Alma caníbal
La última vez que le vi, hará unas tres semanas, roncaba como un energúmeno un par de filas más atrás en el cine del barrio. Era por la noche y había poco público, así que la gente fue abandonando su proximidad a medida que aumentaba el resoplido, y cuando se encendieron las luces le descubrí en el centro de un desierto de butacas, tan desparramado en su asiento que parecía tener más de dos brazos y dos Piernas, tan incrustado en su silla como si en vez de sentarse se hubiera arrojado a ella desde un quinto piso. Sus resuellos habían sido la burla general, sobre todo cuando el chico iba a besar a la chica en mitad de un campo de amapolas; era una película bastante estúpida, y sonaban los violines y un gorgoteo gutural larguísimo y húmedo de flemas que arrancó incluso una ovación. Yo no sé si es que estaba borracho; antes no bebía. Cuando se acabó la sesión, un par de viejas que estaban en el extremo de la fila le pidieron que recogiera sus muchas piernas para poder salir y le zarandearon con la punta de los dedos, como si manchara, aunque él iba, como siempre, limpio y bien vestido. Gruñó, boqueó y se removió un poco, pero no llegó a despertarse, así que las viejas tuvieron que pasar haciendo dengues por encima de sus rodillas y yo pude marcharme sin que me hubiera visto. Allí se quedó. Desconozco qué sucede en estos casos; supongo que al final llega el acomodador y echa al intruso. Era una noche fría y sin luna, de esas en las que a veces resulta difícil, o por lo menos desalentador, encontrar el camino de regreso.
No se puede decir que haya sido un hombre fundamental en mi vida, aunque tampoco es de esos de los que procuras hasta olvidar el nombre. Además, hace ya tiempo que no llegan a mí hombres fundamentales, cosa que ya no sé si es un fallo de ellos o un mérito mío. Cuando conocí a este tipo, en cualquier caso, yo no me encontraba en mi mejor momento. Estaba todavía en La Espiral y Cherna me explotaba miserablemente: el tener por jefe a un supuesto amigo suele resultar calamitoso. Trabajaba siete días a la semana y llegaba a casa a las cuatro de la madrugada, con los pies reventando las costuras de los zapatos y el cerebro cocinándoseme en la cabeza a fuego lento, tan envuelta en olor a humo que la gata evitaba mi presencia. La Espiral se había puesto de moda por entonces y el local estaba siempre atestado. A menudo aparecían por allí viejos conocidos de mis épocas psicodélicas, cadáveres ambulantes que hubiera preferido borrar de mi recuerdo y que se acodaban en la barra, frente a mí, soltándome largas parrafadas que yo no entendía, separados como estábamos por el barullo, mi dolor de cabeza y el odio a la humanidad que me embargaba. Se comprende que llevara bastantes meses sin añorar el peso del cuerpo de un hombre.
Me despertó una mañana para preguntarme si yo sabía dónde estaban los malditos plomos. Así que este es el nuevo vecino, pensé; y me pareció que tenía una cara agradable. Incluso lamenté vagamente el que me viera así, con los ojos turbios y la expresión embrutecida por el sueño, en vez de irritarme por haberme sacado de la cama. Entré en su piso, le mostró el interruptor, di a la clavija; en algún lugar un disco empezó a sonar gangosamente, hasta que recuperó la velocidad normal de giro. Era un solo de hombre, algo que parecía ópera. «Es el Cuaderno de notas de Ana Magdalena Bach», me dijo. Yo le sonreí y me arrebujé en mi desflecada bata: la música clásica nunca ha sido mi fuerte. Su casa era una especie de almacén semivacío: muchos libros apilados meticulosamente contra las paredes como si se tratara de un doble muro de ladrillos. Una silla. Una mesa. Unos cajones conteniendo cosas menudas que apenas entreví. Un colchón en el suelo a modo de cama. Y en medio de todo, en ese corazón de lo doméstico que en otros hogares es ocupado por el televisor, había una barra de halterofilia con múltiples pesas, todas muy gruesas y oscuras, aterradoramente compactas. Cuando pasamos junto al aparato, camino de la puerta, él palmeó levemente los pesados discos de metal, como quien acaricia la cabeza de un perro fiel.
