Carrera en la mañana
Yo iba en la barca cuando lo vi.
Anochecía. Acababa de dar de comer a los caballos y de bajar hasta la orilla y de desatracar la barca para cruzar el río y volver al campamento, cuando lo vi, como a la mitad de un cuarto de milla río arriba, nadando; solo le sobresalía del agua la cabeza, y él mismo no era sino un punto en medio de la penumbra. Pero yo alcanzaba a ver aquella suerte de mecedora que llevaba encima de la cabeza, y supe que era él, que volvía al cañaveral de la confluencia del brazo pantanoso donde vivía todo el año hasta el día anterior al comienzo de la temporada, día en que, como si los guardas de caza le hubieran proporcionado un calendario, dejaba el lugar y desaparecía, nadie sabía adónde, hasta el día después del cierre de la temporada. Pero ahí estaba, volviendo un día antes de lo previsto, como si se hubiera equivocado y estuviera consultando por error un calendario del año anterior.
Lo cual era funesto para él, porque el señor Ernest y yo saldríamos a caballo en su persecución en cuanto se alzase el sol al día siguiente.
Así que se lo conté al señor Ernest y cenamos y di de comer a los perros, y luego ayudé al señor Ernest en la partida de póquer, de pie detrás de su silla, hasta las diez aproximadamente, cuando Roth Edmonds dijo:
—¿Por qué no te vas a la cama, chico?
—Y si vas a quedarte levantado —dijo Willy Legate—, ¿por qué no coges el abecedario y te pones a estudiar? Sabe todas las maldiciones que vienen en el diccionario, todas las manos de póquer de la baraja y todas las marcas de whisky de la destilería, pero es incapaz de escribir su nombre… ¿O puedes? —me dijo.
—No necesito escribir mi nombre —dije yo—. Puedo acordarme de quién soy.
—Tienes doce años —dijo Walter Ewell—. Ahora de hombre a hombre: ¿cuántos días te has pasado en la escuela en toda tu vida?
—No tiene tiempo para ir a la escuela —dijo Willy Legate—. ¿De qué sirve que vaya a la escuela desde setiembre hasta mediados de noviembre, en que tendría que dejarla para venir aquí a estar a la escucha para Ernest? ¿Y de qué sirve volver a la escuela en enero, si apenas en once meses volverá a llegar el quince de noviembre y tendrá que empezar otra vez a decirle a Ernest por dónde han ido los perros?
—Bien, de todos modos deja de mirarme el juego —dijo Roth Edmonds.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —dijo el señor Ernest.
Llevaba siempre en la oreja el auricular del audífono, pero nunca traía las pilas al campamento, pues el cordón se le enganchaba en los matorrales cada vez que atravesaban un paraje frondoso.
—¡Willy dice que me vaya a la cama! —grité.
—¿Nunca le llamas a nadie “señor”? —dijo Willy.
—Le llamo “señor” al señor Ernest —dije yo.
—Está bien —dijo el señor Ernest—. Vete a la cama. No te necesito.
—Gran verdad —dijo Willy—. Sordo o no sordo, puede oír un reenvite de cincuenta dólares aunque uno no mueva ni los labios.
Así que me fui a la cama, y al cabo de un rato entró el señor Ernest y yo quise decirle otra vez lo grandes que parecían aquellos cuernos a media cuarta de milla río arriba. Pero hubiera tenido que gritar, y la única ocasión en la que el señor Ernest admitía que no oía era cuando, a lomos de Dan, esperaba que yo le indicara qué camino habían tomado los perros.
Así que seguí acostado, y no había transcurrido ni un momento cuando Simon golpeaba ya la base del barreño con la cuchara, gritando: “¡Arriba, el café de las cuatro!”, y crucé el río, esta vez en la oscuridad, con la linterna, y di de comer a Dan y al caballo de Roth Edmonds. Iba a hacer un buen día, frío y radiante; pude ver, pese a la oscuridad, la blanca escarcha sobre los matorrales y las hojas; era exactamente el tipo de día que a aquel grande y viejo hijo de perra que duerme allí en el cañaveral le gustaría para correr.
Luego comimos, y luego extendimos el plano de los puestos para que tío McCaslin los adjudicara según su criterio, pues era la persona de más edad del campamento. Había estado cazando ciervos en aquellos bosques por espacio —calculo— de unos cien años, y si había alguien que supiera por dónde había de pasar un ciervo, ése era él.
Quizá tratándose de un ciervo viejo y grande como aquél, que también había corrido por los bosques durante un tiempo que en la vida de un ciervo equivaldría a cien años, tío Ike y él se las arreglarían para estar en el mismo sitio a la misma hora aquella mañana, siempre, naturalmente, que el animal consiguiera mantenerse alejado de mí y del señor Ernest cuando llegara el momento.
Porque el señor Ernest y yo íbamos a cazarlo.
