Así se hacía en Odesa

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Empecé:

—Rebe Arie-Leib —dije al viejo—, hablemos de Benia Krik. Hablemos de su comienzo fulminante y de su terrible final. Tres sombras interfieren el camino a mi imaginación. Fróim Grach. ¿Acaso el acero de sus actos no es comparable a la fuerza del Rey? Kolka Pakovski. La furia de aquel hombre tenía todo lo necesario para ordenar. ¿Acaso Jaim Drong no vislumbró el brillo del nuevo astro? Entonces, ¿por qué solo Benia Krik subió la escalera de cuerda mientras los demás quedaron abajo, colgando de los vacilantes peldaños?

Rebe Arie-Leib callaba encaramado en la tapia del cementerio. Ante nosotros se extendía la verde tranquilidad de las tumbas. El que espera respuesta debe armarse de paciencia. Al sabio le corresponde ser circunspecto. Por eso Arie-Leib permanecía callado en la tapia del cementerio. Por fin dijo:

—¿Por qué fue él? ¿Por qué no ellos, desea usted saber? Bien. Olvídese por un rato de que tiene gafas en la nariz y otoño en su alma. Deje de armar escándalos ante su mesa escritorio y de tartamudear en público. Imagínese por un instante que arma escándalos en la plaza y que tartamudea en el papel. Es usted un tigre, un león, un gato. Es capaz de pasar la noche con una mujer rusa y la mujer rusa quedará satisfecha de usted. Cuenta usted veinticinco años. Si el cielo y la tierra tuvieran anillas usted se engancharía a las anillas y unía el cielo con la tierra. Su padre es Méndel Krik, el carretero. ¿En qué piensa un padre así? Pues piensa en soplarse una buena copa de aguardiente, en romperle los morros a quien sea, en sus caballos y en nada más. Usted quiere vivir y él le hace morir veinte veces al día. ¿Qué hubiera hecho usted en el lugar de Benia Krik? No hubiera hecho nada. Pero Benia sí hizo. Por eso él es un Rey, mientras que usted hace la higa en el bolsillo.

El, Bencito, fue adonde Fróim Grach, que ya miraba al mundo con un solo ojo y ya era lo que es. Dijo a Fróim:

—Cógeme. Quiero arrimarme a tu orilla. La orilla a la que me arrime saldrá beneficiada.

Grach le preguntó:

—¿Quién eres, de dónde vienes y cómo respiras?

—Hazme una prueba, Fróim —respondió Benia—, y dejemos de restregar las gachas blancas por la mesa limpia.

—Dejemos de restregar las gachas —respondió Grach—. Te haré la prueba.

Los atracadores reunieron el consejo para pensar en Benia Krik. No estuve presente en el consejo, pero se dice que lo reunieron. El difunto Liova el Toro era el responsable.

—¿Qué cosas oculta ese Bencito bajo la gorra? —preguntó el difunto Toro.

Grach el tuerto opinó:

—Benia habla poco, pero sustancioso. Habla poco, pero sientes ganas de que diga algo más.

—Si es así —exclamó el difunto Liovka—, probémoslo con Tartakovski.

—Probémoslo con Tartakovski —decidió el consejo, y todos los que aún albergaban vergüenza enrojecieron al escuchar la decisión. ¿Por qué enrojecieron? Lo sabrá si va adonde le llevo.

Tartakovski tenía los motes de “Judío y medio” y de “Nueve asaltos”. Le llamaban “Judío y medio” porque en ningún otro hebreo cabía tanta audacia ni tanto dinero como en Tartakovski. Era más alto que el policía más alto de Odesa y pesaba más que la judía más gorda. Le llamaban “Nueve asaltos” porque la firma “Liovka el Toro y Co.” lanzó contra su oficina no ocho ni diez asaltos, sino justamente nueve. A Benia, que aún no era Rey, le cupo el honor de perpetrar contra el “Judío y medio” el décimo asalto. Cuando Fróim se lo comunicó él dijo “sí” y salió dando un portazo. ¿Por qué dio un portazo? Lo sabrá si va adonde le llevo.

Tartakovski tiene entrañas de asesino, pero es nuestro. Salió de entre nosotros. Es sangre nuestra. Lleva nuestra carne, como si nos hubiera parido la misma madre. Media Odesa está empleada en sus tiendas. Fue víctima de su gente, de los de Moldavanka. Dos veces lo secuestraron para lo del rescate y una vez, durante un pogrom, lo enterraron con cantantes. Los matones del suburbio maltrataron a los judíos en la calle Bolshaya Arnaútskaya. Cuando escapaba, Tartakovski vio un entierro con cantantes en la calle Sofiskaya. Preguntó:

—¿A quiénes entierran con cantantes?

