Bruma en Santone

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El empleado de la farmacia escruta el pálido rostro semioculto por la solapa del abrigo, que está levantada.

—Preferiría no dárselas —vacila—. Ya le he vendido media docena de sellos de morfina hace media hora.

El cliente sonríe con tristeza.

—La culpa la tienen estas calles intrincadas. No era mi intención molestarlo dos veces, pero supongo que me he desorientado. Perdóneme.

Se cubre más aún con la solapa y sale lentamente. En la esquina se detiene bajo un farol y juguetea absorto con tres o cuatro cajitas de cartón.

—Treinta y seis —se dice—. Más que suficiente.

Porque esa noche había caído sobre Santone una bruma gris, posando la mano de su opaco terror sobre las gargantas de los habitantes de la ciudad:

Se calcula que hibernaban en ella unos tres mil inválidos. Habían llegado de muchos sitios lejanos dado que allí, entre aquellas apretadas calles divididas por el río, había decidido demorarse el dios Ozono.

¡Sí, señor, la atmósfera más pura de la tierra! De la presencia del río que serpentea por nuestra ciudad, deducirá usted que somos enfermos de malaria, ¡pero no, señor! Reiterados experimentos llevados a cabo tanto por el gobierno como por expertos locales, han demostrado que nuestro aire no contiene nada malsano, ningún otro elemento que el ozono, señor, ozono puro. A lo largo de todo el río se han realizado pruebas con papel tornasol, con el resultado de que… Pero es mejor que lo lea en los prospectos. En todo caso, los santonenses se lo recitarán palabra por palabra.

Pero si bien nos favorecen las condiciones climáticas, el tiempo está en contra nuestra. Por lo tanto, no hay que echarle a Santone la culpa de esa fría niebla gris que llegó para besar los labios de los Tres Mil y después los entregó al suplicio. Aquella noche la tuberculosis, cuyos estragos no se detienen ante las esperanzas ajenas, se multiplicó. Los retorcidos dedos de la lívida niebla, por lo tanto, no se retiraron sin ensangrentarse. Muchos de los devotos del ozono capitularon frente al enemigo antes del alba, los ojos vueltos hacia la pared en esa inexpresiva apatía de aislamiento que tanto aterroriza a los testigos. Varias almas fueron arrastradas por la corriente de la hemorragia, dejando atrás patéticos cadáveres tan blancos y helados como la misma niebla. Dos o tres confundieron el fantasma atmosférico con una revelación de gozos imposibles, enviada para demostrarles qué locura egregia es meterse aire en los pulmones nada más que para volver a exhalarlo, con lo cual los pobres decidieron darse alivio recurriendo a las pistolas, al gas o a la magnanimidad del muriato.

El comprador de morfina deambula entre la niebla, hasta que por fin se encuentra en un puentecito de hierro, uno de los muchos que hay en el corazón de la ciudad, bajo el cual fluye el río tortuoso. Se apoya en la baranda y boquea, pues en ese lugar la niebla se ha concentrado, extendiéndose como una alfombra, para agarrotar a los que transiten por ella. Los transeúntes del puente se irritan ante la persistencia de la tos y se apartan con una suerte de estremecimiento físico y como diciéndole: «¡Ea, señor! Un poco herrumbroso, el frío este, pero no viene de nuestro río. Se han hecho pruebas con papel tornasol por toda la ribera y no hay más que ozono. ¡Ea!».

Al fin el hombre de Memphis se recobra lo bastante para advertir que a tres metros de él, apoyado en la baranda, hay otro individuo que acaba de salir del paroxismo. Existe entre los Tres Mil una complicidad de logia que prescinde de las formalidades y presentaciones. Un acceso de tos obra como tarjeta de presentación; una hemorragia, como carta de crédito. El hombre de Memphis, más recuperado, es el primero en hablar:

—Goodall, de Memphis. Tuberculosis pulmonar. Supongo que en fase terminal.

Los Tres Mil economizan palabras. Las palabras son aire, y ellos necesitan el aire para firmar los cheques del médico.

—Hurd —resuella el otro—. Hurd de Toledo, Ohio. Catarro bronquial. De Dennis, lo llaman, según mi médico. Me ha dicho que viviré cuatro semanas, si me cuido. ¿Usted ya tiene el certificado?

