Buenas esperanzas
El administrador (que, además, también era redactor jefe o algo así) lo miraba benévolamente y repetía:
—Comprendo tu impaciencia, me doy cuenta de tu situación, pero, mira, no depende solo de nosotros: nosotros también estamos condicionados por… y debemos esperar a que… ¡Ojalá pudiéramos disponer de fondos a nuestra voluntad…! En cierto sentido tú tienes razón, es más, tienes toda la razón. La serie de artículos sobre los efectos sociales de las actividades creativas aún no se te ha pagado. Pero, como te iba diciendo…
Su mirada (la del administrador) era limpia y casi amorosa, casi solidaria, la verdad. En cuanto a su nariz, revelaba de vez en cuando, según los mínimos movimientos del rostro, una cierta blandura grotesca: carnosa y en punta, descendía a menudo sobre la boca, incluso vibrando. Nariz de mono, del mono llamado exactamente “narigudo”. Y él, el literato, mientras observaba sin alegría ni interés esta particularidad, se decía: “Ahí tienes a éste. En el fondo es exactamente así como hay que ser: un poco sinceramente, un poco falsamente amigo de alguien o, mejor, de todos, un poco falso, muy superficial, de palabra desenvuelta en cualquier lamentable circunstancia, con bastante energía o, tal vez, vehemencia, o tal vez verdadera pasión como para hallarse presente allí donde juegos intelectuales y oportunidades de lograr algo útil nos reclamen…”. Por lo demás, todo ello no tenía nada que ver con el asunto.
—Quédate tranquilo —concluyó el otro—. En cuanto recibamos la carta no te fallaremos.
—¿Y cuándo será?
—¡Quién puede saberlo!
La carta. ¿Qué carta? ¿De quién? Ni siquiera valía la pena preguntarlo. En cambio, la situación era divertida y como una némesis. El, el literato, y su destino dependían de una carta no muy bien identificada.
Salió de la redacción en el habitual crepúsculo inmemorial… ¿En cuántos de estos crepúsculos urbanos había consumido sus vagas y vanas esperanzas (un tiempo, concretas aspiraciones)? En otro tiempo, en la misma desolación de la hora había hallado argumento y prenda de luz, de felicidad. Si una sola palabra significante hubiera aclarado y hecho brillar el paisaje y el mundo entero, al menos él habría podido mirarlo desde un calor interior, como cuando uno se acurruca entre tibias mantas contra la noche de tempestad (o de lluvia tediosa).
Dejémoslo estar. Por cierto, ¿a qué hora salía su tren? Pues había tenido que hacer un viaje aposta para venir aquí y regresar con tan brillante resultado. Entre los desenvueltos hábitos del otro, del amistoso enemigo, se contaba el de no responder nunca y de ninguna manera a los mensajes de los colaboradores, especialmente a los embarazosos. Bueno, pero, bien o mal, había que volver a casa. ¿Volver, Dios mío, con las manos vacías? El literato volvió a sentirse presa de la aguda obsesión de sus tiernos hijitos sin pan o sin juguetes, de su mujer peleona, acusadora, obsesión que sordamente había estado presente en toda la conversación con el otro.
El otro, sí. Así lo llamaba él para su coleto con una cierta voluptuosidad. Pero, claro, el otro no era nada más que los otros, todos los otros, de los que tan escasa ayuda recibimos. El otro, en cuestión, se reía de sus problemas (no de los suyos propios, entiéndase bien). Las ansiedades del presunto amigo aquí elucubrante le eran ajenas, indiferentes, incluso le resultaban incomprensibles y, en última instancia, al otro no le correspondía sentirse responsable de los variados e irremediables fracasos de nadie: único y general fracaso, es más, que se daba por descontado.
Volvió a casa, pero para salir inmediatamente después. No soportaba esa sensación de vacío en el estómago que siempre le provocaba la falta de dinero, con el añadido de la desesperada y tétrica vida en familia. Partió hacia su pueblo natal. Ya una vez lo había hecho, cuando estaba a punto de sacar el bachillerato. Lo había abandonado todo y había huido allí para recuperar con la caza y con largos ocios las fuerzas prostradas por la evidente inutilidad y el absurdo de sus sudores escolares. Las fuerzas, o sea la confianza en cualquier orden establecido que, precisamente por despreciarlo, había reencontrado.