Charlamos unos instantes en tierra de nadie, entre las dos casas. Un viento frío y afilado se colaba por el ventanuco del descansillo y levantaba remolinos de pelusas en los viejos escalones de madera. Me contó que era arquitecto, y yo, no sé por qué, no le creí; así que le dije que yo era escritora, pero ni tan siquiera pestañeó ante la noticia. La gata salió muy sedosa y cauta a inspeccionarnos, y cuando él se inclinó a acariciarla bufó como un bicho salvaje, y le arañó la mano ferozmente. Qué extraño, lo siento, nunca había hecho una cosa así, le expliqué abochornada, mientras él se apretaba las heridas para extraer unas gotas de sangre temblorosas y redondas. Pero él dijo que no tenía importancia y me invitó a comer, porque en realidad eran ya las dos de la tarde. No acepté y cuando entré en mi casa eché el cerrojo. Tenía treinta y siete años, exactamente mi misma edad. Me pareció que era demasiado flaquito para levantar unas pesas tan grandes y tan negras.
Nos vimos tres o cuatro veces, para almorzar unos espaguetis en mi cocina o para tomar café. Yo le contaba viejas historias de mi viaje a la India; él apenas si hablaba. Una tarde llegó con dos botellas de champán francés y un cubo de ostras; fue la primera y la última vez que le vi beber: siempre tomaba agua. Aquel día, cosa rara, nos instalamos en su casa.
El cielo estaba nublado y por la ventana entraba una luz sucia y marchita. Yo estaba sentada en el suelo, sobre el colchón. Él ocupaba la única silla, y su cara se desdibujaba en la penumbra. «¿Te gusta?», me preguntó; yo le contesté que sí, pensando que se refería a las ostras. Pero estaba hablando de la música, que era un piano muy solitario y lento, como el caer de finas gotas de agua, o como el latido de un corazón de cristal.
—Es Satie.
—¿Quién?
—Satie.
Yo tenía el cuerpo aterido y las mejillas ardiendo, y me parecía respirar fuego, como un dragón. Al descorchar la segunda botella se le escapó el champán y se empapó la ropa; nos reímos y yo puse mi mano sobre su jersey mojado: bajo la lana advertí la dureza de su pecho, sus músculos de hierro. Se fue al baño a cambiarse y yo pensé para mí: sí. Se estaba haciendo tarde, tenía que irme a trabajar, pero yo solo pensaba: sí, sí, sí. La penumbra se me había metido en la cabeza junto con el champán y las burbujas. Las pesas reposaban en el suelo como bestias dormidas, como animales prehistóricos; acaricié los discos con la punta de los dedos: era un metal poderoso, una superficie helada y suave. Junto al cubo brillaba la navaja que él había utilizado para abrir las ostras; en la dudosa claridad la hoja tenía reflejos azulados.
Entonces él regresó a la habitación y fue como si volviera de un viaje muy largo. Se sentó de nuevo en la silla, a contraluz, y empezó a hablarme. Me dijo que en nuestra juventud, mientras yo era más o menos hippy, él odiaba a todos los que eran como yo, a esos melenudos, a esos cerdos. Que incluso llegó a salir un par de veces con un comando extremista; que en una ocasión raparon por la fuerza a un muchacho. Yo contemplaba su silueta oscura y me decía: no le conozco. Contemplaba su silueta oscura e intentaba recordar su cara, y no podía. «Ahora me arrepiento de todo eso, claro está», contaba él: «Son barbaridades propias de la edad, lo mismo que el que tú te hicieras hippy». Intenté explicarle que era muy distinto, que yo no me arrepentía de nada, que aquella única escapada a la India y aquella embriaguez de creerme viajera y escritora a lo Kerouac eran lo mejor de mi memoria, que desde entonces mi vida había sido un puro resbalar años abajo. Y él se ponía furioso y no entendía. Está loco, pensé; y decidí marcharme. Pero ya era casi de noche y la casa se había convertido en una telaraña de tinieblas, esos libros, esas pesas, esa mesa y esa silla tan hostiles. Él jugueteaba en silencio con la pequeña navaja, la abría y la cerraba; desde el tocadiscos, el plano parecía medir los pulsos mismos del tiempo, como si el mundo se hubiera detenido, como si todo fuera un sueño. Estoy loca, pensé; y no tuve fuerza para irme. Entonces él se levantó y me tomó en sus brazos; unos brazos de acero con los que hubiera podido partirme en dos pedazos, no sé cómo llegué a pensar que era flaquito; y siendo como era capaz de aniquilarme con solo tensar sus músculos, me trató con la exquisita suavidad con la que peinas los bordes de una pluma. Era ya muy tarde y yo estaba faltando a mi trabajo: a la mierda La Espiral, a la mierda el atender la barra, servir copas, fregar platos. Hicimos el amor con voracidad pero sin prisas, mi cerebro era cuerpo, mi alma era caníbal, de su piel y mi piel saltaban chispas.