—Mi médico —responde algo burlonamente Goodall de Memphis— me ha dado tres meses.

—Oh —anota el hombre de Toledo, rellenando con gemidos los grandes huecos de su charla—, maldita sea la diferencia. ¡Por lo que significan los meses! Yo espero… reducir mi plazo a una semana… y morir en un coche de cuatro ruedas, y no de tos. Estuve pensando… que prefiero estirar la pata en un bar. Los he frecuentado bastante… desde que me enfermé. Oiga, Goodall de Memphis…, si su médico le ha dicho que le falta tan poco para palmarla…, ¿por qué no… se va de parranda y apresura el trámite… como hago yo?

—Parranda —dice Goodall como si acariciara una idea flamante—. Nunca lo he hecho. En realidad tenía pensado otra cosa, pero…

—Vamos a beber unas copas —invita el de Ohio—. Yo… hace dos días que estoy probando, pero ese líquido del de… monio ya no pega como antes. Goodall de Memphis, ¿cómo anda su respiración?

—Veinticuatro.

—¿Y la temperatura diaria?

—Treinta y ocho.

—Puede conseguirlo en dos días. A mí me llevará una semana… Anímese, amigo Goodall… Diviértase todo lo que pueda… Después, despídase bien curda y ahórrese dinero y problemas. ¡Caray, si esto es un lugar de reposo, yo soy un bala perdida! El mejor fantasma del lago Erie tardaría dos minutos en perderse.

—Usted ha dicho algo sobre un trago —apunta Goodall.

Unos minutos más tarde se instalan junto a un mostrador reluciente, acodados en el apoyabrazos. El camarero que les sirve las copas, rubio, fornido, elegante, enseguida se percata de que sus clientes pertenecen a los Tres Mil. Observa que uno de ellos es un hombre maduro, bien vestido, con la cara chapada y angulosa; el otro, casi un muchacho del cual se advierte poco más que el abrigo y los ojos. Disfrazando con habilidad el tedio que surge de las repeticiones, el camarero se pone a salmodiar la cantinela de la salubridad de Santone.

—Qué noche más brumosa, ¿verdad? No es común en nuestra ciudad. A veces sube un vaho del río, pero nada dañino. Se han hecho muchas pruebas…

—Al infierno con vuestro papel tornasol —jadea Toledo—. No es personal, por supuesto… Ya hemos oído hablar de él… Déjelo que se ponga rojo, blanco y azul… Lo que queremos es hacer otro experimento con… ese whisky. Vamos, yo pago la última ronda, Goodall de Memphis.

La botella pasa de uno a otro, y no se le permite abandonar el mostrador. El camarero contempla cómo dos demacrados inválidos engullen una cantidad de Kentucky Belle suficiente para echar por tierra a una docena de vaqueros, sin reflejar más emoción que un interés absorto en las peregrinaciones de la botella. De modo que se siente impulsado a manifestar cierta inquietud por las consecuencias.

—No lograremos emborracharnos de aquí al Día del juicio —responde Toledo—. Nos han… vacunado con whisky… y aceite de hígado de bacalao. Lo que a usted le costaría una noche en la cárcel… a nosotros solo nos da sed. Sirva otra botella.

Es muy arduo ir al encuentro de la muerte por ese camino. Debería hallarse alguna fórmula más expeditiva. Salen del bar y vuelven a sumergirse en la niebla. Las aceras son meros rebordes al pie de las casas. La calle es un barranco helado que la niebla rebasa. No muy lejos está el barrio mexicano. Un rasgueo de guitarra, acompañado por la desalentadora voz de una señorita, se acerca por el aire espeso, como guiado por cables.

En las tardes sombrías de invierno

en el prado a llorar me reclino

y maldigo mi infausto destino,

una vida, la más infeliz.

Ni Toledo ni Memphis comprenden la letra, pero las palabras son lo menos importante de la vida. La música destroza los corazones de los buscadores de Nepente, incitando a Toledo a comentar:

—Me pregunto qué será de mis hijos… ¡Por Dios, mister Goodall de Memphis, hemos bebido demasiado poco whisky! Preferiría no oír música, si no le molesta. Con la música uno se olvida de borrar los recuerdos. —Entonces Hurd, de Toledo, consulta su reloj y dice—: ¡Que me cuelguen! Tengo una cita a las once para ir a caballo a las cascadas de San Pedro. Yo, un tipo de Nueva York y las hermanas Castillo del jardín de Rhinegelder. El de Nueva York sí que tiene suerte… Le queda un pulmón entero… Suficiente para un año… Y le sobra dinero. Lo paga todo… No me puedo permitir el lujo… de perderme la juerga. Lamento que usted no venga. Adiós, Goodall de Memphis.

