Amor vencido
—Cuente —dijo.
—No sé muy bien cómo empieza ni dónde estamos. Cuando Virginia pregunta: «¿Recuerdas lo que prometiste?», me falta valor para anunciarle, una vez más, que la semana siguiente almorzaremos juntos, pero que hoy me esperan mis padres. Para sobreponerme a una inopinada congoja, como si quisiera marearme con palabras, me largo a hablar. Probablemente por asociación de ideas hablo del restaurante que el invierno pasado un cocinero francés inauguró en una vieja quinta —¿de San Isidro? ¿de San Fernando?— llamado Fierre. ¿O Pierre queda realmente en el barrio sur? Tras algún tartamudeo soslayo el nombre y la dirección —mis olvidos podrían sugerir que por darme importancia elogio un restaurante que apenas conozco— y para demostrar que no soy un botarate emprendo la detallada descripción de manjares que allí sirven; descripción a la que tal vez un hombre de paladar simple, como yo, no tenga derecho. De modo que por cobardía o por abulia no invento una excusa y por jactancia doy a entender que acepto el compromiso. Estoy acongojado, supongo, porque obro en contra de mi voluntad.
Como no hago nada por librarme de Virginia, debo encontrar el modo de avisar a mis padres que no almorzaré con ellos. Para peor, mi madre ya me espera en el Rosedal. La imagino sentada en un banco, sonriente y animosa, como está en una desvaída fotografía que hace tiempo le sacaron en esos mismos jardines y que ahora me parece patética.
Por el corredor de la casa de campo llego al viejo escritorio, de revoque descascarado. Con alguna dificultad despierto a mi padre que descansa, extrañamente encogido en el diván. «No dormí bien anoche», dice, para disculparse. Está muy contento de verme. En seguida le digo: «No voy a almorzar con ustedes». Mi padre tarda en entender, porque no despertó del todo, y yo me apresuro a pedirle: «Avisale a mamá». Quiero irme antes de que se despabile, porque todavía está contento y sé que muy pronto él también va a entristecerse.
Inflijo ese dolor y me lo inflijo para no defraudar a una mujer para quien la salida conmigo vale (¿cómo decirlo sin mezquindad?) exactamente un almuerzo.
Me dio su interpretación:
—Lo que sucede es que ahora no quiere verlos.
—Fuimos tan amigos —le dije.
Me faltó ánimo para explicar.
FIN
Adolfo Bioy Casares. Escritor argentino. Nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914. Nació en el seno de una familia acomodada, Fue el único hijo de Adolfo Bioy y Marta Casares. Escribió Ingresó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras, tras la decepción que le significó el ámbito universitario, se retiró a una estancia - posesión de su familia - donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés y el alemán. En 1932, Victoria Ocampo le presentó a Jorge Luis Borges quien en adelante se convertiría en su mejor amigo y con quien colaboró en la escritura varios relatos policiales con el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casó con la hermana de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora.
Se hizo mundialmente conocido sobretodo por la publicación de su novela La invención de Morel.
Bioy Casares fue propulsor del género fantástico y el rescate del relato por sobre lo descriptivo. Defensor del género policial por su interés en la trama en sí.
Recibió la Legión de Honor francesa en 1981, y fue nombrado ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986.
Fue galardonado con algunos de los premios más importantes de las letras hispánicas: el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes.
Murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1999.