Algunas indicaciones útiles a dos auténticos caballeros
Un hombre de unos treinta y cinco años llamado Stefano Consonni, vestido con cierto atildamiento y con un paquetito blanco en la mano izquierda, al pasar a las diez de la noche del día 16 de enero por la vía Fiorenzuola, desierta a aquellas horas, oyó de repente a su alrededor un sonoro zumbido de moscones que parecían murmurar algo. ¿Moscones en pleno invierno y con aquel frío? Perplejo, hizo un gesto con la mano para apartarlos. Pero el zumbido se convirtió en un murmullo, y en un determinado momento le pareció oír unas palabras muy débiles, como cuando, en mitad de la conversación, se deja el auricular del teléfono encima de la mesa y el otro sigue hablando al otro lado de la línea. Miró a su alrededor, a decir verdad con cierta congoja. La calle, con las farolas encendidas como de costumbre, estaba completamente desierta: por un lado, las casas; por el otro, la larga tapia del ferrocarril. Pero no se veía ni un alma.
—¿Qué pasa? —tuvo finalmente el valor de preguntar titubeando un poco, después de haber intentado espantar en vano aquellos curiosos murmullos como si fueran mariposas.
Consonni se detuvo extrañado. Pensó si no habría bebido demasiado aquella noche; pero no. Sintió miedo. Por otra parte, eran unas voces muy débiles. Si provenían de criaturas humanas, éstas debían de medir como mucho veinte centímetros de alto. Entonces se armó de valor:
—Pero vamos a ver, malditos moscones, ¿se puede saber quiénes sois?
—¡Ji, ji! —rió burlonamente a su derecha, muy cerca, una voz distinta de la primera—. ¡Ji, zomoz pequeñinez!
Stefano Consonni, lógicamente alarmado, miró hacia arriba, a las fachadas de las casas vecinas, para ver si alguien se había asomado a escuchar. Todas las ventanas estaban cerradas.
—Lo que es justo es justo —dijo entonces la primera vocecita, cómicamente mesurada y grave—. ¿Por qué no decirlo, Max? —evidentemente se dirigía a su compañero—. Yo soy el profesor Giuseppe Petercondi… o, más exactamente, el difunto Giuseppe… y éste de aquí, que estoy seguro de que le está molestando un poco, es mi sobrino Max, Max Adinolfi, ahora en las mismas condiciones que yo. Y, si no es mucho preguntar, ¿con quién tenemos nosotros el honor?
—¡Consonni, me llamo Consonni! —contestó malhumorado el hombre, que seguía sin entender nada. Y después, tras reflexionar un momento—: ¿No serán por casualidad espíritus?
—Bueno… en cierto modo sí —admitió Petercondi—. Hay quien piensa que se nos puede definir así…
—¡Ji, ji! —continuó con gran hilaridad la voz de Max, especialmente silbante y afectada—. ¡Zomoz pequeñitoz! Debería habernoz oído la noche pazada… debería habernoz oído, qué vozarronez —y se desternillaba de risa…
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Consonni, que se iba tranquilizando lentamente.
—En realidad —susurró Petercondi con humildad—, poco a poco nos vamos reduciendo. No podemos estar aquí más de veinticuatro horas. Y nos consumimos rápidamente. Llevamos dando vueltas desde medianoche… dentro de dos horas adieu, distinguido señor…
—¡Ja, ja! —rió sarcásticamente Consonni, ya completamente relajado. Por muy espíritus que fueran, solo durarían como mucho hasta medianoche. Después, todo se reduciría a una mera anécdota. Por lo que añadió con gran desenvoltura—: Así pues, profesor Petercondi…
—¡Caramba, le felicito! —le interrumpió la vocecita del profesor—, ¡qué rapidez! ¡qué memoria! ¡se ha aprendido enseguida mi nombre!
—Bueno… —continuó Consonni de nuevo con un ligero embarazo— precisamente quería decirle que su nombre no me resulta desconocido.
—¡Ji, ji! —rió maliciosamente y sin ningún respeto el sobrino Max en la oreja izquierda—. ¿Haz oído, tío? ¡No le rezulta dezconocido! ¡Ah, ezta zí que ez buena!