Los transeúntes le contestaron que enterraban a Tartakovski. La procesión llegó al cementerio del suburbio. Allí los nuestros sacaron una ametralladora del ataúd y dispararon contra los matones del suburbio. “Judío y medio” no se imaginaba tal cosa. A “Judío y medio” le entró un susto terrible. En su lugar cualquier tendero hubiera hecho lo mismo.

El décimo atraco a un hombre enterrado una vez era una grosería. Benia, que aún no era Rey, lo comprendía mejor que nadie. Pero dijo a Grach que sí y aquel mismo día escribió a Tartakovski una carta como todas las cartas de ese estilo:

“Estimadísimo Ruvim Osipovich: El sábado tenga la amabilidad de poner bajo la barrica del agua de lluvia…, etcétera. Si se niega, como últimamente se lo estuvo permitiendo usted, le espera una gran decepción en su vida familiar. Con todo el respeto, su conocido Bención Krik”.

Tartakovski no tuvo pereza y contestó inmediatamente:

“Benia: Si fueras idiota te contestaría como a un idiota. Pero no te reconozco como tal y no quiera Dios que te reconozca. Por lo visto, te haces el niño. ¿No sabes que en la Argentina hubo este año cosecha a rabiar y que nosotros estamos con nuestro trigo sin estrenar?… Te digo con el corazón en la mano que estoy harto de tragar a mi vejez un mendrugo tan amargo y de aguantar estos disgustos después de haber trabajado toda la vida como el último carretero. ¿Qué me queda después de esos trabajos forzados ilimitados? Llagas, pupas, quebrantos y desvelos. Déjate de tonterías, Benia. Tu amigo, más de lo que te imaginas, Ruvim Tartakovski”.

“Judío y medio” hizo lo que debía: contestó a la carta. Pero el correo no la entregó al destinatario. Benia, al no recibir la respuesta, se encolerizó. Al día siguiente se presentó con cuatro amigos en la oficina de Tartakovski. Cuatro muchachos con antifaces y revólveres irrumpieron en la habitación.

—Manos arriba —dijeron y comenzaron a agitar las pistolas.

—Trabaja con más calma, Salomón —observó Benia a uno de los que más alborotaban—. Deja esa costumbre de ponerte nervioso en el trabajo. Se dirigió al dependiente que estaba blanco como la muerte y amarillo como la arcilla y le preguntó:

—¿Está “Judío y medio” en el establecimiento?

—No está en el establecimiento —respondió el dependiente, que se apellidaba Muguinshtein, de nombre Iósif, hijo soltero de la tía Pesia, la que vende gallinas en la plaza Seredínnaya.

—Vamos, ¿quién sustituye aquí al dueño? —inquirieron al pobre Muguinshtein.

—Yo sustituyo al dueño —dijo el dependiente verde como la hierba verde.

—Entonces, ábrenos la caja con la ayuda de Dios —le ordenó Benia y comenzó una ópera en tres actos.

Salomón, el nervioso, metía en la maleta dinero, papeles, relojes y monogramas; el difunto Iósif permanecía ante él con las manos levantadas, mientras Benia relataba historias de la vida del pueblo judío.

—Ya que se hace el Rothschild —decía Benia refiriéndose a Tartakovski—, que reviente. Tú dime, Muguinshtein, como a un amigo: él recibe de mí una carta oficial, ¿qué menos que tomar el tranvía por cinco kopeks y presentarse en mi casa para beber con mi familia una copa de aguardiente y comer lo que Dios nos dé? ¿Qué le impidió hablarme con franqueza? Me hubiese dicho: “Benia, hay esto y esto. Ahí tienes mi balance. Espera un par de días. Déjame respirar. Déjame desentumecerme”. ¿Qué le diría yo? Un cerdo jamás se encuentra con otro cerdo, pero un hombre con otro sí. ¿Tú me comprendes, Muguinshtein?

—Sí, le comprendo —dijo Muguinshtein—, pero mentía: no acababa de comprender para qué “Judío y medio”, un rico respetado y más importante que nadie, tenía que tomar el tranvía para comer con la familia del carretero Méndel Krik.

Mientras, la desgracia rondaba al pie de la ventana como el mendigo al amanecer. La desgracia entró estruendosamente en la oficina. Aunque esta vez traía el aspecto del judío Savka Butsis, la desgracia venía borracha como un aguador.

—Go-gu-go —gritó el judío Savka—, perdóname, Bencito, por haber tardado. Y se puso a patalear y a bracear. Después disparó y la bala dio a Muguinshtein en la barriga.