La noche fue muy larga y al final me quedé a dormir con él. Al apagar la luz descubrí junto a su cama un cuchillo de monte antiguo y grande, encerrado en una funda de cuero y semioculto tras una pila de libros; y fue como recibir la confirmación de una sentencia. Permanecí algún tiempo boca arriba, en medio de las sombras y el silencio, sintiendo la sorda repulsa de los muebles de él, de sus objetos, de las paredes enemigas; y escuchando la pesada respiración de ese desconocido al que había amado. Cuando al fin cerré los ojos, agotada por la tormenta de nuestros cuerpos, no supe a ciencia cierta si viviría para volver a abrirlos al día siguiente. Y en realidad me dio lo mismo.
Transcurrieron así unas semanas memorables. Él desaparecía a veces un par de días: yo no sabía de dónde sacaba el dinero, a qué se dedicaba. En cuanto a mí, dejé La Espiral y encontré un empleo de camarera en una pequeña cafetería del barrio; trabajaba menos que antes y ganaba un poco más, pero lloraba todas las mañanas al vestirme el uniforme, como si la bata azul y la pequeña cofia fuesen el sudario de mis ambiciones. Y al acabar mi turno echaba a correr sin siquiera cambiarme de ropa calle abajo, hasta llegar a la casa de él y ponerme en sus manos, esas fuertes manos que hubieran podido estrangularme, de él quererlo; y él me desabotonaba la bata, y yo me arrancaba la cofia, y las prendas caían a nuestros pies y se enredaban con nuestras rodillas y terminaban hechas un nudo en mis riñones. De vez en cuando comíamos algo apresuradamente, sin salir de casa: fiambre, queso, una manzana. Hablábamos muy poco; en ocasiones él se sulfuraba por alguna nimiedad incomprensible, o me miraba oscuramente y me decía: «Todas las mujeres sois iguales». Y entonces yo pasaba la noche desvelada, vigilando su respiración, sus movimientos, pensando en ese cuchillo de monte grande y viejo que él guardaba al alcance de la mano: su mano suave y pálida, pero con una sombra brutal de vello negro en los nudillos, su mano aún humedecida con mi olor y, sin embargo, tan ajena. Luego, con las primeras luces, cuando los verdaderos perfiles del cuchillo empezaban a dibujarse en la penumbra, yo le miraba dormir a mi lado: sus brazos de atleta, su cuerpo de mármol, y esa cara tan inocente que da el sueño. Pero para entonces ya era hora de levantarse, de planchar el uniforme, de vestírmelo llorando. La gata me había abandonado: escapó, o quizá murió, no sé; en aquellas primeras semanas de tumulto no le di ni un solo día de comer. El sexo con él era como viajar al infinito; o como intuir súbitamente la explicación del mundo. Nunca gocé tanto con ninguno. Y yo, que había asegurado mentirosamente la primacía a muchos hombres, a él, siendo verdad, jamás le dije nada.
Después todo empezó a cambiar, no sé bien cómo. Un día me habló de su familia, de sus hermanos casados, de un sobrinito al que adoraba. Empezó a preparar cenas cuidadas, unos guisotes cuya receta él decía haber recibido de su abuela, lentos cocimientos que le retenían durante largo rato en la cocina. Roía meticulosamente los huesos de las costillas y rebañaba las salsas con miga de pan. Una noche nos dormimos sin hacer el amor: estábamos los dos demasiado cansados. Fue por entonces cuando me confesó su afición por la arquitectura y su frustración por no haber acabado la carrera. Y empezó a pedirme consejo sobre qué corbata usar con qué chaqueta.
