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Campo de minas

Foto de Stephen Bedase en Unsplash

—Minado —así había dicho el viejo haciendo girar una mano abierta delante de los ojos, como si limpiara un cristal empañado—. Todo por ahí, no se sabe bien dónde. Vinieron y minaron. Nosotros estábamos escondidos.

El hombre de los pantalones de zuavo miraba por momentos la vertiente de la montaña, por momentos al viejo de pie en el vano de la puerta.

—Pero desde el final de la guerra hasta ahora —había dicho—, hubo tiempo de hacer algo. Ha de haber un paso. Alguien lo conocerá.

«Tú, viejo, lo conoces bien», llegó a pensar, porque seguramente el viejo era un contrabandista y conocía la frontera como el hornillo de su pipa.

El viejo había mirado los remendados pantalones de zuavo, el morral descosido y flaco del hombre y la costra de polvo, desde el pelo hasta los zapatos, testigo de los kilómetros que había recorrido a pie. «No se sabe dónde», había repetido. «Dónde está el paso. Un campo de minas». Y volvió a hacer ese gesto, como si hubiera un cristal empañado entre él y lo demás.

—Digo yo, no será tanta mi mala suerte que me tropiece justo con una mina, ¿verdad? —preguntó el hombre con una sonrisa que le apretaba los dientes como un caqui verde.

«Eh», había dicho el viejo. Solo eso: «Eh».

Ahora el hombre trataba de recordar la entonación de aquel eh. Porque podría haber sido un eh, no faltaría más que eso, o un eh, nunca se sabe, o un eh, nada más fácil. Pero el viejo solo había dicho un eh, sin entonación alguna, desolado como su mirada, como el terreno de aquellas montañas en las cuales hasta la hierba era corta y dura como una barba humana mal afeitada.

Las plantas del lugar no eran más altas que los matorrales y de vez en cuando un pino torcido y gomoso se las arreglaba para dar la menor sombra posible. El hombre caminaba ahora por lo que quedaba de los senderos que remontaban la cuesta, devorados año tras año por los zarzales y solo batidos por el paso de los contrabandistas, paso de animal montaraz que poca huella deja.

—Tierra maldita —decía el hombre de los pantalones de zuavo—. No veo la hora de estar en la otra vertiente.

Por suerte ya había hecho el trayecto otra vez, antes de la guerra, y podía prescindir de guía. Sabía incluso que el paso era una quebrada en subida, que no era posible minarlo todo.

Bastaría fijarse dónde ponía los pies: un lugar con una mina debajo debía de tener por fuerza algo distinto de todos los otros lugares. Algo: tierra removida, piedras puestas expresamente, hierba más nueva. Allí, por ejemplo. Se veía enseguida que no podía haber minas. ¿No podía? ¿Y esa losa de pizarra levantada? ¿Y aquella franja pelada en medio del prado? ¿Y aquel tronco caído obstruyendo el paso? Se detuvo. Pero el paso estaba todavía lejos, no podía haber minas todavía: continuó.

Tal vez hubiera preferido atravesar de noche los terrenos minados arrastrándose en la oscuridad, no para escapar a las patrullas de frontera, ya que aquéllos eran lugares seguros, sino para escapar del miedo a las minas, como si las minas fueran grandes animales somnolientos que pudieran despertar a su paso. Marmotas: enormes marmotas acurrucadas en cuevas subterráneas, y una que montaba guardia en lo alto de una peña, como suelen hacer las marmotas, y que con un silbido daba la señal de alarma al verlo.

«A ese silbido», pensaba el hombre, «el campo minado salta por los aires: las marmotas enormes se precipitan sobre mí y me despedazan a mordiscos».

Pero jamás hombre alguno había sido mordido por las marmotas, a él lo volarían por los aires las minas. Era el hambre lo que le sugería esos pensamientos: él lo sabía, conocía el hambre, los juegos de la fantasía de los días de hambre, cuando cualquier cosa vista u oída cobra significado de alimento o de mordisco.

Sin embargo, marmotas las había. Se oía el silbido: guiii… guiii… desde lo alto de las pedreras. «Si consiguiera matar una marmota de una pedrada», pensó el hombre, «y asarla ensartada en un palo».

Pensó en el olor de la grasa de marmota pero sin náuseas; el hambre le daba ganas incluso de grasa de marmota, de cualquier cosa que pudiera masticarse. Hacía una semana que daba vueltas por las chozas, visitaba a los pastores mendigando un pan de centeno, una taza de leche cuajada.

—Ojalá tuviéramos para nosotros. No hay nada —decían y le señalaban las paredes desnudas y ahumadas donde solo quedaba una trenza de ajos.

Llegó a la vista del paso antes de lo que esperaba. Hizo un repentino gesto de estupor, casi de miedo: no se esperaba que los rododendros estuvieran florecidos. Creía que iba a encontrar delante de sus ojos el valle desnudo, que podría estudiar cada piedra, cada matorral antes de dar un paso, y en cambio se halló hundido hasta las rodillas en un mar de rododendros, un mar uniforme, impenetrable, del que asomaba solamente el dorso de las piedras grises.