¿Hacen falta palabras? Un hombre vivo dejó de existir. Un inocente solterón que vivía como el pájaro en la rama se murió por una tontería. Llegó un judío con mañas de marinero y no disparó contra una botella con sorpresa, sino contra la barriga de un hombre. ¿Hacen falta palabras?

—A correr de la oficina —gritó Benia y salió el último. Aún le dio tiempo de gritar a Butsis:

—Te juro por el ataúd de mi madre, Savka, que te enterrarán junto a éste…

Ahora dígame, señorito que corta cupones de acciones ajenas: ¿Qué haría usted en el lugar de Benia Krik? Usted no sabe lo que haría. El sí lo sabía. El era un Rey, mientras que nosotros nos sentamos en la tapia del segundo cementerio judío y nos tapamos del sol con la mano.

El desafortunado hijo de la tía Pesia no se murió en el sitio. A la hora en el hospital se presentó Benia. Invitó al médico jefe y a la enfermera y les dijo sin sacar las manos del pantalón color crema:

—Tengo interés —dijo— en que el enfermo Iósif.

Muguinshtein sane. Por si acaso, me presento: Bención Krik. Con la mejor disposición denle alcanfor, almohadas de aire y habitación aparte. Si no, a cada doctor, aunque sea doctor en filosofía, le tocarán tres metros de tierra.

No obstante, Muguinshtein murió aquella misma noche. Solo entonces “Judío y medio” empezó a gritar por toda Odesa:

—¿Dónde comienza la policía —vociferaba— y dónde termina Benia?

—La policía termina allí donde empieza Benia —le respondía la gente sabia. Pero Tartakovski siguió sin calmarse hasta el día que un automóvil rojo con claxon musical tocó en la plaza Seredínnaya su primera marcha de la ópera “Ríe, payaso”. El auto llegó en pleno día a la casa de la tía Pesia.

El auto parecía rechinar las ruedas, escupía humo, despedía fulgores con su bronce, exhalaba gasolina y tocaba arias con el claxon. Alguien se apeó del automóvil y pasó a la cocina, en cuyo piso de tierra se retorcía la menuda tía Pesia. “Judío y medio” estaba sentado en una silla y hacía aspavientos.

—Canalla —gritó al ver al visitante—, bandido. Que la tumba no te admita. Te echaste la moda de matar a gente viva…

—Mosié Tartakovski —le respondió Benia Krik en voz baja. Llevo un día y pico llorando al querido difunto como si llorase a mi hermano. Pero sé que a usted le importan un bledo mis jóvenes lágrimas. La vergüenza, mosié Tartakovski, ¿en qué caja fuerte guardó su vergüenza? Tuvo estómago para mandar cien míseros rublos a la madre de nuestro difunto Iósif. Cuando oí semejante noticia el cerebro y los pelos se me pusieron de punta.

En este sitio Benia hizo una pausa. Vestía chaqueta color chocolate, pantalón crema y zapatos carmesí.

—Diez mil de un golpe —rugió—, diez mil de un golpe y una pensión hasta su muerte y que viva ciento veinte años. Y si no, salgamos de este local, mosié Tartakovski, y subamos a mi automóvil…

Después riñeron. “Judío y medio” riñó con Benia. No presencié la riña. Pero los que estaban la recuerdan. Quedaron en cinco mil al contado y en cincuenta rublos mensuales.

—Tía Pesia —dijo Benia a la vieja desgreñada que se retorcía en el suelo—, si necesita de mi vida, tómela, pero todo el mundo comete errores. Hasta Dios. Fue un error enorme, tía Pesia. Pero ¿acaso no fue un error que Dios situase a los judíos en Rusia para que sufran igual que en el infierno? ¿Acaso hubiera estado mal que los judíos vivieran en Suiza, rodeados de lagos de primera calidad, de aire de montaña y de franceses a tutiplén? Todos cometen errores. Hasta Dios. Escúcheme con los oídos, tía Pesia. Usted tiene cinco mil en mano y cincuenta rublos hasta su muerte, viva usted ciento veinte años. Iósif tendrá un entierro de primera: seis caballos como seis leones, dos carrozas con coronas, el coro de la sinagoga Brodskaya, Minkovski en persona oficiará la misa de cuerpo presente…