—Basta, Max —dijo Petercondi con mucha gravedad y, al mismo tiempo, con una gran sutileza—. Se lo agradezco, señor Consonni. De hecho, puedo decir sin falsa modestia que era un cirujano bastante bueno.
“Perfecto”, pensó el hombre, “ahora me divertiré un poco”; y en voz baja, pero con un tono claramente obsequioso, preguntó:
—¿Y en qué puedo ayudarles, profesor?
—Verá usted —explicó lo que quedaba, invisible, del cirujano Petercondi—. Hemos venido aquí a buscar a un hombre, tengo pendiente un pequeño ajuste de cuentas con él. Verá usted ¡yo personalmente tuve la mala suerte de morir asesinado!
Consonni expresó su estupor:
—¿Asesinado? ¿Una persona como usted? ¿Y por qué?
—Para robarme —respondió seca y grave la vocecilla.
—¿Cuándo? ¿Dónde? —preguntó con descaro Consonni.
—En esa esquina, justo en esa esquina… hace dos meses exactamente…
—¡Ah, caramba! —Consonni nunca se había divertido tanto—. Y ahora… claro, ha venido a buscar a ese hombre…
—Así es, señor, y si usted…
—Pero dígame —continuó Consonni, separando las piernas casi en un gesto de desafío—, admitiendo que lo encontrara, ¿qué…?
—¡Ji, ji! —rió odiosamente el joven Max—. ¡Ezo ez cierto! ¡Zomoz tan pequeñinez! ¡Dioz mío, qué pequeñinez noz hemoz vuelto!
—Usted quiere saber, señor Consonni —continuó el profesor con extraordinaria mesura—, qué sacaría yo, en el supuesto, entendámonos bien… en el supuesto de que lo localizase…
—Exacto —sonrió Consonni—, me preguntaba…
Pero en ese momento se hizo un repentino y enorme silencio que invadió toda la calle. Y Consonni esperó, temblando sin comprender.
—¡Ejem, ejem! —carraspeó Petercondi finalmente—. Con respecto a lo que usted me pregunta… Bueno, en primer lugar podríamos asustarle. Un hombre como usted, con la conciencia tranquila, es otra cosa. ¡Pero él! Si él me oyera hablar, ¿no cree, señor Consonni, que podría sentirse mal?
—Pues, hombre —y Consonni no pudo reprimir una risita—, ciertamente se sentiría un poco incómodo…
—Así es… Y luego…
—Y luego… luego podemoz profetizar —silbó petulante y cansinamente el sobrino Max.
—¿Profetizar? —preguntó Consonni, ignorante como era—. ¿Y qué quiere decir con eso?
—Max quiere decir que podemos predecirle el futuro a ese delincuente. Sería una broma de mal gusto…
—¿Y si se diera el caso de que su futuro fuera bueno? —objetó Consonni encendiendo un cigarrillo, y, bajando un poco la cabeza, añadió—: Espero que el humo no moleste a los señores…
—Saber el futuro no es bueno para nadie —observó Petercondi, sin recoger la alusión al humo—. Basta, por ejemplo, que un hombre sepa cuándo va a morir; basta esta noticia, créame, señor Consonni, para amargarle lo que le queda de existencia.
—¡Ah, si usted lo dice, profesor! ¿No le parece que hace un poco de frío? ¿Qué tal si paseamos un poco?… —y echó a andar dando unos golpecitos en el aire con la mano derecha, a la altura de su oreja, como para espantar al insoportable Max.
—¡Ji, ji! —rió de pronto este último—. ¡Tío, dile que no me haga cozquillaz!
Dio una veintena de pasos. De lejos, muy de lejos, llegó el vago estruendo de un tranvía.
—¿Y bien? —preguntó Petercondi, justo en la oreja izquierda de Consonni, que se sobresaltó.
—Pues… no sabría decirle… Pero tal vez alguna indicación útil…, sí, quizá podría darle alguna indicación útil, querido profesor.
—¡Ji, ji! —dentro de sus limitadas posibilidades, Max debía de estar partiéndose de risa—. ¿Haz oído, tío? Alguna indicación útil, dice. ¡Ézta zí que ez realmente buena!