Luego yo y el señor Ernest y Roth Edmonds sacamos a los perros, y Simon sujetó a Eagle y a los demás perros adultos con la traílla, pues los más jóvenes, los cachorros, no iban a ninguna parte —de ninguna manera— hasta que se lo permitiera Eagle. Luego yo y el señor Ernest y Roth ensillamos, y el señor Ernest montó y yo le tendí la escopeta de repetición y solté la brida de Dan para que diera rienda suelta a la necesidad de dar corcovos que tenía que satisfacer cada mañana, hasta que el señor Ernest le golpeaba con el cañón de la escopeta entre las orejas. Luego el señor Ernest cargó el arma y me dio el estribo, y monté a su espalda y tomamos el camino de incendios en dirección al brazo pantanoso; los cinco perros tiraban de Simon, que iba delante con su escopeta de retrocámara y de un solo cañón colgada a la espalda de un trozo de cuerda de arado, y los cachorros se movían torpemente entre los pies de todo el mundo. Para entonces ya había luz, y el día iba a ser bueno; el este estaba ya amarillo para la salida del sol y nuestros alientos despedían humo en el aire frío, quieto y brillante, a la espera de que el sol se alzase y lo caldeara, y había una delgada capa de hielo en los surcos, y toda hoja y ramita y varilla e incluso los terrones congelados estaban cubiertos de escarcha, esperando poder centellear como un arco iris cuando al fin el sol saliera y cayera sobre ellos. Y al fin llegué a sentirme por dentro ligero y fuerte como un globo, lleno de aquel aire ligero y fuerte y frío, de forma que tuve la impresión de que no podía sentir siquiera el lomo del caballo sobre el que iba a horcajadas, solo los músculos calientes y fuertes moviéndose bajo la caliente y fuerte piel, y yo sentado y erguido y sin peso alguno, de modo que cuando el viejo Eagle descubriera la pieza y la persiguiera, yo y Dan y el señor Ernest partiríamos como un pájaro, sin tocar siquiera el suelo. Era estupendo. Cuando aquel ciervo viejo y grande muriera aquel mismo día, yo sabría que no podría haber elegido otro día mejor para morir aunque hubiera aplazado el encuentro otros diez años.
Y, efectivamente, en cuanto llegamos al brazo pantanoso vimos sus huellas en el barro, en el lugar por donde había salido del río la noche pasada, esparcidas en el barro blando como huellas de vaca, grandes como las de las vacas, grandes como las de las mulas, y Eagle y los otros perros arremetían ahora contra la traílla, y el señor Ernest me dijo que me bajara y ayudara a Simon a sujetarlos. Porque el señor Ernest y yo sabíamos exactamente dónde iba a estar, una pequeña isla de cañaverales situada en medio del brazo pantanoso, en donde podría estar al abrigo hasta que la gama o el pequeño ciervo que los perros ahuyentaran por azar pudiera tomar a derecha o izquierda del brazo pantanoso, llevándose a los perros lejos, de forma que él pudiera escabullirse y deslizarse brazo abajo hasta el río, y alejarse nadando, y dejar el territorio como siempre hacía el día en que la temporada comenzaba.
Que era precisamente lo que nosotros pensábamos impedir que hiciera en esta ocasión. Así que dejamos a Roth sobre su montura, a fin de cortarle la retirada al ciervo y hacerlo ir hacia los hombres apostados de tío Ike en caso de que tratara de deslizarse brazo abajo, y yo y Simon, con los perros sujetos por la traílla, caminamos brazo arriba hasta que el señor Ernest, a caballo, dijo que ya era suficiente; entonces nos internamos en el bosque y subimos medio cuarto de milla aproximadamente por encima del cañaveral, pues el viento iba a ser sur aquella mañana cuando se levantase, y bajamos luego hacia el cañaveral, y el señor Ernest ordenó que soltáramos a los perros, y soltamos la traílla y el señor Ernest me volvió a ofrecer el estribo y volví a montar.
El viejo Eagle se había alejado ya, pues sabía tan bien como nosotros dónde estaba escondido aquel hijo de perra, pero no armaba alboroto alguno todavía y se limitaba a avanzar bruscamente a través de las trepadoras de los pantanos seguido de los demás perros, y hasta Dan parecía saber acerca de aquel ciervo, pues empezaba a agitarse y a dar saltitos entre las trepadoras, de modo que no esperé más y me agarré al cinturón del señor Ernest antes de que llegara el momento de que el señor Ernest tuviera que espolearlo. Porque cuando nos poníamos a la carrera, persiguiendo un ciervo al galope, yo no permanecía mucho tiempo sobre el lomo de Dan, sino casi siempre en el aire, estirado hacia atrás y agarrado al cinturón del señor Ernest, de modo que Willy Legate decía que cuando íbamos a toda velocidad a través de los bosques, parecía que el señor Ernest llevara un mono vacío de la talla de un chico saliéndole del bolsillo trasero y ondeando al viento.
Así que no fue siquiera un ataque; fue un levantamiento de la pieza.
Eagle debía de haberle seguido los talones, o quizá hasta se topó con él, sorprendiéndole mientras estaba allí escondido, pensando que el hoy era el pasado mañana. Eagle se limitó a alzar la cabeza hacia atrás y a decir: “Ahí va”, y nosotros llegamos a oír incluso cómo el ciervo se abría paso estrepitosamente a través de las primeras cañas. Entonces todos los demás perros empezaron a ladrar a su espalda, y Dan se agachó para saltar, pero esta vez lo retuvo la barbada, no solo el filete, y el señor Ernest lo dejó bajar al brazo pantanoso y lo hizo bordear el cañaveral y subir por la otra orilla. Pero no tuvo que decir: “¿Por dónde?”, porque yo ya estaba señalando por delante de su hombro, asiéndome aún con más fuerza al cinturón en el preciso instante en que el señor Ernest tocaba a Dan con la gran y vieja y herrumbrosa espuela del tacón izquierdo, pues cuando Dan la sentía salía de estampida como un cartucho de dinamita, derecho contra cualquier cosa que pudiera destrozar y por encima o por debajo de cualquier otra que no pudiera.