Al día siguiente fue el entierro. ¡Que le cuenten el entierro los mendigos del cementerio! Pregunte de él a los salmistas de la sinagoga, a los vendedores de carne trifa o a las viejas del asilo número dos. Un entierro como éste jamás lo había visto Odesa y el mundo no lo verá. Ese día la policía se puso guantes de hilo. En las sinagogas, adornadas con ramas y abiertas de par en par, ardía la electricidad. En los caballos blancos que tiraban del carro se mecían penachos negros. Abrían la procesión sesenta cantantes. Los cantantes eran niños que cantaban con voz de mujer. Los parnases de la sinagoga de los que venden carne trifa llevaban a la tía Pesia del brazo. Tras los parnases marchaban los miembros de la sociedad de dependientes judíos; tras los dependientes judíos iban los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras parteras. A un costado de la tía Pesia se hallaban las vendedoras de gallinas del Viejo mercado y al otro costado las respetables lecheras de Bugáyevka, envueltas en mantillas color naranja. Pateaban como los gendarmes en un desfile un día de fiesta. Sus anchas caderas olían a mar y a leche. Los últimos eran los empleados de Ruvim Tartakovski. Eran cien o doscientos, o dos mil. Vestían levitas negras con solapa de seda y zapatos nuevos que crujían como lechones en un saco.

Pues bien. Hablaré como Dios habló en el monte del Sinaí desde la zarza ardiente. Ponga mis palabras en sus oídos. Todo lo que vi lo vi con mis propios ojos aquí sentado, sobre la tapia del segundo cementerio, al lado de Moisesito, el tartajoso, y de Shimsón, el de pompas fúnebres. Yo lo vi, Arie-Leib, judío arrogante que vive a expensas de los muertos.

La carroza llegó a la sinagoga del cementerio. Colocaron el ataúd en la escalinata. La tía Pesia temblaba como un pajarito. El chantre salió del faetón y comenzó la misa. Sesenta cantantes lo coreaban. En esto apareció en un recodo un auto rojo. Tocó “Ríe, payaso” y frenó. La gente callaba como difunta. Callaban los árboles, los cantantes, los mendigos. Cuatro hombres aparecieron por debajo del techo rojo y con paso lento llevaron a la carroza un ramo de rosas jamás vistas. Terminó la misa y los cuatro hombres arrimaron al ataúd sus hombros de acero, y con fuego en los ojos y el pecho abombado caminaron junto a los miembros de la sociedad de dependientes judíos.

Delante marchaba Benia Krik, al que nadie llamaba aún el Rey. Llegó el primero a la tumba, subió al montículo y extendió la mano.

—¿Qué quiere hacer, joven? —se acercó a él Kofman, de la cofradía fúnebre.

—Quiero decir un discurso —respondió Benia Krik. Y dijo el discurso. Lo oyó todo el que quiso. Lo oí yo, Arie-Leib, y Moisesito el tartajoso, sentado conmigo en la tapia.

—Señores y señoras —dijo Benia Krik—, señores y señoras —dijo, y el sol se detuvo sobre su cabeza como un centinela con la escopeta—. Acudieron ustedes a dar el último adiós a un honrado trabajador muerto por una bagatela. En mi nombre y en el de los que aquí no están presentes les doy las gracias. Señores y señoras: ¿Qué vio en su vida nuestro querido Iósif? Vio un par de tonterías. ¿Qué hacía? Contar el dinero ajeno. ¿Por qué cayó? Cayó por toda la clase laboriosa. Unos ya están condenados a morir y otros no han comenzado aún a vivir. Una bala enfilada hacia un pecho predestinado atravesó a Iósif, que en su vida no vio más que un par de tonterías. Unos saben beber aguardiente y otros no saben beber aguardiente, pero lo beben. Los primeros se sienten a gusto en el dolor y en la alegría mientras que los segundos sufren por todos los que beben aguardiente sin saber beberlo. Por eso, señores y señoras, después que recemos por nuestro pobre Iósif, les ruego que visiten la tumba de Saveli Butsis, desconocido de ustedes, pero ya cadáver…

Benia terminó el discurso y bajó del montículo. Callaron la gente, los árboles y los mendigos del cementerio. Dos enterradores llevaron un ataúd sin pintar hacia la tumba vecina. El chantre terminó la oración tartamudeando. Benia echó la primera palada y pasó adonde Savka. Los abogados y las mujeres con broches siguiéronle como ovejas. Hizo al chantre oficiar la misa completa sobre Savka y sesenta cantantes corearon al chantre. Savka jamás había soñado con una misa así, crea a Arie-Leib, un viejo anciano.

Dicen que aquel día “Judío y medio” decidió cerrar el negocio. Yo no estaba presente. Pero que ni el chantre, ni el coro, ni la cofradía fúnebre pidieron dinero por el entierro, eso lo vi yo con los ojos de Arie-Leib. Arie-Leib es mi nombre. No logré ver nada más: la gente se retiró despacio de la tumba de Savka y se lanzó a la carrera como de un incendio. Salieron volando en faetones, en carros y a pie. Solo los cuatro que vinieron en auto se fueron en él. El claxon tocó la marcha, la máquina se estremeció y partió.