Dobla la esquina y se aleja, cortando así los vínculos de amistad con la facilidad con que solo los moribundos lo hacen, porque la de la disolución es en el hombre la hora suprema del egoísmo y el amor propio. Pero antes de perderse en la bruma, se da la vuelta y exclama:

—¡Oiga, Goodall de Memphis! Si usted llega antes que yo, dígales que esperen a Hurd de Toledo, Ohio.

Así abandona a Goodall su tentador. El joven, sufrido y despreocupado, se toma su tiempo para toser y, recompuesto, vaga por una calle que no conoce ni le interesa. Llegado a cierto punto percibe una puerta de vaivén y oye filtrarse por ella un sonido de instrumentos de cuerda y de viento. Al llegar ve que entran dos hombres y los sigue. Hay una especie de antecámara poblada de palmeras, cactus y adelfas. En las pequeñas mesas de mármol se reparten los parroquianos, mientras dependientes calzados con zapatillas sirven cerveza. Todo es limpio, ordenado, alegre, melancólico, como si respondiera a la escala germánica del bienestar. A su derecha se alza una escalera. Desde allí un hombre hace señas. Goodall extiende la mano, llena de monedas de plata, y el hombre elige una. Goodall sube y ve dos galerías que bordean una sala de conciertos, que ahora lo comprende, está por encima de la antecámara en la que ha entrado y la sobrepasa. Las galerías están divididas en palcos o compartimentos que, con la ayuda de cortinas de encaje, brindan a sus ocupantes alguna intimidad.

Al moverse sin rumbo por el pasillo contiguo a esos cubículos discretos y de buen gusto, en uno de ellos le llama la atención una mujer joven sola, sentada en actitud reflexiva. La joven se percata de su cercanía. Una sonrisa de ella le deja inmóvil, y la consiguiente invitación le impulsa, aunque vacilante, hasta la otra silla del compartimento, que está separada de la de ella por una mesita.

Goodall solo tiene diecinueve años. Hay quienes, escogidos por la terrible diosa Tisis para ensañarse en ellos, primero ganan en hermosura; el muchacho es uno de ellos. Su rostro es de cera, y una espantosa belleza nace del insidioso ardor de sus mejillas. Sus ojos reflejan una visión ultraterrena suscitada por la certidumbre de su destino. Como al hombre se le prohíbe imaginar con precisión su suerte, es inevitable que se estremezca cada vez que el velo se corre aunque solo sea un poco.

La joven está bien vestida y exhibe una belleza caracterizada por su tersura y feminidad, un atractivo a lo Eva que no parece destinado a desvanecerse.

Los peldaños por los cuales ambos acceden a un cierto plano de comprensión no poseen nada de material; son pocos y breves, como corresponde a la ocasión.

A menudo recurren a un botón que hay en el tabique, y a esa señal va y viene el camarero.

La belleza triste no obtiene nada del vino; dos gruesas trenzas del rubio cabello de la muchacha caen casi hasta el suelo; es una descendiente directa de Lorelei. De modo que el camarero trae cerveza: efervescente, helada, de un dorado verdoso. En el escenario, la orquesta toca «Oh, Rachel». Los jóvenes ya han intercambiado una buena dosis de información. Ella lo llama Walter, y él la llama miss Rosa.

A Goodall se le ha soltado la lengua y ha contado toda su vida; ha hablado de su hogar de Tennessee, de la vieja mansión con columnas, rodeada de robles; de los establos, de las cacerías, de sus amigos, hasta de los pollitos y de los arbustos de boj que flanquean los senderos. De su viaje al Sur para que el clima lo liberase de la hereditaria maldición que pesa sobre la familia. Le ha dicho todo sobre sus tres meses en un rancho, las cacerías de venados, las cabalgadas y los festejos en los campamentos vaqueros. Luego, sobre su llegada a Santone, donde un especialista eminente le dio a entender que, con toda seguridad, a su calendario no le quedaban más que dos hojas. Y, por fin, sobre esa noche gélida y blanca como la muerte que se ha cernido sobre él, dejándole exhausto e impeliéndole a buscar un puerto en medio del horrible oleaje.