Los perros se hallaban ya casi fuera del alcance del oído. Eagle debía de haber ido mirando de cerca la cola de aquel hijo de perra, hasta que al fin el hijo de perra decidió que sería mucho mejor salir de aquel paraje. Y para entonces debían de estar ya muy cerca de los puestos asignados por tío Ike, y el señor Ernest tiró de las riendas de Dan y lo retuvo, y Dan se agachaba y brincaba y temblaba como una mula a la que están entresacando el pelo de la cola, y entretanto nosotros nos mantuvimos atentos, a la espera de los disparos. Pero no llegó ninguno, y le grité al señor Ernest que sería mejor que prosiguiéramos la marcha mientras yo pudiera seguir oyendo a los perros, y él soltó a Dan, pero seguían sin llegar los disparos, y entonces supimos que la carrera había sobrepasado ya la línea de los puestos; y salimos precipitadamente de un bosquecillo, y, efectivamente, allí estaban tío Ike y Willy de pie junto a las huellas que el ciervo había dejado sobre un trozo de tierra blanda.
—Logró dejarnos atrás a todos —dijo tío Ike—. No comprendo cómo pudo pasar. Alcancé a echarle una ojeada rápida. Grande como un elefante, con una cornamenta en la que se podría acunar a un ternero berreante.
Se fue recto loma abajo. Será mejor que sigáis también vosotros; los del campamento de Hog Bayou puede que no lo dejen escapar.
Así que volví a aferrarme al cinturón y el señor Ernest volvió a espolear a Dan. La loma se extendía directamente hacia el norte; no había en ella trepadoras ni matorrales, de forma que podíamos avanzar de prisa, y contra el viento, que se había alzado ya, lo mismo que el sol. Así que oíamos de nuevo a los perros siempre que se levantaba el viento. Ahora podíamos ganar tiempo, pero seguíamos reteniendo a Dan para que avanzara a galope medio, pues el asunto iba a ser rápido, en caso de que terminara cuando el ciervo llegara a los puestos del campamento de Hog Bayou, a ocho millas del nuestro, o iba a llevar mucho tiempo, en caso de que lograra pasar también a través de ellos. Y, efectivamente, al cabo de un rato oímos a los perros. Llevábamos a Dan al paso ahora, para que pudiera bufar un poco, y los oímos: el sonido llegaba débil, con el viento; no corrían ya, sino que rastreaban, pues el gran hijo de perra, probablemente, hacía un rato que había decidido poner fin a todas aquellas tonterías, y había recuperado fuerzas y había acelerado y había logrado dejar una milla atrás a los perros, hasta darse de bruces con los otros cazadores del campamento de abajo. Podía casi ver cómo se detenía tras un arbusto, escrutando hacia afuera y diciendo: “¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¿Es que está el maldito país entero lleno de gente esta mañana?” Y luego mirando hacia atrás sobre su hombro, en dirección adonde el viejo Eagle y los demás perros venían aullando en su persecución, mientras decidía de cuánto tiempo disponía para decidir el paso siguiente.
Solo que se libró por muy poco.
Oímos los tiros; parecía una guerra.
El viejo Eagle debió de llegar otra vez a un palmo de su cola, y a él no le quedó más remedio que abrirse paso por donde pudo. “Pam, pam, pam, pam”, y luego “pam, pam, pam, pam”. Parecía que eran tres o cuatro cazadores agrupados los que le atacaban, antes de que él tuviera tiempo siquiera para desviarse, y yo grité: “¡No! ¡No! ¡No! ¡No!”, porque el ciervo era nuestro. Las judías y la avena que comía eran nuestras, y era nuestro el cañaveral donde se escondía; lo vigilábamos todos los años, y era como si lo hubiéramos criado, y ahora, al final, iba a ser muerto en nuestra propia cacería, ante nuestros propios perros, por unos extraños que seguramente tratarían luego de alejar a los perros y se lo llevarían a rastras antes de que nosotros pudiéramos siquiera conseguir un trozo de su carne.
—Cállate y escucha —dijo el señor Ernest.
Así lo hice, y oímos a los perros; no solo a los otros, sino también a Eagle; no olfateaban ningún rastro y no ladraban a ninguna carne abatida, sino que corrían enconadamente y a la vista de la pieza y hasta mucho después de que el tiroteo hubiera terminado. Tuve el tiempo justo para aferrarme de nuevo al cinturón. Sí, señor, veían ya la pieza a la que perseguían. Como diría Willy Legate, si Eagle tomara un trago de whisky podría atrapar a aquel ciervo. Seguían la carrera; habían desaparecido ya cuando salimos del bosquecillo, y encontramos a aquellos tipos que habían organizado el tiroteo —eran cinco o seis— agachándose y arrastrándose de un lado para otro, registrando el terreno y los arbustos, como si estuvieran convencidos de que, si buscaban con ahínco suficiente, en los tallos y las hojas habrían de florecer manchas de sangre como moras o bayas de espino.
—¿Ha habido suerte, muchachos? —dijo el señor Ernest.
—Creo que le alcancé —dijo uno de ellos—. Estoy seguro. Estamos buscando manchas de sangre.
—Bien, cuando den con él, toquen el cuerno y yo volveré para llevarselo a ustedes al campamento —dijo el señor Ernest.
Seguimos adelante; ahora a galope tendido, pues la carrera volvía a estar casi fuera del alcance del oído; ellos avanzaban rápido también, como si no solo el ciervo, sino también los perros hubieran cobrado nuevas fuerzas con todo aquel tiroteo y aquella excitación.