—Ahí va el Rey —dijo a su paso Moisesito el tartajoso, el que me quita los mejores sitios en la tapia.

Ahora usted lo sabe todo. Sabe quién fue el primero en pronunciar la palabra “rey”: Moisesito. Sabe por qué no dio ese nombre a Grach el tuerto ni a Kolia el furioso. Usted ya está enterado de todo. Pero ¿de qué le sirve si sigue con las gafas sobre la nariz y con el otoño en el alma?…

Grach siguió y vio en su patio a una mujer de altura descomunal, de caderas enormes y de mofletes color ladrillo.

—Papá —dijo la mujer con atronadora voz de bajo—, me consumo de aburrimiento. Le estoy esperando todo el día… La abuela murió en Tulchin.

Grach, desde el carro, observaba a su hija con ojos muy grandes.

—No te revuelvas ante los caballos —dijo desesperado—, agarra al de varas por el bridón. No me eches a perder las caballerías…

Grach, de pie en el carro, agitó el látigo. Baska tomó al de varas por el bridón y llevó los caballos a la cuadra. Desapareció y se fue a la cocina a preparar algo. Colgó de una cuerda los peales del padre, limpió con arena la cafetera entiznada y calentó croquetas en una cacerola de hierro.

—Hay aquí una mugre espantosa, papá —dijo ella y echó por la ventana unas agrias pieles de oveja tiradas en el suelo—. Tengo que sacar toda la basura —gritó Baska y puso la cena.

El viejo bebió aguardiente en una cafetera esmaltada y comió las croquetas que olían a infancia feliz. Después tomó el látigo y salió a la calle. Baska lo siguió. Se puso zapatos de hombre y un vestido naranja, se caló el gorro plagado de pajaritos y se sentó en el banco. La noche pasaba junto al banco, el ojo brillante del ocaso caía en el mar, más allá de Perésip y el cielo estaba rojo como un día festivo en el calendario. En la Dálnitskaya cerraron todos los comercios y los atracadores marcharon a la calle apartada donde tenía su burdel Ioska Samuelsón. Iban en calesas acharoladas, abigarrados como colibríes, vistiendo chaquetas de color. Con los ojos muy abiertos, con un pie en el estribo sostenían en sus férreas manos flores envueltas en papel de fumar. Sus calesas acharoladas avanzaban al paso; en cada carro iba uno con su ramo; los cocheros tiesos en sus pescantes, adornados con cintas, parecían padrinos de boda. Las viejas judías con escarcelas observaban apáticas el desfile habitual. Eran apáticas para todo las viejas judías, pero los hijos de los tenderos y de los carpinteros de ribera envidiaban a los reyes de la Moldavanka.

Algunos, como Solomoncito Kaplún, hijo de un vendedor de ultramarinos, y Monia el artillero, hijo de un contrabandista, intentaban apartar la mirada para no ver el brillo de la ventura Ajena. Ambos pasaron de largo, contoneándose como mozas que ya saben del amor, cuchichearon y mostraron con ademanes cómo abrazarían a Baska si ella quisiera, Baska quísolo inmediatamente: era una sencilla muchacha de Tulchin, ciudaducha roñosa y cegarata. Pesaba cinco puds y algunas libras, vivió toda su vida entre una estirpe mortificadora de mediadores, libreros ambulantes y contratistas de madera de la Podolia y jamás había visto a personas como Solomoncito Kaplún. Por eso, al verle raspó el suelo con sus pies gordos, calzados con zapatos de hombre y dijo al padre:

—Papá —dijo con voz atronada—, fíjese en ese señorito. Tiene unas piernecitas que parecen de muñeca. Cómo estrangularía yo esas piernecitas…

—Vaya, señor Grach —susurró un viejo judío apellidado Golúbchik que se había sentado al lado—. Por lo visto, su criatura quiere pacer…

—Era lo que me faltaba —respondió Fróim a Golúbchik, jugueteó con el látigo y marchó a acostarse. Durmió tranquilamente, porque no creyó al viejo. No creyó al viejo y no tenía razón alguna. La razón era de Golúbchik. Golúbchik arreglaba matrimonios en nuestra calle, velaba en casa de difuntos pudientes y conocía de la vida todo lo que de ella es dado conocer. Fróim Grach no tenía razón. La razón era de Golúbchik.

