Lo declarado a continuación es la verdad de los hechos. El requerido cuyo nombre conocido por mí es Revelli, me llamó al Banco por la tarde, ese día que ustedes dicen. Fui al teléfono bien seguro de que el jefe me controlaba desde su escritorio. Me tiene marcado; cuando salga, esta averiguación va a perjudicar mi foja, pero han sido las circunstancias, que a uno lo van arrastrando, sin darse cuenta. Son las ideas de la juventud y uno no piensa que ya es grande. Mi esposa es contraria a todo esto; ella no tiene nada que ver. Con dos años de matrimonio, todavía no entiende que se puede tener ideas y ser al mismo tiempo una persona responsable. Yo pongo cada cosa en su lugar: la política es la política y la familia es la familia. Le decía, cada vez: “¿No llevamos una vida como todo el mundo? ¿No tenemos todo lo que nos hace falta, hasta el auto?” No recuerdo la hora, no. Fue como a los quince minutos de abrir el Banco. Estuve seco, por el jefe, pero además porque es mi estilo con esta gente. Me han dicho que el jefe va apuntando cada llamada y hace una estadística para la gerencia de Personal, empleado por empleado. Habría que preguntarle, sí. La pachorra de Revelli me sacaba de quicio. Siempre sin apuro, como si el tiempo fuera de él solo. Ya se sabe(bueno, a ustedes no voy a decirles) cómo están los teléfonos, pero por más que se lo repetía, todo le resbalaba. “Al fin y al cabo, Chaná, sos un dirigente gremial, un delegado de la Asociación en la Mesa de la CNT”, me contestó un día, no sé si en broma, mientras caminábamos por la playa del Cerro, donde está la casita, “Hay que jugársela un poco.” Yo era Chaná, si. Eso fue a fines de octubre, cuando cayó la casita. No recuerdo el día, no, pero había mucho viento. Si lo pienso bien, no entiendo a este tipo. Mejor dicho, créanme, no los entiendo a ninguno de ellos. Andan a cara limpia, citan en cualquier café, se demoran una barbaridad en el teléfono, funcionan como si fueran gente igual a nosotros. Nunca cuentan nada de ellos mismos sobre lo que piensan. No las ideas, sino lo que realmente piensan hacer. Por eso les vengo diciendo a ustedes que yo no sé nada de planes, ni de operaciones. A mí no me lo contaban, por lo menos. Este, ni sé siquiera si se llama de verdad Revelli; firmaba con un garabato los recibos de los libros que vende. A veces lo veía venir por Rincón, con su valija y los pies planos (sí, creo que tiene pies planos) y pensaba que yo debía estar loco para confiar en ese tipo. Y después me decía que en quién, si no. Pero ni una discusión política seria, ni un planteo, ni una opinión. Al principio le tiraba de la lengua, claro que sí. “Viejo, hoy el Partido les dio con un hacha, en el editorial sobre las dos vías.” Se quedaba mirándome, masticando las pastillas de menta que no se le caen de la boca. No sé la marca, no. Y él, como siempre: “Compartimentación, Chaná. Más acción y menos polémica. Releéte las Treinta Preguntas.” Sí, yo era Chaná, ya les dije. No sé quién me lo puso. “Son unos inconscientes, nada les importa nada”, decía mi mujer. “No tienen familia establecida, ni obligaciones de seres normales, ni piensan en el futuro de sus hijos.” Yo le contestaba, aunque no estaba muy seguro, que en el futuro sí, pero ella nunca se ha metido en esto y creo que tiene razón, desde su punto de vista, porque está influida por la hermana. “Te usan”, me dijo una noche. “¿Cuándo vas a darte cuenta de que te usan, de que no les importas como ser humano, porque para ellos sos un burgués? ¿Cuándo vas a darte cuenta de que no tenemos nada que ver con esos disparates de cambiar lo que ya está bien, no digo que sea perfecto, pero ese no es el modo? ¿No has visto cómo los matan todos los días?” Sí, la conversación por teléfono, ya, ya. “¿Que querés?”, le dije. “¿Viniste con el auto?” “Claro. ¿Qué se te frunce, ahora?” “¿Siempre el Fiat blanco?” “¿Y cuál va a ser? Mirá, tengo gente esperando en la ventanilla.” “¿Compraste