Ahora nos encontrábamos en territorio extraño; nunca habíamos llegado tan lejos, pues siempre habíamos logrado matar la pieza sin necesidad de avanzar hasta tal punto; estábamos en Hog Bayou, brazo pantanoso que desembocaba en el río a más de quince millas al sur de nuestro campamento.
En él había agua, además de un revoltijo de árboles caídos y troncos y demás cosas de este tipo, y el señor Ernest volvió a retener a Dan, y preguntó: “¿Por dónde?” Yo ahora apenas los oía allá a lo lejos, en dirección ligeramente este, como si el viejo hijo de perra hubiera descartado la idea de Vicksburg o Nueva Orleans, que al parecer tenía en un principio, y se hubiera decidido a echar una ojeada en Alabama; así que señalé una dirección y subimos por la orilla en busca de un lugar para cruzar, y tal vez lo habríamos encontrado, pero calculo que el señor Ernest determinó que no había tiempo que perder.
Llegamos a un lugar en donde el brazo pantanoso se estrechaba a doce o quince pies, y el señor Ernest dijo:
—Cuidado, voy a picarle.
Y lo hizo.
No había tenido siquiera tiempo para asir con fuerza el cinturón cuando ya estábamos en el aire, y entonces vi la vid —un sarmiento retorcido casi tan grueso como mi muñeca, que caía serpenteante y se atravesaba en la mitad misma del brazo pantanoso—, y pensé que él la había visto también, y que tenía intención de agarrarla y lanzarla hacia arriba, por encima de nuestras cabezas, y pasar por debajo de ella, y sé que Dan sí la vio, pues agachó la cabeza para no chocar contra ella. Pero el señor Ernest no llegó nunca a verla, y el sarmiento arañó el cuello de Dan y se enganchó en la perilla de la silla, y seguimos volando por el aire, y el sarmiento se tensaba más y más, de modo que algo, por alguna parte, tenía finalmente que ceder.
Cedió la cincha de la silla. Se rompió y Dan siguió su trayectoria hasta que logró arañar la orilla opuesta, completamente desnudo a excepción de la brida, y yo y el señor Ernest y la silla —y el señor Ernest sentado aún en la silla, en la que iba encajada la escopeta, y yo aferrado al cinturón del señor Ernest— nos vimos suspendidos en el aire, sobre el brazo pantanoso, apresados en el sarmiento tenso de la vid, como en el vértice de las gomas tensadas de un enorme tirachinas, hasta que el sarmiento retrocedió fulminantemente y nos disparó hacia atrás y cruzamos el brazo limpiamente, yo aún aferrado al cinturón del señor Ernest y en la parte de abajo, de forma que al tomar tierra habría recibido encima de mí al señor Ernest y a la silla si no hubiera escalado velozmente la silla y el costado del señor Ernest, con lo que logré que fuera la silla la primera en tocar tierra, y luego el señor Ernest, y yo en último lugar, encima de ellos; me incorporé de un salto, y el señor Ernest seguía tendido en el suelo, y solo podía vérsele la orla blanca de los ojos.
—¡Señor Ernest! —grité, y bajé hasta la orilla y llené mi gorra de agua y subí y se la arrojé contra la cara, y él abrió los ojos y se quedó allí, sobre la silla, maldiciéndome.
—Maldita sea —dijo—. ¿Por qué no seguiste a mi espalda, donde empezaste?
—¡Usted era el más grande! —dije—. ¡Me hubiera aplastado!
—Y qué te crees que me has hecho a mí? —dijo el señor Ernest—. La próxima vez, si no puedes quedarte donde empezaste, salta. Pero no vuelvas a subirte encima de mí nunca más. ¿Me oyes?
—Sí, señor —dije.
Así que entonces se levantó, maldiciendo aún y agarrándose la espalda, y bajó hasta el agua y cogió un poco en las manos y se la echó en la cara y el cuello, y volvió a coger otro poco y se la bebió, y bebí yo también, y volví a subir y recogí la silla y la escopeta, y cruzamos el brazo en unos troncos. Si al menos pudiéramos coger a Dan… No es que se hubiera puesto a recorrer las quince millas hasta el campamento, pues, de hacer algo, se habría ido solo a tratar de ayudar a Eagle en la caza del ciervo. Pero estaba a unas cincuenta yardas de distancia, comiendo enredaderas, así que fui y lo traje, y utilizamos los tirantes del señor Ernest y mi cinturón y la correa de cuero del cuerno del señor Ernest para atarle a Dan la silla. No parecía gran cosa, pero tal vez resistiera.
—Siempre que no me dejes hacerle saltar contra otra vid sin gritarme con antelación —dijo el señor Ernest.
—Sí, señor —dije yo—. Chillaré antes la próxima vez…, siempre que usted grite también un poco más rápido cuando vaya a picar espuelas la próxima vez. —Pero la nueva cincha estaba bien; solo que al montar tendríamos que hacerlo con cuidado—. ¿Y ahora por dónde? —dije. Porque ya no oíamos nada, después de haber perdido tanto tiempo. Y, sin duda alguna, se trataba de un territorio nuevo. Había sido talado y la maleza había crecido hasta tal punto que no habríamos podido ver por encima de ella ni aun de pie sobre el lomo de Dan.