Y debajo, las minas. «No se sabe dónde», había dicho el viejo. «Todo de ese lado». Y había hecho girar en el aire las manos abiertas. Al hombre de los pantalones zuavos le parecía ver la sombra de aquellas manos posándose en la extensión de rododendros que se extendía hasta cubrirla.

Había escogido una dirección, a lo largo de una anfractuosidad paralela a la quebrada. Incómoda para caminar, pero incómoda también para quien quisiera minarla. Más arriba los rododendros escaseaban y entre las piedras se oía el guiii… guiii… de las marmotas, sin tregua, como el sol en la nuca.

«Si hay marmotas», pensó, doblando en esa dirección, «es señal de que no está minado».

Pero era un razonamiento equivocado: las minas eran antihombre, el peso de una marmota no era suficiente para hacerlas explotar. Solo entonces recordó que las minas se llamaban antihombre, y eso le dio miedo.

«Antihombre», se repetía, «antihombre».

Esa palabra de pronto había bastado para asustarlo. Evidentemente, si minaban un paso, era para que fuese absolutamente impracticable: le convenía volver atrás, interrogar mejor a los hombres de los alrededores, probar otro camino.

Dio media vuelta para retroceder. ¿Pero dónde había posado antes los pies? Los rododendros se extendían a sus espaldas como un mar vegetal, impenetrable, sin huellas de pisadas. Tal vez estaba ya en medio del campo minado, un paso en falso podría perderlo: daba lo mismo continuar.

«Tierra maldita», pensó. «Tierra maldita hasta el final».

Si hubiera tenido un perro, un gran perro pesado como un hombre para mandarlo delante. Empezó a chasquear con la lengua como si incitara a un perro a correr. «Tengo que hacer de perro de mí mismo», pensó.

Tal vez bastaba una piedra. Había una al lado, grande pero que se podía levantar, muy oportuna. La aferró con las dos manos y la arrojó adelante, lo más lejos posible, hacia arriba. La piedra no cayó lejos y retrocedió rodando hacia él. No había más que tentar la suerte.

Estaba ya en la parte alta de la quebrada, entre las pedreras sospechosas. Las colonias de marmotas habían oído al hombre y estaban alarmadas. Sus chillidos punzaban el aire como espinas de cactos.

Pero el hombre ya no pensaba en cazarlas. Había advertido que la quebrada, bastante espaciosa en la entrada, iba estrechándose poco a poco, y ahora ya no era más que un canal de rocas y de arbustos. Entonces el hombre comprendió: el campo minado no podía sino estar allí. Solo en aquel punto cierto número de minas, colocadas a debida distancia, podían cerrar todos los pasos obligados. Este descubrimiento, en lugar de aterrorizarlo, le dio una extraña tranquilidad. Bien: ahora estaba en medio de un campo minado, estaba seguro. Ahora no quedaba sino seguir subiendo al azar, como fuera. Si era su destino morir aquel día, moriría; si no, pasaría entre una mina y otra y se salvaría.

Formuló sin convicción este pensamiento sobre el destino: no creía en el destino. Sin duda, si daba un paso era porque no podía hacer otra cosa, era porque el movimiento de sus músculos, el curso de sus pensamientos lo llevaban a dar ese paso. Pero en cierto momento podía darse tanto un paso como otro, la mente dudaba, los músculos se ponían tensos sin dirección. Decidió no pensar, dejar que sus piernas se movieran como las de un autómata, posar los pies al azar sobre las piedras; pero siempre le quedaba la duda de que fuese su voluntad la que decidiera volverse a derecha o a izquierda, posar un pie en una piedra o en la otra.

Se detuvo. Sentía dentro una extraña agitación hecha de hambre y de miedo, que no podía calmar. Buscó en los bolsillos: tenía consigo un espejito, recuerdo de una mujer. Tal vez fuera eso lo que quería: mirarse en un espejo. En el trocito de cristal espejeante apareció un ojo hinchado y enrojecido; después una mejilla cubierta de una costra de polvo y pelo; después los labios secos y agrietados, las encías más rojas que los labios, los dientes… Pero el hombre hubiera querido verse en un gran espejo, verse entero. Hacer girar ese trocito de espejo alrededor de la cara para verse un ojo, una oreja, no le satisfacía.

Continuó. «Hasta ahora no he encontrado el campo de minas», pensó. «Ahora serán cincuenta, cuarenta pasos…».

Cada vez que apoyaba el pie, al sentir debajo la tierra dura y firme, respiraba. Un paso, otro, otro más. Esa losa de esquisto que parecía una trampa es en cambio sólida; esa mata de brezo no esconde nada; esa piedra… bajo su peso la piedra se hundió dos dedos. Guiii… guiii… hacían las marmotas. Adelante, el otro pie.

La tierra se convierte en sol, el aire se convierte en tierra, el guiii de las marmotas se convierte en trueno. El hombre sintió una mano de hierro que lo aferraba por los cabellos, en la nuca. No una mano sino cien manos aferrándolo cada una por un cabello, rasgándolo hasta los pies como se desgarra una hoja de papel, en cientos de trocitos.

FIN

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