Ahora era distinto, ahora buscaba el procedimiento adecuado. Quería liberarse definitivamente de sus últimas fuerzas o esperanzas y disponerse cada vez mejor para la inevitable solución… Pero bueno, ¿es que se había reducido a improvisar patrañas sobre los efectos sociales y ni siquiera esto servía para nada? Además, su actual situación solo era la gota que hace rebosar el vaso. Si acaso, había que averiguar por qué precisamente allí, en su pueblo, debía él dar salida a sus ocultas y maduradas intenciones. Pero, probablemente, sucede que cada cual, habiendo decidido por cualquier motivo acabar de una vez, elige el paisaje más familiar. Y elige el modo más congenial. El suyo era, tal vez, una especie de nuevo desaire. Es decir, que habiendo caído tan bajo quería caer aún más abajo.
En la cima de la montaña se abría, y abre, un determinado pozo natural u hoyo o sima; “sumideros” llaman los pastores a estas grietas sin fondo entre las rocas, adonde van a arrojar las carroñas de sus bestias muertas por enfermedad. Pues bien, bastaría con dejarse caer allí dentro: se aprietan puños y dientes, se da un paso adelante y la naturaleza se encarga de los demás, naturaleza que nunca deja de aniquilar lo que ha creado en cuanto se le presenta la ocasión (naturaleza clemente, después de todo, ya que acepta adelantar su objetivo último). Esta forma de muerte, además, tiene una evidente ventaja: que nadie encontrará el cuerpo destrozado y desfigurado, nadie deberá recomponerlo en medio de escalofríos ni temblores, viendo en él el sórdido meollo de la criatura humana y experimentando su horror.
Semejantes preocupaciones, naturalmente, todavía eran un puente lanzado entre él y la vida, todavía una debilidad que había que superar lo más pronto posible. Pero, además… Supongamos: ¿Y si uno, después de haber saltado dentro del pozo, no muere a la primera? ¡Qué terrible agonía! Roto, destrozado, dolorido, fuera del alcance de cualquier oído y, como suprema visión, húmedas y gomosas paredes manchadas de siniestras vegetaciones de las profundidades, y, a una altura inalcanzable, un agujerito crepuscular que es cuanto queda de la luz, del mundo. Se puede durar así días enteros. Es coriáceo el armazón humano… Por la mente del aspirante a suicida pasó algo que le contó su portera. El jubilado enfermo del sexto piso, no pudiendo soportar sus sufrimientos, un buen día se había tirado por el hueco de la escalera. Sin embargo, a pesar de haber caído en el suelo de mármol, no murió de golpe (sino más tarde, en el hospital), y estuvo lanzando gritos estremecedores hasta la llegada de la ambulancia, una hora o casi más tarde. Nadie se atrevía a tocarlo, tan roto y destrozado estaba. Y él gritaba hasta quitar el sentimiento. Los pies —narraba la portera— estaban completamente retorcidos (visión dantesca).
No, no tan atroz debía ser, o eventualmente ser, su propio fin. Veamos: ¿No había un modo o un lugar más seguro para acabar de una vez (al menos) de golpe? Tal vez lo había: Gaeta. La cercana Gaeta, la ciudad de la nodriza de Eneas, de los hipados y de los Dispuestos a Aprender tiene, como todo el mundo sabe, una montaña a pico y una Gruta del Turco, sitios, tal vez, demasiado evidentes. Pero también tiene, al final de un antiguo camino detrás de la prisión militar, un maravilloso salto sobre agudos escollos. Un gran salto, si la memoria le era fiel. ¿Y quién habría presumido, o temido, quedar con vida un solo instante, si se arrojara desde allí? A Gaeta, pues; precisamente en aquel lugar debía cumplirse su destino. La imagen, como ocurre en casos así, se le fijó dentro incluso acariciadora y consoladora: él mismo, destrozado por los escollos, reducido a jirones, borrado, por fin, del mundo.