Llevaba un par de días ausente, en una de sus habituales escapadas, cuando apareció en la cafetería una mañana. Me sorprendió verle: yo creía que ni tan siquiera sabía a ciencia cierta en qué establecimiento trabajaba. Venía muy animado, muy contento; se sentó en uno de los taburetes del mostrador y pidió un café con leche y unas tortitas. Me contó que un tío suyo, que poseía una empresa de maquinaria pesada, le había contratado como vendedor para toda España. Llevaba ya algunos meses trabajando para él a comisión: a eso iba cuando desaparecía de repente, y no debía de haberlo hecho mal cuando su tío le ofrecía ahora un puesto fijo. Yo callaba y le observaba apilar concienzudamente la nata sobre un fragmento de tortita. Por supuesto que era un trabajo aburridísimo y estúpido, decía él; pero estaba harto de vivir precariamente y al menos con su tío podría ganar un buen dinero. Y yo callaba y le miraba hacer dibujos con la punta del cuchillo en los restos del chocolate de su plato. Ahí estábamos los dos, reflejados en el sucio espejo de la pared del fondo: él con su chaqueta de mezclilla y sus folletos policromos de trilladoras color verde; yo acodada en el mostrador, insignificante dentro del borrón añil de mi uniforme. El interior de la cafetería apestaba a margarina quemada. Era un tufo grasiento y pegajoso, uno de esos olores que se instalan para siempre en tu nariz y tu memoria.
Con el transcurso del tiempo se hizo patente que mi presencia le animaba. Fue abandonando su talante huraño y acabó transmutado en algo parecido a un parlanchín. Cada semana que pasaba viajaba más y vendía más excavadoras. Cuando estaba en Madrid cantaba mientras se afeitaba, hacía bromas. Un día sacó el cuchillo de monte de su funda y se batió juguetonamente conmigo diciendo que era D’Artagnan; el machete estaba oxidado y la hoja rota. Fue por entonces cuando me propuso que nos casáramos:
«Montemos una familia, tengamos hijos, ya sabes que soy muy tradicional». Yo empecé a llorar también por las noches, mientras él me quitaba el uniforme. Cuando le dije que le dejaba no pudo entenderlo. Suplicó, gritó, arrojó una pesa contra la pared y desconchó el muro. Tuve tanto miedo de él que me mudé de casa; era un miedo lastimoso, sin misterio. Perdí todo contacto con él a raíz de aquello.
La última vez que le vi, hará unas tres semanas, roncaba como un energúmeno en un cine de barrio. Yo ahora estoy de camarera en las lujosas cafeterías California: supongo que debo considerar que mi posición ha mejorado; él, al parecer, sigue lo mismo.
Fin
Rosa Montero. Periodista y escritora española, cursó estudios de Filosofía y Letras y Ciencias de la Información. Su vocación por la escritura comenzó desde muy pequeña: víctima de la tuberculosis, apenas podía hacer otra cosa que leer y escribir sus propias historias. Lo que comenzó como un juego pronto se convirtió en un modo de vida.
Tras la universidad pasó a trabajar en el Diario Pueblo y a colaborar con distintas revistas, como Garbo o Hermano Lobo. De ahí pasó al periódico El País, donde desde 1980 ejerce como directora de El País Semanal. En ese mismo año, Rosa Montero recibió el Premio Nacional de Periodismo.
Su primera novela fue Crónica del desamor (1979), pero su primer gran éxito le llegó con Te trataré como a una reina (1983), que la aupó a los primeros lugares de las listas de ventas.
En 1997 ganó el Premio Primavera por La hija del caníbal, libro que fue el más vendido de ese año, y se distribuyó de manera internacional.
En la actualidad sigue ejerciendo como directora del suplemento de El País con su estilo entre la literatura y el periodismo. Sus últimas novelas han variado desde la ciencia ficción Lágrimas en la lluvia a una mezcla entre novela íntima y biografía novelada La ridícula idea de no volver a verte.