—Esta semana no llegó la carta habitual de mi familia —le dijo— y me sentí muy desgraciado. Sabía que no me quedaba mucho tiempo, y estaba cansado de esperar. Salí a comprar morfina en todas las farmacias donde quisieran venderme unos sellos. Reuní treinta y seis y estaba por volver a mi cuarto para tomarlos, pero en el puente encontré a un hombre que me dio otra idea. —Goodall pone sobre la mesa una pequeña caja de cartón—. Las he guardado todas aquí.

Mujer al fin, miss Rosa no pudo evitar abrir la caja y, a la vista de esos comprimidos de aspecto inofensivo, sintió un escalofrío.

—¡Qué espanto! Pero ¡cómo pueden matar a una persona estas pastillitas!

Sin embargo, está claro que podían. Walter lo sabía. ¡Nueve gramos de morfina! Y bien, bastaba la mitad.

Miss Rosa quiere saber sobre mister Hurd de Toledo, y se la complace. Ríe como una niña regocijada.

—¡Qué individuo más gracioso! Pero cuénteme más de su hogar y sus hermanas, Walter. De Texas, tarántulas y vaqueros ya conozco bastante.

En el estado de ánimo en que se encuentra, a él el tema le resulta grato y despliega frente a ella los detalles simples de un verdadero hogar: los pequeños vínculos y ternuras que colman el corazón del proscrito. Una de sus hermanas, Alice, constituye un apartado sobre el cual le encanta explayarse.

—Es como usted, miss Rosa —dice—. Tal vez no tan bonita, pero simpática, buena y..

—¡Por favor, Walter! —dice bruscamente miss Rosa—. Hablemos de otro tema.

Pero sobre la pared exterior se proyecta la sombra de un hombre alto, de paso silencioso, elegantemente vestido, que se detiene un instante ante las cortinas y luego entra. De inmediato llega el camarero con un mensaje:

—Dice mister Rolfe que…

—Respóndale a Rolfe que tengo un compromiso.

—No sé a qué se debe —dice Goodall de Memphis—, pero ahora ya no me encuentro tan mal. Hace una hora deseaba morir, pero desde que la he conocido, miss Rosa, quiero seguir viviendo.

La joven rodea la mesa, le pasa un brazo sobre los hombros y le da un beso en la mejilla.

—Debe hacerlo, querido muchacho —dice—. Sé lo que le pasaba. Lo que había deprimido su espíritu, y el mío, era esa bruma triste. Pero fíjese ahora.

Con un ligero brinco ha descorrido las cortinas. En la pared de enfrente hay una ventana e ¡increíble!, la niebla se ha disipado. Una vez más la luna indulgente viaja por el cielo nítido. Tejados, parapetos y agujas lucen un suave esmalte nacarado. Dos, tres veces el río recobrado devuelve a las casas la luz del firmamento. El amanecer traerá un día vivificante, dulce y próspero.

—¡Hablar de la muerte cuando el mundo es tan bello! —dice miss Rosa sin retirar la mano del hombro del muchacho—. Por favor, Walter, prométame una cosa. Prométame que irá a su casa a descansar y se dirá: «Quiero sanar», y lo hará.

—Lo haré si usted me lo pide —dice el joven con una sonrisa.

El camarero trae copas llenas. ¿Acaso lo han llamado? No, pero ha hecho bien. Ahora puede marcharse. Una copa de despedida. Miss Rosa dice:

—Por nuestro próximo encuentro.

Los ojos de él ya no miran el vacío, sino algo que es la antítesis de la muerte. Esta noche sus pies han hollado un país desconocido. Obediente, se apresta a retirarse.

—Buenas noches —dice ella.

—Nunca había besado a una muchacha —confiesa él—, salvo a mis hermanas.

—Tampoco lo ha hecho hoy —ríe ella—. He sido yo quien le ha besado a usted. Buenas noches.

—¿Cuándo volveré a verla? —insiste él.

—Me ha prometido ir a su casa —dice ella frunciendo el ceño— y curarse. Tal vez volvamos a encontrarnos muy pronto. Buenas noches.