—¿Quiere dejar de reírse de una vez? —prorrumpió Consonni, deteniéndose francamente irritado.
—¡Ji, ji! —volvió a reír Max, pero casi sin hacer ruido—. Perdóneme, zeñor. Y dígame, ¿qué lleva en eze paquete? Dígame, ¿qué ez?
Consonni guardó silencio.
—¿Paztelez? —sugirió Max con voz sibilante—. Parece un paquete de paztelez, ¿no?
Consonni no contestó. Reflexionó durante un instante y después, en tono guasón, dijo:
—Espero que no se lo tome a mal, profesor, pero ¿no podrían emplear mejor esas veinticuatro horas? Yo, en su lugar, por ejemplo, hubiera preferido divertirme y darme ciertas satisfacciones…
—¿Qué satisfacciones?
—¡Se ve cada mujercita por ahí!… Se me ocurre que, siendo tan pequeños, podrían meterse debajo de las faldas, ja ja… sería magnífico.
—Verá usted —explicó Petercondi, sin perder la gravedad—, aparte de que yo ciertas inclinaciones… en una palabra, nosotros ya no pensamos en esas cosas, ¿me comprende usted?
—¡Ja, ja! —reía de nuevo Consonni— y luego… suponga que la chica se tira un pedo. ¿Se imagina, profesor, el vuelo que les obligaría a hacer? ¿Se lo imagina? —y se desternillaba de la risa…
Solo Max, si bien con algún retraso, se sumó a su hilaridad, pero en su odioso tono de siempre:
—¡Ji, ji! —decía—. Ez cierto. ¡Con lo pequeñinez que zomoz!
Petercondi recondujo la conversación:
—Me estaba usted diciendo, señor Consonni, que podría darme alguna indicación útil… Realmente le estaría muy agradecido… Por desgracia, el tiempo apremia…
—Sí, sí —respondió el hombre—, se podría ver… pero así, de buenas a primeras… ¿sabe? Yo tengo muy buenas relaciones con la policía…
—¡Ji, ji! —susurraba insistente Max—. Zomoz pequeñitoz, zomoz muy pequeñinez… y zabemoz profetizar…
Consonni miró su reloj de pulsera. Las diez y treinta y cinco. Por muy mal que se pusieran las cosas, dentro de una hora y media se habría librado de esos pelmazos.
—Oye, tío —dijo entonces Max, siempre con su tono mundano y jovial—, mira al zeñor Conzonni: ¿qué tiene al lado de la nariz?
—Es cierto, no me había fijado… déjeme ver… sí, esa manchita roja tiene muy mala pinta…
—¿Cómo?… ¿Qué quiere decir?
—Mire, señor Consonni —explicó el profesor—, para ser sincero, esta manchita no me gusta absolutamente nada; no quisiera que… ¿Le duele al tocársela?
—¿Esta de aquí? —preguntó Consonni, y se la tocó con el índice de la mano derecha con mucho cuidado.
—Le duele, ¿verdad? —dijo Petercondi—. ¿Desde cuándo?
—¿Y eso qué importa? —Consonni parecía menos seguro que antes—. Hará dos meses que la tengo.
—Ésta sí que es buena —Petercondi tenía un tono típicamente profesional—. O sea, que la tiene desde hace dos meses… realmente curioso…
—¿A qué se refiere?
—Si es así, las cosas cambian por completo, distinguido señor Consonni —la voz se había vuelto tan débil que el hombre tenía que inclinar la cabeza hacia un lado para oírla—. De haberlo sabido antes, no me hubiera tomado el esfuerzo.
Consonni se detuvo y volvió a tocarse la mancha roja de al lado de la nariz:
—¿Y qué tiene que ver? —preguntó titubeando.
—¿No lo entiende? —insistió el profesor—. ¡Ya no hay ninguna diferencia!
—¿Qué diferencia?
—Diferencia entre nosotros dos… se lo dice el profesor Petercondi, distinguido señor…
Se oyó la vocecita de Max, complacida:
—Me parece, tío, que lo he entendido… ¡Ez magnífico! Parece eztar vivo y zano, pero… —y una risita muy tenue silbó desagradablemente en la calle desierta.