Efectivamente, desde aquel día Baska se pasó las tardes en la calle. Se sentaba en el banco a coser su ajuar. Las mujeres encinta tomaban sitio a su lado, cúmulos de tela trepaban por las potentes rodillas esparrancadas de Baska: las mujeres encinta se hinchaban comiendo de todo, como la ubre de la vaca se hincha en el prado con la leche rosada de la primavera. Mientras, sus maridos iban regresando del trabajo. Los maridos de las mujeres rezongonas exprimían sus barbas bajo el grifo y cedían el sitio a viejas jibosas. Las viejas bañaban en las artesas a niños rollizos, azotaban las nalgas brillantes de los nietos, a los que arrebujaban en sus faldas raídas. Baska la de Tulchin observó la vida de Moldavanka, nuestra madre generosa, una vida atiborrada de niños chupeantes, de trapos colgados y de noches conyugales, llenas de elegancia de arrabal y de potencia soldadesca. La muchacha aspiraba a una vida semejante, pero supo que la hija de Grach el tuerto no podría esperar partida digna. Entonces dejó de llamar padre al padre.

—Ladrón pelirrojo —le gritaba por la noche—, ladrón pelirrojo, a cenar.

La cosa continuó hasta que Baska se hizo seis camisas de noche y seis pantalones con volantes de puntilla. Terminó de coser las puntillas y rompió a llorar con voz fina, tan distinta a la suya, y entre lágrimas dijo al impávido Grach:

—Todas las muchachas —le dijo— tienen su propio interés en la vida. Yo soy la única que vive como el guardián que cuida de noche un almacén ajeno. Haga conmigo algo, padre, o pongo fin a mi vida…

Grach escuchó todo lo que su hija le dijo, se puso una capa de lona y fue a visitar al tendero Kaplún, a la plaza Privóznaya.

Sobre la tienda de Kaplún brillaba un letrero dorado. En ella olía a muchos mares y a vidas hermosas que no conocemos. Un niño salpicaba con una regadera la fresca profundidad de la tienda y entonaba una canción apta solo para adultos. Salomoncito, el hijo del dueño, despachaba. Sobre el mostrador había aceitunas llegadas de Grecia, café en grano, vino málaga de Lisboa, sardinas “Felipe y Cano” y pimienta de Cayena. Kaplún padre permanecía en una galería de cristal aguantando el sol en chaleco y comiendo una sandía roja, una sandía roja con pepitas negras, con pepitas oblicuas como los ojos de pícaras chinas. La barriga de Kaplún descansaba al sol sobre la mesa y el sol no podía con ella. El tendero vio a Grach con la capa de lona y empalideció.

—Buenos días, mosié Grach —dijo distanciándose—. Golúbchik me anunció su visita y preparé para usted una libra de té, algo extraordinario…

Y comenzó a hablar de la nueva marca de té, llegada de Odesa en barcos holandeses. Grach le escuchó con paciencia, pero después le cortó: era un hombre sencillo y sin picardías.

—Soy un hombre sencillo y sin picardías —dijo Fróim—. Me ocupo de mis caballos y de mis ocupaciones. El ajuar de Baska consta de ropa nueva, un par de monedas viejas y de mí. Al que le parezca poco que arda…

—¿Arder, para qué? —dijo Kaplún con prisa y acarició la mano del carretero—. ¿Para qué esas palabras, mosié Grach? Usted es un hombre capaz de ayudar al prójimo y, dicho sea, capaz de ofender al prójimo. Si usted no es rabí en Cracovia, yo tampoco tomé por esposa a la sobrina de Moisés Montefiore, pero… pero tenemos a madam Kaplún, una dama grandiosa que ni Dios sabe lo que quiere esa mujer…

—Yo sí lo sé —cortó Grach al tendero. Sé que Solomoncito desea a Baska, pero madam Kaplún no me desea a mí…

—Eso, no le deseo a usted —gritó madam Kaplún, que escuchaba detrás de la puerta, y entró en la galería de cristal, ruborizada y con el pecho incandescente—. No le deseo a usted, Grach, igual que no se desea la muerte, igual que la novia no desea granos en la cabeza. No olvide que nuestro difunto abuelo fue tendero y que debemos agarrarnos a nuestra tonga.

—Agárrense a su tonga —respondió Grach a la incandescente madam Kaplún, y se fue a casa.

Allí esperaba Baska con su vestido naranja, pero el viejo, sin mirarla, estiró la pelliza debajo del carro y se tumbó. Durmió hasta que el potente brazo de Baska le expulsó de allí.

—Ladrón pelirrojo —dijo la muchacha con un murmullo que no parecía suyo—. ¿Por qué tengo que aguantar sus modales de carretero y por qué se calla como un tarugo, ladrón pelirrojo?…

—Baska —repuso Grach—, Solomoncito te desea, pero madam Kaplún no me desea a mí. Allí buscan a un tendero.