Despacio: estos detalles no eran más que una conjetura. Al contrario, su cuerpo corría el peligro de, en su caída, recogerse sobre sí mismo, lo cual, sin dejarlo menos muerto y conservándole, sin embargo, una cierta unidad, lo dejaría abandonado a merced de investigaciones y reconocimientos. O sea, que la imagen soñada no cumplía plenamente con las condiciones que requería el caso.
Pero al llegar aquí el literato se dijo que el demasiado pretender es contrario al obtener lo conveniente, que ninguna empresa hay sin riesgo, etcétera. Y, en definitiva, se puede dar por seguro que sermoneándose así alcanzase un acuerdo interior, por lo cual solo faltaba pasar a la acción, a la última y resolutoria: una minucia indiscutible pero irrelevante.
Bueno, ¿cuándo? ¿Cuándo será el esperado final? ¿Y por qué seguía dándole largas al asunto por aquellas montañas, rumiando sus pensamientos, tragándoselos y volviendo a masticarlos y vacilando en lugar de dirigirse inmediatamente allí donde le esperaba su destino?
El leñador llamó a la muerte y, una vez llegada, le rogó que lo ayudara a cargar sobre sus espaldas su propio hatillo… Esto es lo único malo y el verdadero inconveniente: uno puede figurarse la muerte próxima y presente cuanto quiera; no por ello la acepta.
Pero no había la menor duda; un día u otro él vencería esta natural repugnancia.
FIN
Tommaso Landolfi. Fue uno de esos autores que parecen esculpidos a mano, con una obra que desafía tanto al tiempo como al lector. Nacido en Pico, Frosinone, el 9 de agosto de 1908, Landolfi provenía de una familia noble, una condición que marcó su vida y su literatura. Su infancia, teñida por la muerte de su madre cuando él tenía apenas dos años, transcurrió entre Roma, la Toscana y su casa familiar, donde comenzó a gestar esa figura romántica y solitaria que lo acompañaría siempre. La ausencia y el aislamiento, temas recurrentes en su obra, ya lo acechaban desde su niñez.
Formado en las universidades de Roma y Florencia, Landolfi se graduó en lengua y literatura rusa, un vínculo intelectual que lo llevaría a traducir magistralmente a autores como Gógol y Pushkin, cuyos ecos resonarían en sus propios textos. En 1937, publicó su primer volumen de relatos, Dialogo dei massimi sistemi, y poco después, obras como Il mar delle blatte y La pietra lunare consolidarían su singular estilo, lleno de complejidades lingüísticas, barroquismo y una profunda inquietud existencial.
Landolfi fue un escritor a contracorriente, alguien que eligió permanecer al margen de los grandes movimientos literarios de la Italia de la posguerra. A lo largo de su vida, cultivó una imagen de dandy, emulando a figuras como Byron o Baudelaire, pero siempre con una mirada aguda y mordaz hacia la realidad que lo rodeaba. Esta distancia, que mantenía tanto en la vida como en sus escritos, le permitió desarrollar una voz única, apreciada por autores de la talla de Eugenio Montale e Italo Calvino.
A pesar de su constante huida de los círculos intelectuales, Landolfi fue un escritor prolífico. Su narrativa, teñida de un profundo escepticismo y marcada por la influencia de autores como Dostoyevski y Kafka, explora los recovecos más oscuros del alma humana. Obras como Racconto d’autunno o A caso, que le valió el Premio Strega en 1975, son ejemplos de esa búsqueda constante de sentido en un mundo caótico y absurdo. Pero no fue solo narrador; sus diarios, como La biere du pecheur o Rien va, son retratos íntimos de un hombre obsesionado por el azar, el destino y el juego, una pasión que lo llevó a las casas de apuestas de San Remo y Venecia, donde pasaba largas temporadas.
Landolfi fue, ante todo, un escritor de frontera, tanto en su vida como en su obra. Traductor, poeta, narrador, y cronista de sus propios abismos, su legado literario, aunque en gran medida desconocido para el gran público, es un tesoro oculto en la literatura italiana del siglo XX. Desde 1992, su hija Idolina Landolfi ha dirigido la publicación de su obra, y en 1996 se creó el Centro de Estudios Landolfianos, asegurando que su singular y fascinante voz continúe resonando entre los lectores que se atreven a explorar su laberinto literario.