, por fin, a contrato de aquéllos. Máquinas y casas, en los márgenes, barracas de madera — y fue cuando uno de los hijos de Heterio lo dejó, para cortejar y casarse. Heterio, por su parte, en oportuno plazo, encontró a Normán, hombre enamorado, en la mayor imaginación. Ahí el paisaje adquiría más luz: se hacía más espejo —la represa, lisa— que, a pesar de todo, no retenía cuerpos de ahogadas.
Y ese Normán, propicio, quería recuperar a su mujer, que el padre guardaba prudente, como rehén, en la Hacienda del Calcañar, cercana. Pasaron años; y la planta se dio por terminada. El río no da paz al canoero.
Así a lo lejos, contra raso sol, se vio la fila de canoas, recta rápida, remadas en el brillar, con hombres con armas, de Normán, con rumbo de hierro y fuego. Heterio las comandaba, definitivo severamente seguro, su figura apropiada, bogavante. Era cierto, se supo.
Llegaron. Proas en los fondos de la Hacienda del Calcañar, en un espejo, y atacaron, de navaja en carne. Tronó, corto, el tiroteo. Normán, vencedor, raptada en paz la mujer, en la ribera se encendió la fogata de fiesta. Mientras tanto las canoas todas se perdieron. Solo con sus pensamientos, Heterio continuó, en deporte de ir, río abajo, popero de proa, de ida, estaba herido, no la conducía, bogavagante; y su otro hijo había terminado en pleito, baleado.
Adelante, en el crucero del Fervor, arrecife peligroso, la canoa tomó rumbo. Todavía él mismo la volteó entonces, boca abajo, en un completar. Libre, se escabulló en la espuma, braceante, alcanzó el matorral de la orilla, donde empantanado se aquietó. Lo encontraron — risueño muerto, muy viejo, agreste — la calidad de su persona.
FIN