Pero el señor Ernest ni siquiera respondió. Se limitó a conducir a Dan por el lugar de la orilla donde la vegetación era un poco más despejada; tan pronto como Dan y nosotros nos habituáramos a aquella cincha casera y tuviéramos algo de confianza en ella, podríamos avanzar más rápido de nuevo. Resultó que era dirección este, o así lo creí entonces, pues no presté particular atención al este al ver que el sol —no sé adónde se había ido la mañana, pero se había ido, la mañana y la escarcha— estaba ya alto.
Y entonces lo oímos. No, no es cierto; lo que oímos fue disparos. Y fue entonces cuando caímos en la cuenta de lo lejos que habíamos llegado, ya que el único campamento del que habíamos oído hablar en aquella dirección era el de Hollyknowe, y tal campamento se encontraba exactamente a veintiocho millas de Van Dorn, donde acampábamos yo y el señor Ernest.
Solo los disparos, nada más; ni siquiera a los perros. Si el viejo Eagle seguía tras él y él, el ciervo, seguía con vida, el viejo Eagle estaría demasiado agotado para decir: “Ahí va”.
—¡No lo pique! —grité.
Pero el señor Ernest se acordó también de la cincha casera, y le aflojó solo el filete. Y Dan oyó también los disparos, mientras se abría paso por la espesura, saltando por encima de las trepadoras y los troncos cuando podía y pasando por debajo cuando no podía. Y, efectivamente, fue como la vez anterior: dos o tres hombres agachándose y arrastrándose por los matorrales, en busca de una sangre que ya Eagle les había advertido que no había. Pero esta vez no nos detuvimos; solo pasamos al trote. Entonces el señor Ernest hizo girar a Dan y lo enfiló directamente hacia el norte.
—¡Espere! —grité—. Por allí no.
Pero lo único que hizo el señor Ernest fue volver la cara por encima del hombro. Parecía cansado, y tenía una mancha de barro en donde había recibido el golpe del sarmiento que le arrancó del caballo.
—¿No sabes hacia dónde se dirige? —dijo—. Ya ha cumplido su papel: ha dado a todo el mundo la oportunidad de disparar leal y abiertamente contra él y ahora se vuelve a casa, a aquel cañaveral de nuestro brazo pantanoso. Y ha de hacerlo exactamente cuando oscurezca.
Y eso era lo que estaba haciendo.
Seguimos adelante. Ya no tenía sentido apresurarse. No se oía sonido alguno en ninguna parte; era esa hora temprana de las tardes de noviembre en que nada se mueve o grita, ni siquiera los pájaros —los pájaros carpinteros y los verderones y los arrendajos—, y me pareció como si pudiera vernos a nosotros tres —yo y el señor Ernest y Dan—, y a Eagle y a los otros perros y al gran y viejo ciervo, avanzando por los bosques tranquilos en la misma dirección, encaminados hacia el mismo sitio, sin correr, solo caminando; habíamos corrido la hermosa carrera lo mejor que sabemos, y ahora los tres, como siguiendo un acuerdo, volvíamos a casa; no todos juntos en el mismo grupo, ya que no queríamos molestarnos o tentarnos unos a otros, pues lo que los tres habíamos estado haciendo aquella mañana no era una representación teatral organizada por mera diversión, sino que era en serio, y todos, los tres, seguíamos siendo lo que antes éramos: el viejo ciervo que necesitaba correr, no porque tuviera miedo sino porque correr era lo que mejor sabía hacer y de lo que se sentía más orgulloso; Eagle y los demás perros que trataban de darle caza, no porque le odiaran o le temieran sino porque era lo que mejor sabían hacer y de lo que se sentían más orgullosos; y yo y el señor Ernest y Dan, que le perseguíamos no porque deseáramos su carne, que de todos modos sería demasiado dura, o su cabeza para colgarla en la pared, sino porque así podríamos volver a casa y trabajar duro durante once meses en la cosecha, de forma que nos ganáramos el derecho a volver de caza el próximo noviembre, los tres volviendo a casa, separados y apacibles, hasta el año siguiente, la ocasión siguiente.
Entonces lo vimos por primera vez.
Habíamos salido ya del terreno talado; hubiéramos podido ir a medio galope, pero todos nosotros, los tres, habíamos renunciado a ello hace tiempo.
Así que íbamos al paso, y nos encontramos con los perros —los cachorros y uno de los adultos— tendidos en una pequeña hondonada húmeda, exhaustos, jadeantes, y cuando pasamos alzaron la mirada hacia nosotros. Luego llegamos a un largo claro abierto, y vimos a los otros tres perros adultos, y a unas cien yardas más adelante vimos a Eagle; iban todos caminando, sin emitir ningún sonido; y entonces, de repente, al fondo del claro, vimos al ciervo levantándose de donde había estado descansando hasta ser alcanzado por los perros, levantándose sin prisa, grande, grande como una mula, alto como una mula, y volviéndose, y vimos durante uno o dos segundos, antes de que se lo tragara la espesura, la parte inferior blanca de su cola.
Pudo haber sido una señal, un adiós, una despedida. Seguíamos al paso y dejamos atrás, en el centro del claro, a los tres perros, que ahora estaban también echados; cien yardas más adelante seguía Eagle, pero no estaba echado, pues se mantenía en pie, aunque con las patas esparrancadas y la cabeza baja. Acaso esperaba solo a que nos alejáramos de su vergüenza; sus ojos, cuando pasamos, decían claramente, como si hablara: “Lo siento, muchachos, pero esto es todo”.
El señor Ernest hizo detenerse a Dan.
—Desmonta y mírale las patas —dijo.
—No tiene nada en las patas —dije yo—. Lo que se le ha acabado es el aliento.