El viejo arregló la pelliza y se escurrió debajo del carro. Baska desapareció del patio…

Todo esto ocurrió un sábado, día festivo. El ojo purpúreo del ocaso, cuando rebuscaba la tierra al atardecer, tropezó con Grach que roncaba bajo su carro. El presuroso rayo se clavó en el dormido con ardiente reproche y lo sacó a la calle Dálnitskaya, que polvoreaba y brillaba como centeno verde al viento. Los tártaros marchaban Dálnitskaya arriba, tártaros y turcos con sus molas. Regresaban a sus casas en las estepas de Orenburgo y del Transcáucaso de una peregrinación a La Meca. Un barco los había traído a Odesa y ahora iban del puerto a la posada de Liubka Shneiveis, alias Liubka la Cosaco. Cubrían a los tártaros inflexibles albornoces rayados que inundaban la calzada de sudor broncíneo del desierto. Se enrollaban a sus feces toallas blancas, distintivo del que se postró ante los restos del Profeta. Los peregrinos llegaron a la esquina y torcieron hacia la posada de Liubka Shneiveis, pero no pudieron franquear la puerta porque se agolpaba mucha gente. Liubka Shneiveis, con un bolsón en bandolera, golpeaba y empujaba hacia la calle a un borracho. Le aporreaba la cara con un puño, como si fuese una pandereta, y con la otra mano sostenía al hombre para que no se tumbara. Al hombre le brotaban chorritos de sangre por los dientes y cerca de la oreja. Estaba pensativo y observaba a Liubka como a una persona ajena. Después se desplomó sobre los adoquines y quedó dormido. Liubka le pegó un puntapié y entró en su tienda. Evzel, su guardián, cerró el portón y saludó con la mano a Fróim Grach, que pasaba cerca…

—¡Mis honores, Grach! —dijo—. Si desea observar algo de la realidad, entre en nuestro patio. Hay cosas graciosas…

El guardián llevó a Grach hacia el muro al que estaban arrimados los peregrinos llegados la víspera. Un viejo turco con un turbante verde, un viejo turco verde y ligero como una hoja yacía sobre la hierba. Estaba cubierto de sudor perlado, respiraba con dificultad y movía los ojos.

—Aquí tiene —dijo Evzel y se arregló la medalla en su chaqueta raída—. Aquí tiene un drama real de la ópera “El achaque turco”. El viejito se acaba, pero no se puede llamar al médico: el que muere camino de su casa, después de visitar al dios Mahoma, para ellos es el más feliz y el más rico… Halvash —gritó Evzel al moribundo y soltó una carcajada—, que viene el médico a curarte…

El turco miró al guardián con miedo y con odio infantiles y torció la cara. Evzel, satisfecho de sí, llevó a Grach a la bodega, en la parte opuesta del patio. En la bodega ya ardían las lámparas y sonaba la música. Viejos judíos con barbas graves tocaban canciones rumanas y judías. Méndel Krik, sentado a la mesa, bebía vino en un vaso verde y contaba cómo le habían magullado sus propios hijos: Benia, el mayor, y Liovka, el menor. Gritaba su historia con voz ronca y espantosa, mostraba sus dientes machacados e invitaba a que palpasen las heridas de su vientre. Zaddikes de Volín con caras de porcelana se situaron detrás de su silla y escuchaban aturdidos la jactancia de Méndel Krik. Se asombraban de todo lo que oían y Grach los despreciaba.

—Viejo fanfarrón —masculló refiriéndose a Méndel, y pidió vino.

Después Fróim llamó a Liubka la Cosaco, la dueña, que blasfemaba a la puerta y bebía aguardiente de pie.

—Dime —gritó a Fróim y entornó los ojos colérica.

—Madame Liubka —le respondió Fróim y se sentó a su lado—. Es usted una mujer lista y recurro a usted como si fuera mi madre. Confío en usted, madame Liubka. Primero en Dios y después en usted.

—Dime —gritó Liubka. Recorrió la bodega y volvió a su sitio.

Grach le dijo:

—En las colonias —dijo— los alemanes tienen una buena cosecha de trigo y en Constantinopla los comestibles andan por la mitad de su precio. Compran el pud de aceitunas en Constantinopla a tres rublos y aquí venden a treinta kopeks la libra… Los tenderos viven a sus anchas, madame Liubka, los tenderos pasean muy rollizos y si se les trata con delicadeza uno llegaría a ser feliz… Pero quedé solo con mi quehacer; el difunto Liova el Toro ha muerto. No tengo ayuda de nadie y estoy solo como Dios en el cielo.

—Benia Krik —le dijo a esto Liubka—. Lo probaste ya con Tartakovski. ¿No te gusta Benia Krik?

—¿Benia Krik? —repitió Grach, lleno de asombro—. Creo que es soltero, ¿eh?