—¿Entonces qué es lo que tengo? ¿Se puede saber? —Consonni estaba cada vez más furioso.
—Sarcoma, distinguido señor —respondió Petercondi con frialdad—. Se llama así. Ya no hay nada que hacer.
—Ji, ji, puede creerle —rió el petulante Max—. Mi tío entiende, de ezo puede eztar zeguro. Ze lo dice él, puede creerle… ji… ji… Nosotroz profetizamoz, zeñor Conzonni…
—Váyanse al infierno —exclamó el hombre disgustado—. ¡Iré a que me reconozca un médico! Aunque tenga lo que usted dice, iré a que me curen, no me faltan los medios… esté tranquilo…
—¡Un doctor, ji, ji! —exclamó con una risotada Max—. Todavía no ha entendido que no le zervirá de nada… uzted ya ez de los nueztroz.
Consonni se disponía a replicar, pero Max se le adelantó:
—¡Vamoz, ve a llevarle loz paztelez a tu enamorada! —se mofó Max—. ¡Corre, jovencito! ¡Ve a llevarle alguna indicación útil!
—Qué singular coincidencia —comentó grave y casi aplacado Petercondi—. Te he reconocido enseguida, Consonni… Nada más aparecer por el fondo de la calle te he reconocido… en dos meses, como mucho en tres… Creo que nos podemos ir, sobrino…
Consonni se llevó la mano al cuello de la camisa. No podía respirar.
—¡Hazta pronto, jovencito! —se ensañó Max—. ¡Y zobre todo no olvidez loz paztelez de crema!
Esta vez también Petercondi rió satisfecho; parecía un avispón. Los dos se alejaron, mofándose descaradamente, hasta que desaparecieron tras la tapia del ferrocarril, por los tétricos terraplenes.
—¡Malditos! ¡Malditos cerdos! —imprecó Consonni—. ¡Esos malditos caballeros! ¡Siempre acaban saliéndose con la suya!
Miraba turbado a su alrededor. Pero no había nadie, solo un silencio absoluto. Una rata salió de una alcantarilla. El bramante se desató de su dedo y el paquetito blanco cayó al suelo con un ruido de papel. “Malditos”, volvió a murmurar el hombre. Y con precaución se tocaba, rozándola con los dedos, aquella cosa que le dolía al lado de la nariz.
FIN
Dino Buzzati. (Belluno, 1906 - Milán, 1972). Escritor y poeta italiano que fue uno de los pocos representantes en su país de esa narrativa surrrealista o metafísico-existencial que tuvo en Franz Kafka a su máximo exponente. Tras doctorarse en derecho en la Universidad de Milán, inició en 1928 una extensa carrera de periodista en el Corriere della sera, diario en el que también desarrolló labores de redactor y enviado especial. Más tarde se empleó como redactor jefe en la Domenica del corriere.
Debutó en el campo de las letras con Barnabó delle montagne (1933), pero fue en su segundo libro, Il segreto del Bosco Vecchio (1935), una fantástica presentación de un mundo de gigantes, de animales que hablan y de hechos prodigiosos, donde se hicieron evidentes algunos de los motivos fundamentales de su obra: el gusto por la magia y la alegoría, una inclinación a la fabulación y al romanticismo descriptivo y un clima de leyenda nórdico-gótica.
Su mayor logro fue El desierto de los tártaros (1940), historia de jóvenes oficiales que consumen toda su existencia en una solitaria fortaleza fronteriza, esperando en vano la invasión de los tártaros, en la que se retrata el ansia, la renuncia y la soledad del hombre, incapaz de escapar a su propio destino. La novela tuvo un gran éxito de público y de crítica y fue traducida a múltiples lenguas. El resto de su obra, entre la que destacan Siete mensajeros (1942) o Sessanta racconti (1958), con el que obtuvo el premio Strega, ahondan en su tendencia a lo grotesco, en el misterio y la angustia de lo cotidiano o en el absurdo e inexplicable destino humano.