Alta cocina
Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena. En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.
Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente.
Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser. A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes. Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.
Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal. Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas… Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.
FIN
Amparo Dávila. María Amparo Dávila Robledo (1923-2020), destacada escritora mexicana, dejó una huella indeleble en la literatura contemporánea. Su legado literario se caracteriza por una narrativa intrigante y oscura, donde el miedo, la locura y la muerte se entrelazan de manera magistral.
Nacida en Pinos, Zacatecas, en 1923, Dávila fue una apasionada amante de la lectura desde temprana edad, pasando horas en la biblioteca de su padre. Tras vivir una infancia marcada por el miedo, elementos recurrentes en su obra, se trasladó a San Luis Potosí para cursar sus estudios primarios y secundarios.
Su debut literario llegó en 1950 con "Salmos bajo la luna", seguido de "Meditaciones a la orilla del sueño" y "Perfil de soledades" en 1954. Luego, se mudó a la Ciudad de México y trabajó como secretaria de Alfonso Reyes de 1956 a 1958. En 1966, se unió al Centro Mexicano de Escritores, donde recibió apoyo para continuar su carrera literaria.
En 1977, Amparo Dávila obtuvo el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia por su obra "Árboles petrificados". Su estilo literario se caracteriza por el uso de personajes femeninos atormentados y la exploración de relaciones interpersonales fallidas, un tema que resuena profundamente en sus lectores.
Dávila es conocida por su habilidad para abordar la locura, el peligro y la muerte, a menudo vinculados a mujeres protagonistas con desórdenes mentales y tendencias violentas. Sus obras también exploran la noción del tiempo como símbolo de lo inalterable.
A lo largo de su carrera, recibió varios reconocimientos, como la Medalla Bellas Artes en 2015 y el Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura en 2020, otorgado por la Universidad de Guanajuato. Además, su influencia en la literatura de cuentos cortos y su capacidad para crear atmósferas sobrecogedoras la convierten en una figura destacada en la narrativa contemporánea.
Amparo Dávila fue una autora que dejó una profunda marca en la literatura mexicana y universal, explorando las profundidades de la psicología humana a través de sus historias oscuras y cautivadoras. Su legado perdurará como un testimonio de la maestría narrativa y la capacidad de la literatura para adentrarse en los rincones más oscuros de la mente humana.