—Soltero es —dijo Liubka—. Enlázalo con Baska, dale dinero y ponle en el buen camino…

—Benia Krik —repetía el viejo como un eco, como un eco lejano—. No había pensado en él…

Se levantó balbuceando y tartamudeando. Liubka salió. Fróim la siguió despacio. Cruzaron el patio y subieron al primer piso. Habitaban el primer piso las mujeres que Liubka mantenía para los huéspedes.

—Nuestro novio está con Katiusha —dijo Liubka a Grach—. Espérame en el pasillo. —Pasó a la última habitación, donde Benia Krik estaba acostado con una mujer llamada Katiusha.

—Basta de babosear —dijo la dueña al joven—. Primero hazte con una ocupación, Bencito. Y después, a babosear… Te busca Fróim Grach. Busca a una persona para trabajar y no la encuentra…

Y ella le contó todo lo que sabía de Baska y de las cosas de Grach el tuerto.

—Debo pensarlo —respondió Benia, tapando con la sábana las piernas desnudas de Katiusha—. Debo pensarlo. Que se espere el viejo.

—Espérale —dijo Liubka a Fróim, que permanecía en el pasillo—. Espérale. Debe pensarlo…

La dueña puso una silla a Fróim y éste se sumergió en una espera infinita. Esperó resignado, como el campesino espera en una oficina pública. Tras la pared gemía Katiusha y reía a carcajadas. El viejo dormitó durante dos horas o quizás más. Hacía mucho tiempo que la tarde se había transformado en noche, el cielo ennegreció y sus vías lácteas se colmaron de oro, de brillo y de frescor. Cerróse la bodega de Liubka; los borrachos yacían en el patio como muebles rotos y el viejo mola del turbante verde murió a medianoche. Después llegó música del mar, trompas y cornetas de los buques ingleses, llegó la música del mar y enmudeció, pero Katiusha, la concienzuda Katiusha, seguía atizando para Benia Krik su paraíso ruso, policromo y sonrosado. Ella gemía tras la pared y reía a carcajadas; el viejo Fróim permanecía inmóvil, sentado a la puerta. Esperó hasta la una de la madrugada y llamó.

—Hombre —dijo—, ¿te burlas de mí?

Benia abrió por fin la puerta de la habitación de Katiusha.

—Mosié Grach —dijo turbado, radiante y tapándose con la sábana—, cuando somos jóvenes creemos que las mujeres son mercancía. No son más que paja, que se inflama por nada…

Se vistió, arregló la cama de Katiusha, mulló sus almohadas y salió a la calle con el viejo. Llegaron paseando hasta el cementerio ruso y allí, ante el cementerio, convergieron los intereses de Benia Krik y de Grach el tuerto, el viejo atracador. Acordaron que Baska proporcionaría a su futuro esposo una dote de tres mil rublos, dos caballos de pura sangre y un collar de perlas. Acordaron también que Kaplún debería pagar dos mil rublos a Benia, el novio de Baska. Era el culpable de la arrogancia de su familia, Kaplún el dé la plaza Privóznaya; enriqueció con las aceitunas de Constantinopla y no respetó el primer amor de Baska, por lo que Benia decidió encargarse de cobrar a Kaplún dos mil rublos.

—De eso, padrecito, me encargaré yo —dijo a su futuro suegro—. Dios nos ayudará a castigar a todos los tenderos…

Fue dicho esto al amanecer, vencida la noche. Y aquí comienza otra historia, la historia de la decadencia de la casa Kaplún, un relato sobre su ruina paulatina, sobre incendios y disparos en la noche. Todo eso: la suerte del arrogante Kaplún y de la joven Baska quedaron echadas aquella noche en que el padre de ésta y su novio súbito pasearon cerca del cementerio ruso. Era la hora en que los muchachos llevaban a las mozas al otro lado de la tapia y los besos sonaban sobre las lápidas.

FIN

Isaak Bábel. Odesa, 13 de julio de 1894 – 27 de enero de 1940. Escritor soviético. De origen judío, pertenecía a la generación de escritores surgidos de la Revolución de Octubre. Sus relatos, de gran maestría literaria, beben de la literatura francesa, en especial del naturalismo; los primeros fueron publicados bajo la supervisión de Gorki, aunque pronto dejaron de aparecer en su periódico debido a su tono erótico y agresivo. Participó en la guerra civil y en la campaña de Polonia, experiencias en las que se basa Caballería roja (1926), donde da parte de las dos facciones de la Revolución, por lo que recibió algunas críticas. En los Cuentos de Odessa (1931), su obra más reconocida, sigue la línea autobiográfica y retrata la vida de la burguesía provincial judía en la Rusia prerrevolucionaria, ambiente que también recreó en piezas teatrales. Fue detenido, torturado y ejecutado durante la Gran Purga de Stalin.