Desde potrico ya le dijo siempre: ¡caballo!, y así fue echando cuerpo con la palabra como un susto y una orden.
De modo que cuando el alazán pudo llevar encima el hombre, se estremecía al oír su palabra:
—¡Caballo! —y el animal vibraba del casco a la oreja; ¡brrr! hacía y el suelo trepidaba bajo sus patas.
Porque ¡caballo! quería decir muchas cosas, empezando por alerta:
«Soy yo en ti desde afuera y dentro de ti. Soy todo momento que empieza después de la palabra pronunciada, y que tantas y diferentes cosas puede significar. Soy lo que está antes de la hierba y el agua. Antes soy de la primera orilla del río crecido que miras espantado.
»Lo sigo siendo en mitad de la corriente avasalladora y lo soy después de la otra orilla del río vencido.
»Solo cruzas porque yo digo ¡caballo!, y porque he anudado a mis nervios tus cuatro patas debajo del agua.
»Solo por eso cruzas y solo por eso existes.
»Solo porque yo digo ¡caballo! en lo alto de la sierra, es que caben tus cuatro cascos nerviosos en lo delgado del trillo, sin que suba por tu vientre y el mío el mismo aire helado de matarnos en la barranca.
»¡Caballo! quiere decir que eres otro miembro de mi cuerpo y otra dirección de mi pensamiento.
»Y por tanto y lo mismo, ¡caballo! no eres tú solo en tu soledad, sino los dos cogidos en el puente de una palabra.»
Y sucedió también que el hombre, por tener dominio y seguridad de la palabra en que se concentraba lo mejor de su espíritu, muchas veces quiso aplicarla a la vida para su dominamiento sin que esta se estremeciera y mucho menos hiciese su voluntad.
Y entonces halló que solo era Dios con su bestia y la amó más y vio que estaba tan sujeto de ella y tan pendiente como la bestia de su persona.
También el caballo ante el viento devastador y el trueno, hubiera querido la palabra ¡caballo! para conjurar su espanto.
De modo que solo hubo una isla donde ambos coincidieron para destruir sus limitaciones, y esta isla fue la palabra ¡caballo!
Y así creció y así tuvo, además, otras famas en la comarca el alazán:
—«Al caballo de Fresneda usted va y se lo dice y no tiembla, pero como sea el dueño quien lo diga: —¡brrrr!, de la cabeza a las patas. Hasta el aire en derredor se estremece. Y solo es Fresneda quien le oye el sonido de los huesos. De noche, vea, de noche; por suelto que esté en el potrero, por lejano o por cerca de la casa, como Fresneda salga al portal y se lo diga: — ¡caballo!, de modo que el viento le lleve la palabra donde quiera que esté, usted siente en el silencio de las estrellas un estremecimiento de bestia que viene en contra del aire: —¡brrrr!, y se oye.
»Y qué hermoso el alazán de Fresneda; siete cuartas de alzada y un pelo con brillo lo mismo de día que de noche, como si se guardara la luz. Su paso un río nadando y la crin y la cola, igualitas, de un mismo dorado.
»Y por eso, tal vez, una noche se lo robaron.
»Fresneda anduvo los cuatro lados del mundo, buscándolo; y, ¡qué pena!, aún teniéndolo tan cerca no lo halló.
»Porque ocurre que se acobardaron los ladrones; de modo que después de enlazada la bestia, se llenaron de temor o lo pensaron de otro modo, porque era un doble robo con más culpa quitarle a un hombre el cuerpo que ha hecho del corazón de una bestia y del suyo.
»Y allí lo dejaron; entiesadas las patas, rígido, la boca amordazada para el relincho, oculto en el varentierra que estaba solo a cuatrocientos metros de la puerta de Fresneda.»
Y Fresneda buscándolo por todos los pastos del mundo.
¿Pero quién se iba a acordar del varentierra que una vez fue hecho por si los huracanes, y luego quedó olvidado y trepado de cundiamor?
Y allí murió el caballo, entiesado y de pie. Y pasó un año largo, y todo el pelo de Fresneda se le puso blanco. Y un día fue Fresneda al varentierra y entonces entró y vio el caballo todavía entiesado, todavía de pie en sus cuatro patas muertas y dio Fresneda un paso dentro del varentierra y dijo:
—¡Caballo!
Y el caballo, estremeciéndose, se desmoronó al suelo en una nube de polvo muerto.
FIN