Él vacila, el sombrero en la mano. Ella le dedica una ancha sonrisa y lo besa de nuevo en la frente. Le observa alejarse por el pasillo y vuelve a sentarse frente a la mesa.

La sombra vuelve a proyectarse sobre la pared. Esta vez el hombretón de andar suave separa las cortinas y se asoma. Su mirada encuentra la de miss Rosa y así permanecen, en silencio, medio minuto, librando un combate con las armas más nobles. Por fin el hombre deja caer las cortinas y sigue su camino.

De pronto la orquesta deja de tocar y una voz importante habla desde un palco, al otro extremo del pasillo. Sin duda algún ciudadano ha recibido visitas, y miss Rosa se reclina en la silla y sonríe al oír algunas de las palabras.

—La atmósfera más pura del mundo…, con papel tornasol a lo largo de la ribera…, por completo inocuo…, nuestra ciudad…, ozono puro.

El camarero regresa a buscar la fuente y los vasos. Al verlo entrar, la joven estruja una cajita vacía, de cartón, y la arroja a un rincón. Valiéndose del alfiler de su sombrero, está disolviendo algo en el vaso.

—Vamos, miss Rosa —dice el camarero con cortés familiaridad—, ¡aún es muy temprano para echar sales en la cerveza!

FIN

O. Henry. William Sydney Porter, mejor conocido por su seudónimo O. Henry, nació el 11 de septiembre de 1862 en Greensboro, Carolina del Norte. Este escritor estadounidense es ampliamente celebrado por su habilidad para crear cuentos con giros narrativos inesperados, una técnica que popularizó la expresión "un final a lo O. Henry".

La vida de O. Henry estuvo marcada por la tragedia desde temprana edad. Perdió a su madre a los tres años debido a la tuberculosis y se trasladó a vivir con su abuela paterna junto a su padre, un médico. Porter mostró desde joven un gran amor por la lectura y una notable dedicación a sus estudios, graduándose de la escuela elemental en 1876 y obteniendo el título de farmacéutico en 1881.

Su juventud fue tumultuosa. En 1882, se mudó al condado de LaSalle, Texas, donde trabajó en un rancho de ovejas. Luego, en 1884, se trasladó a Austin, donde comenzó a utilizar el nombre O. Henry, inspirado por un gato llamado Henry. Durante este período, también empezó a aprender español y a luchar con problemas de alcoholismo. En 1887, se casó con Athol Estes, con quien tuvo dos hijos, aunque el primero murió poco después de nacer.

En 1894, O. Henry fundó el semanario humorístico "The Rolling Stone", que fracasó al poco tiempo. Posteriormente, trabajó como periodista en el "Houston Post". En 1895, fue acusado de malversación de fondos mientras trabajaba en el First National Bank de Austin. Escapó a Honduras, donde vivió durante siete meses y escribió relatos inspirados en su estancia en Centroamérica. Sin embargo, regresó a Estados Unidos en 1897 cuando su esposa enfermó gravemente y, tras su muerte, fue arrestado y condenado a cinco años de prisión.

Durante su tiempo en la cárcel, O. Henry comenzó a escribir relatos cortos para mantener a su hija, publicando su primer cuento en una revista de renombre en 1899. Al salir de prisión en 1901, se mudó a Nueva York, donde vivió el resto de su vida. A pesar de su éxito literario y reconocimiento, su adicción al alcohol persistió, llevándolo a una vida económicamente inestable.

En Nueva York, O. Henry se ganó la fama con cuentos que capturaban la vida de la ciudad y sus habitantes comunes. Sus obras más conocidas, como "El regalo de los Reyes Magos" y las colecciones "Heart of the West" y "The Four Million", destacan por sus finales ingeniosos y su capacidad para reflejar la vida cotidiana con humor y humanidad.

O. Henry murió el 5 de junio de 1910 en Nueva York debido a una cirrosis hepática. Fue sepultado en Asheville, Carolina del Norte, junto a su hija Margaret, quien falleció en 1927. Su legado perdura a través de sus cuentos y del Premio O. Henry, que honra anualmente a los mejores relatos cortos y ha sido otorgado a destacados escritores como William Faulkner, Dorothy Parker y Flannery O'Connor.

Con su estilo inimitable y sus finales inesperados, O. Henry sigue siendo una figura central en la literatura estadounidense, dejando una huella imborrable en el arte del cuento corto.