algún libro nuevo?” “Sí”, le dije, y vigilaba al jefe en el reflejo de un vidrio. “Ahora discúlpame, pero tengo que cortar.” “¿Leíste lo de ayer en la sucursal de tu banco?” “Sí. Tengo unos libros nuevos. Así que este mes no vengas.” “¿A qué hora salís?” “Son unos cuantos. Entre seis y siete. Pero no cuentes con esos, porque son prestados. Bueno, te dejo.” “Esperá, espera un poco. A las ocho, entonces, que ya es de noche. Pará el auto en Canelones y Requena. Hay que levantar a uno.” “Ni soñés. No voy a comprar un libro más. A mí no me usan, ni vos ni nadie, ¿sabés? Te importa un carajo mi situación.” “Chaná…” (sí, lo dijo por teléfono). “Chaná te importa dos carajos.” (Sí, yo también, pero fue la furia.) “Lo levantás ahí y lo llevás a otro lado, cerca, que él te va a decir. Quince minutos apenas y las ocho es una hora piola.” “No sé, no te prometo nada.” Fui, ustedes saben. Esa noche tenía que encontrarme con mi mujer, mi cuñada y el marido, para cenar en Morini y después ir a la Comedia Nacional. El ya había sacado las entradas o las consigue en el Ministerio, no sé. ¿Se acuerdan de cómo llovía esa noche? Estacioné el auto sin luces y me pareció mejor parar el limpiaparabrisas. Así no veía lo que pasaba afuera, para sentirme más seguro y el auto parecía sin gente. A las ocho y media no había aparecido nadie y yo iba por el cuarto Republicana. Los cigarrillos negros me dan acidez, pero mala suerte, son mi único vicio. “Costumbre por haber nacido en La Teja”, me carga el marido de mi cuñada. Cuando no anda de uniforme se pone chistoso, al menos en familia. A las nueve menos cuarto el auto estaba lleno de humo, pero no bajé la ventanilla. Revelli me había dicho que ustedes se fijan más en los coches estacionados sin luces y con los vidrios bajos. Me puse un Republicana apagado en la boca, dejé la cajilla fuera del alcance de la mano y entonces dieron los golpecitos de siempre en el techo… Dos-dos-tres-uno. Y le abrí la puerta. Identificarlo, sí. Flaco, como de veintiuno o veintidós años, rubio, gorra de visera a cuadros, sin abrigo, con una campera de cuero empapada. De clase media pobre, como un estudiante de la Universidad del Trabajo. Al principio no lo miré bien, por el arranque y los cambios; lo único que quería era irme de una vez. Se sentó contra la puerta. El auto se llenó de un olor a ropa mojada y a sudor. “¿Adónde?”, le dije. “Vengo de parte del de los libros, que tiene con usted el crédito doscientos ochenta y dos raya setenta.” “Sí. ¿Adónde?” “A la Rambla, frente al club de golf. ¿Podrá?” Tenía una voz débil, medio ronca, como si fuera asmático o estuviera muy cansado. O las dos cosas, tiene razón el señor. Tomé por bulevar España manejando despacio, porque la lluvia nublaba el parabrisas y se oía el agua de la calle inundada resonando en la chapa del piso. Me imaginé que el agua podía mojar los frenos o las bujías. Tenía miedo, claro, de que hubiera que llamar al auxilio del Automóvil Club, en mi situación. Dicen que ustedes controlan todas esas llamadas. Al muchacho nunca lo había visto, no señor. No me dijo si había estado en lo de la agencia. Puede haber sido el efecto de la luz verde del tablero, pero me pareció enfermo. Tenía una cara chupada, lampiña. El agua le chorreaba por el pelo muy largo. Lunares, no me fijé. Olía cada vez peor, pero cuando quise abrir un poco la ventanilla de su lado, me tocó con la mano húmeda, para que no. “¿Tenés miedo?”, le dije. “No, un poco de frío.” “¿Comiste?” “Esta mañana. Café con leche, pero tuve que irme del bar antes de terminarlo, porque pusieron el informativo de la radio.” “¿Dónde dormiste anoche?” “Por ahí, en los trolebuses.” “¿Querés un cigarrillo? Son negros.” “Bueno.” Agarró la cajilla y sacó uno, pero mojó casi todos los demás. Encendí el mío y al darle fuego, vi por primera vez que llevaba en las rodillas un bulto envuelto en diarios. Sí, a eso voy. Por los agujeros del papel mojado vi la lona de una