—Salta al suelo y mírale las patas —dijo el señor Ernest.
Así lo hice, y mientras estaba inclinándome sobre Eagle oí la escopeta de repetición: “Snik—clac. Snikclac. Snik—clac”. Tres veces. Solo que entonces no pensé nada. Quizá únicamente probaba los cartuchos para asegurarse de que la escopeta iba a funcionar cuando volviéramos a verlo, o quizá para asegurarse de que se trataba de postas. Luego volví a montar, y seguimos adelante, siempre al paso; ligeramente hacia el oeste o hacia el norte ahora, pues cuando la contemplamos durante uno o dos segundos, antes de que se la tragara la espesura, su cola blanca estaba en línea recta con aquella hendidura del brazo pantanoso.
Y además era ya avanzada la tarde.
El viento había caído y el aire era cortante y el sol tocaba únicamente las copas de los árboles. Y él ahora estaba tomando también el camino más fácil, y avanzaba tan en línea recta como le era posible. Cuando veíamos sus huellas en los terrenos blandos, era que había salido a la carrera durante un rato después de descansar.
Pero pronto volvía a caminar, como si supiera dónde se encontraban Eagle y los otros perros.
Y entonces lo volvimos a ver. Fue la última vez. Era un paraje frondoso en donde el sol entraba por un hueco como si fuera un reflector. Solo hizo ruido una vez; luego allí estaba ante nuestros ojos, en pie y de costado, a menos de veinte yardas, grande como una estatua y rojo como oro al sol, y el sol centelleaba en las puntas de sus cuernos —eran doce—, y daba la impresión de que tuviera doce velas encendidas y ramificadas en torno a la cabeza; allí en pie, mirándonos mientras el señor Ernest alzaba la escopeta y apuntaba al cuello, y la escopeta hizo “clic, snik—clac; clic, snik—clac”. Tres veces. Y el señor Ernest seguía apuntando con la escopeta mientras el ciervo se volvía y daba un largo salto, con la parte inferior de la cola como una llamarada de fuego, y la espesura y las sombras lo hacían desaparecer. El señor Ernest volvió a dejar lenta y suavemente la escopeta frente a él, atravesada en la silla, y dijo quieta y apaciblemente, con voz queda, como si tan solo respirase:
—Maldición. Maldición.
Luego me dio un codazo y desmontamos, despacio y con cuidado a causa de la cincha que habíamos improvisado antes, y se llevó la mano al chaleco y sacó uno de los cigarros. Estaba reventado; imagino que caí sobre él cuando llegué al suelo. Lo tiró y sacó el otro, que también estaba reventado, de forma que mordió un trozo para mascar y tiró el resto. El sol se había retirado incluso de las copas de los árboles, y nada quedaba de él salvo un gran fulgor deslumbrante y rojo en el oeste.
—No se preocupe —dije—. No voy a decirles que se le olvidó cargar la escopeta. Y, ya que estamos en ello, no tienen por qué saber siquiera que lo vimos.
—Muy agradecido —dijo el señor Ernest.
Tampoco iba a haber luna aquella noche, así que soltó la brújula del lazo de cuero que colgaba del ojal y me tendió la escopeta y puso la brújula sobre un tocón y retrocedió unos pasos para mirar.
—Más o menos la dirección que llevamos —dijo.
Y me cogió la escopeta y la abrió y puso un cartucho en la recámara y recogió la brújula, y yo cogí las riendas de Dan, y partimos; él iba delante con la brújula en la mano.
Y al cabo de un rato era noche cerrada. El señor Ernest encendía una cerilla de cuando en cuando para mirar la brújula, hasta que brillaron las estrellas y pudimos elegir una como guía, y yo dije:
—¿A qué distancia cree que estamos?
Y él dijo:
—A poco más de una caja de cerillas.
Así que utilizábamos una estrella siempre que podíamos, pero no nos era posible verla continuamente a causa de lo tupido de los bosques, y a veces nos desviábamos un poco y el señor Ernest tenía que encender otra cerilla. Ahora era tarde y el tiempo era bueno, y el señor Ernest se detuvo y dijo:
—Sube al caballo.
—No estoy cansado —dije.
—Sube al caballo —dijo—. No debemos acostumbrarlo mal.
Porque el señor Ernest había sido una buena persona desde que le conocía, antes ya de aquel día de hacía dos años, cuando mamá se había fugado con el tipo del parador de Vicksburg, y al día siguiente papá tampoco vino a casa, y al tercer día el señor Ernest llegó a lomos de Dan hasta la puerta de la cabaña del río, donde nos permitía vivir para que papá trabajase su tierra y se ocupase de sus sedales, y dijo: “Baja esa escopeta y ven aquí y monta detrás de mí”.
Así que subí a la silla, aunque no podía alcanzar los estribos, y el señor Ernest tomó las riendas y yo debí de dormirme, porque la siguiente cosa de que tuve conciencia fue que un ojal de mi chaqueta de leñador estaba atado a la perilla de la silla con el cordón de cuero que había soltado de la brújula, y el tiempo era bueno y era tarde y no estábamos lejos, pues Dan estaba ya oliendo el agua, el río. O quizá lo que olía fuera el cercado donde recibía su forraje, ya que desembocamos en el camino de incendios a menos de un cuarto de milla al sur del establo, y pronto pude ver el río, con la niebla blanca sobre él, blanda y quieta como algodón. Luego el campamento, el hogar y allá en la oscuridad, no lejos, lo bastante cerca como para oír cómo desmontábamos, descascarillando maíz probablemente, sin duda lo bastante cerca como para oír al señor Ernest, que tocaba el cuerno hacia el campamento para que Simon viniera a buscarnos en la barca, aquel viejo ciervo en su cañaveral del brazo pantanoso, en el hogar él también, descansando él también después de la dura carrera, despertando de cuando en cuando, soñando con perros que le perseguían, o quizá lo que lo despertaba era el alboroto que estábamos armando.