de esas bolsas que usamos para el dinero. Claro, las manejo en cada arqueo. El nombre del Banco no se veía, al menos de mi lado. “ ¿Porqué no lo ponés detrás, en el piso?”, le dije. Me miró sin hablar. Tenía unos ojos que no parecían de la cara, grandes, de pestañas espesas. No, no pude verles el color. Eran lo único que mostraba vida en ese muchacho. Todo lo demás, el cuerpo, los brazos, las piernas, iba tirado en el asiento de cualquier manera. No sé, de mi altura, más o menos, uno setenta y cinco. Daba la impresión de un maniquí, no puedo explicarlo bien. Un maniquí raro, un muñeco como muerto y al mismo tiempo lleno de rabia. Pero los ojos no tenían nada de rabia; estaban como perdidos de amor o algo y, cada vez que pasábamos por un foco de bulevar Artigas, le brillaban en la cara medio escondida por el cuello de la campera. No sé bien el color de la campera. Negra, o marrón. No me contestó, ni soltó el paquete. Le cruzó las manos encima, simplemente y se encogió más en el asiento, fumando. Se me ocurrió preguntarle si había sido grande el lío del achaque, por el muerto de ellos. “No sé, yo sólo tengo que entregar esto y el fierro.” Cuando oí el ruido, primero creí que estaba llorando y le eché un vistazo de reojo, pero a lo mejor era la lluvia en las pestañas. Después lo miré sin disimulo y qué iba a ser llanto; se estaba riendo sin mover los labios y sin quitar el cigarrillo de la boca, riéndose para adentro. Lo raro, saben, fue que no me sentí ofendido. Mejor dicho, me di cuenta de que la risa no era conmigo, ni contra nadie, no sé si me explico. Le salía despacio por la nariz, con el humo, como si estuviera fumándose al mismo tiempo los pensamientos y un amor general. Amor, dije. Era algo bueno. Por lo menos ahí, manejando entre la lluvia y sin saber que ustedes ya venían detrás, esa risa me hacía bien. Esto no lo ponga, pero se me ocurrió, de pronto, que uno podía realmente, sin dar razones, sin hablar, ir queriendo a todo el mundo para cuando esto terminara, hasta a ustedes, a condición de que todo estuviera hecho. Esa parte duró un momento. Empecé a decir algo, pero al entrar en la Rambla se me cruzó un camión y creo que eran las Fuerzas Conjuntas. De todas maneras, cuando lo miré otra vez había cerrado los ojos y hasta pienso, ahora, fíjense, que lo de la risa pudo ser imaginación mía. El estaba contra la puerta, oliendo a perro mojado y con su envoltorio roñoso, lo único que tenía en la vida y ni siquiera era suyo, ni siquiera le servía para tomar un café con leche hasta terminarlo. Esperen, carajo. Casi en seguida me avisó, “Es aquí” y arrimé el auto a la vereda. No, frente a los taludes del club de golf. Le alcancé los Republicana que me quedaban. “Llevátelos”. Me miró con aquellos ojos más viejos que él, capaces de mirar el futuro. Ya les dije que el color, no, ¿o son sordos? “No vale la pena, no tengo fósforos”, dijo. Entonces saqué el Ronson de oro que mi mujer me regaló en el primer aniversario y se lo alargué con los Republicana. “Tomá todo”, le dije. “Compañero”, le dije después y él sólo tomó los cigarrillos. Me pareció oírle “gracias”, mientras se iba en la lluvia. No me acuerdo de la hora exacta, ni si siguió por la Rambla. Ustedes, que estaban llegando, ¿no se fijaron? (No entiendo por qué no me detuvieron allí, en vez de hacer toda esa película en el hall del teatro, dicho sea de paso.) Volví al Centro por la Rambla y todavía estaba a tiempo para llegar a la Comedia. Sentía unas ganas de fumar como nunca o de hacer algo y puse la radio, porque no tenía cigarrillos ni nada, ni nada. Dije en voz alta: “País de mierda, milicos de mierda”. Claro que por ustedes, milicos de mierda. A la altura de Ejido, mientras manejaba, fui abriendo las ventanillas, porque había dejado de llover y quena que se fuese el olor antes de que subieran mi mujer, mi cuñada y el mierda del marido, que es como ustedes.
Ahora firmaré, sí, grandísimos hijos de puta.
FIN