El señor Ernest siguió tocando el cuerno allá en la orilla hasta que el farol de Simon avanzó balanceándose en medio de la niebla; luego bajamos hasta el atracadero, y el señor Ernest volvió a tocar, ahora espaciadamente, para guiar a Simon, y al fin volvimos a ver el farol entre la niebla, y luego Simon en la barca; solo que, al parecer, cada vez que me sentaba y me quedaba quieto volvía yo a dormirme, pues el señor Ernest estaba sacudiéndome de nuevo para que subiéramos por la orilla hacia el oscuro campamento, y al fin sentí una cama bajo mis rodillas y caí redondo en ella.
Luego era la mañana, el día siguiente; todo había terminado ya hasta el noviembre siguiente, hasta el año siguiente; podíamos volver a casa.
Tío Ike y Willy y Walter y Roth y los demás habían regresado al campamento el día anterior, tan pronto como Eagle se llevó al ciervo fuera del alcance del oído y comprendieron que el animal había escapado; una vez en él, hicieron el equipaje y se prepararon para partir al día siguiente, aquella mañana, y volver a Yoknapatawpha, donde vivían, donde esperarían a que fuera otra vez noviembre y pudieran volver otra vez al campamento.
Así que, nada más desayunar, Simon los llevó río arriba en la gran barca, hacia el lugar en donde habían dejado los coches y las camionetas, y ahora no quedaba nadie en el campamento más que yo y el señor Ernest, sentados al sol en el banco, contra la pared de la cocina; el señor Ernest fumaba un cigarro —uno entero esta vez—, ya que en esta ocasión Dan no había tenido oportunidad de lanzarlo contra la vid y de estrellarlo contra el suelo. Ni siquiera se había lavado el barro de la cara desde entonces. Pero tampoco aquello tenía nada de extraño: su cara solía tener siempre alguna mancha de barro o de grasa del tractor o una barba incipiente, porque el señor Ernest no era solo un plantador; era un granjero, y trabajaba tan duro como cualquiera de sus peones o colonos, ésa era la razón por la que supe desde el primer momento que nos íbamos a llevar bien, que no habría de tener problemas con él ni él habría de tener problemas conmigo, desde el mismo día en que me desperté y mamá se había fugado con aquel tipo de un parador de Vicksburg sin preparar siquiera el desayuno, y de que, a la mañana siguiente, papá se hubiera ido también; era casi el anochecer del día siguiente cuando oí acercarse un caballo y cogí la escopeta, a la que había puesto ya un cartucho en la recámara la noche anterior al ver que papá no volvía a casa, y me quedé en la puerta mientras el señor Ernest llegaba en su caballo y decía:
—Vamos. Tu papá tampoco va a volver.
—¿Quiere decir que me ha dado a usted? —dije.
—¿Qué importa eso? —dijo—. Vamos. He traído un candado para la puerta. Mandaremos la camioneta mañana a recoger lo que quieras.
Así que me fui con él a su casa y todo resultó bien, muy bien; su mujer había muerto hacía unos tres años, no había ninguna mujer que nos importunase o que a media noche se fugase con un maldito tipo de un parador de Vicksburg sin esperar siquiera a hacer el desayuno.
También nosotros nos iríamos aquella tarde, pero todavía no; siempre solíamos quedarnos un día más que los otros, pues tío Ike siempre dejaba la comida que sobraba, así como lo que aún quedaba de whisky casero de maíz que él consumía y de aquel whisky de la ciudad que Roth Edmonds llamaba “escocés” y que olía como si acabara de salir de un viejo cubo de pintura de tejados. Nos quedábamos sentados al sol un día más antes de volver a casa, de prepararnos para sembrar el algodón y la avena y el heno y las judías del año que entraba; y allá al otro lado del río, tras el muro de árboles donde comenzaba el gran bosque, aquel viejo ciervo se pasaría también aquel día al sol, descansando como nosotros, sin que nadie lo molestara hasta el noviembre siguiente.
Así que, entre nosotros, había al menos alguien que se alegraba de que tuvieran que pasar once meses y dos semanas antes de verse obligado de nuevo a correr tan lejos y tan rápido.
De modo que él se alegraba exactamente de lo mismo que nos causaba a nosotros tristeza, y entonces yo, de repente, pensé que acaso plantar y trabajar y luego cosechar avena y algodón y heno y judías no era solo algo que yo y el señor Ernest hacíamos durante trescientos cincuenta y un días al año para llenar el tiempo hasta poder volver de nuevo a cazar, sino que era algo que debíamos hacer, y que debíamos hacer bien y rectamente durante aquellos trescientos cincuenta y un días al año, para tener derecho a volver a los grandes bosques a cazar los catorce días restantes; y que los catorce días que el viejo ciervo corría ante los perros no eran solo algo que hacía para llenar el tiempo hasta los trescientos cincuenta y uno siguientes en que no tendría que hacerlo, sino que el correr y arriesgarse ante escopetas y perros era algo que debía hacer durante catorce días para tener derecho luego a no ser importunado por espacio de los trescientos cincuenta y uno restantes. Y así, la caza y la labranza no eran en absoluto dos cosas diferentes: una era el reverso de la otra.
—Sí —dije—. Lo único que tenemos que hacer ahora es sembrar para el año que viene. Y noviembre no tardará en llegar.
—Tú no vas a sembrar la cosecha del año que viene —dijo el señor Ernest—. Tú vas a ir a la escuela.
Al principio no creí siquiera que le hubiera oído bien.
—¿Qué? —dije—. ¿Yo? ¿Ir a la escuela?
—Sí —dijo el señor Ernest—. Tienes que ser algo en la vida.
—Ya lo hago —dije—. Lo estoy haciendo ya. Voy a llegar a ser un cazador y un granjero, como usted.
—No —dijo el señor Ernest—. Eso ya no es suficiente. Hubo un tiempo en que lo único que tenía que hacer un hombre era trabajar la tierra once meses y medio, y cazar el otro medio. Pero ahora no es así. Ahora dedicarse al oficio de la labranza y al oficio de la caza no es suficiente. Uno debe dedicarse al oficio de la humanidad.
—¿La humanidad? —dije yo.
—Sí —dijo el señor Ernest—. Así que vas a ir a la escuela. Porque debes saber por qué. Uno puede dedicarse al oficio del campo y de la caza y puede aprender cuál es la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal, y obrar bien. Y eso, en un tiempo, bastaba: obrar bien. Pero ahora ya no basta. Uno debe saber por qué está bien y por qué está mal, y ser capaz de decírselo a la gente que nunca tuvo oportunidad de aprenderlo; enseñar a la gente a obrar bien, y no solo porque sepan lo que está bien, sino porque hayan aprendido ya por qué está bien, porque alguien les ha mostrado, les ha dicho, les ha enseñado el porqué. Así que vas a ir a la escuela.
—¡Lo que pasa es que ha estado usted escuchando a esos condenados de Will Legate y de Walter Ewell! —dije yo.
—No —dijo el señor Ernest.
—¡Sí! —dije yo—. No es extraño que no lograra cazar a ese ciervo ayer, con todas esas ideas de los mismos tipos que lo dejaron escapar, ¡después de que usted y yo hiciéramos correr a Dan y a los perros casi hasta reventar! ¡Porque usted ni siquiera llegó a fallar! ¡Usted nunca se olvidó de cargar la escopeta! ¡Usted la descargó a propósito! ¡Yo le oí hacerlo!
—Está bien, está bien —dijo el señor Ernest—. ¿Qué es lo que preferirías tener? ¿Su cabeza y su piel ensangrentada ahí sobre el suelo de la cocina, y la mitad de su carne en la camioneta camino del condado de Yoknapatawpha, o tenerlo a él entero, con cabeza y piel y carne, allá en el cañaveral, esperando a que el noviembre que viene volvamos a perseguirlo?
—Y a cazarlo —dije—. La próxima vez no vamos a andar perdiendo el tiempo con ningún Willy Legate ni Walter Ewell.
—Quizá —dijo el señor Ernest.
—Sí —dije yo.
—Quizá —dijo el señor Ernest—. Es la mejor palabra que hay en nuestra lengua, la mejor de todas. Es lo que mantiene el progreso del hombre: el “quizá”. Los mejores días de su historia no fueron aquellos en los que decía sí de antemano; fueron aquellos en los que lo único que sabía decir era “quizá”. No puede decir “sí” hasta después, pues no solo no lo sabe hasta entonces, sino que no quiere saberlo hasta entonces… Vete a la cocina y prepárame un ponche. Luego nos ocuparemos de la cena.
—De acuerdo —dije, y me levanté—. ¿Quiere del maíz de tío Ike o de ese whisky de ciudad de Roth Edmonds?
—¿Es que no puedes decir “señor” Roth o “señor” Edmonds? —dijo el señor Ernest.
—Sí, señor —dije yo—. Bien, ¿cuál de ellos quiere? ¿El de maíz de tío Ike o ese mejunje de Roth Edmonds?
FIN
William Faulkner. Escritor estadounidense, es considerado como uno de los más grandes autores del siglo XX, galardonado en 1949 con el Premio Nobel de Literatura y considerado como uno de los padres de la novela contemporánea. Nacido en el Sur de los Estados Unidos, Faulkner no llegó a acabar los estudios y luchó en la I Guerra Mundial como piloto de la RAF. Como veterano tuvo la oportunidad de entrar en la universidad pero al poco tiempo decidió dedicarse por completo a la literatura.
Tras cambiar habitualmente de trabajo, Faulkner publicó La paga de los soldados (1926) tras encontrar cierta estabilidad económica como periodista en Nueva Orleans. Poco después comenzaría a publicar sus primeras novelas en las que reflejó ese Sur que tan bien conocía, El ruido y la furia (1929) es la más conocida de este periodo. Luego llegarían obras tan famosas como Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936) o El villorrio (1940).
Santuario (1931) fue, a la larga, su novela más vendida y la que le permitió dedicarse a la escritura de guiones para Hollywood. Sus cuentos más conocidos de esta época pueden leerse en ¡Desciende, Moisés! escrito en 1942.
Como guionista, habría que destacar su trabajo en Vivamos hoy (1933), Gunga Din (1939) o El sueño eterno (1946).
En el apartado de premios, Faulkner tuvo un reconocimiento tardío aunque generalizado. Además del ya nombrado Nobel de Literatura también recibió el Pulitzer en 1955 y el National Book Award, este entregado ya de manera póstuma por la edición de sus Cuentos Completos.