Al fin se paga todo
Estando la corte del católico rey don Felipe III en la rica ciudad de Valladolid, salió de una casa de conversación, a más de las doce, donde fue a entretener las largas y pesadas noches del mes de diciembre, un caballero de los más nobles hijos que tuvo la villa de Madrid.
Al atravesar por una de las principales calles de la ciudad para venir a su posada, al doblar de una esquina que hacía una encrucijada, vio abrir la puerta de una casa y a empellones arrojar por ella un bulto blanco, que como estuviese de la otra parte y la calle fuese ancha y espaciosa, no pudo divisar qué fuese, aunque le pareció ser persona que, de un apresurado salto que de un escalón que la puerta tenía, dio consigo un grandísimo golpe en el suelo, que a causa de helar fortísimamente estaba como hecho de jaspe. Vio tras esto que cerraron de golpe la puerta y que aquel bulto estaba sin menearse, solo que en bajos sollozos decía:
—¿Qué es esto, cielos? ¿A mi desdicha estáis sordos, a mis quejas ingratos, y a mis lágrimas sin sentimiento?
Procuraba tras esto levantarse, mas del tormento de la caída no era posible; moviose don García (que este era el nombre del caballero) a lástima con estas quejas, y llegándose más cerca, le preguntó qué tenía y le ofreció su persona.
—¡Ay, señor hidalgo! —respondió el caído—, por la pasión de Dios, si hay en vos más piedad que en los que me han puesto de este modo, que me ayudéis a levantar y me pongáis en alguna parte que tenga más segura la vida.
Oyendo esto don García, espantado por parecerle mujer la que hablaba, se llegó más cerca y a la poca luz que la luna daba vio como no era engañosa su sospecha, porque era mujer y desnuda en camisa, causa de más admiración: y deseoso de saber más por entero el caso, le dio la mano, y luego, quitándose el ferreruelo, se le echó encima, aunque la dama estaba tan maltratada que casi no podía tenerse en pie.
Ayudola don García, cargándola sobre sus brazos, y animándola la llevó hasta sacarla de aquella calle; y viendo la dama que se paraba para saber qué pensaba hacer de su persona, le dijo con tiernas lágrimas:
—Señor caballero, no es tiempo de desmayar en el bien que habéis empezado a hacerme; mi vida está en muy gran peligro si soy hallada, y a esta hora ya habrá muchos que me busquen; ruégoos, si tenéis alguna parte secreta y segura, me amparéis esta noche, hasta que mañana dé orden de entrar en un monasterio.
—Señora mía, soy recién llegado a esta corte —replicó don García—, y os doy mi palabra que no ha quince días que estoy en ella y no conozco persona de quien fiar la vuestra, si no es de mí mismo: si gustáis de venir a mi posada, no os receléis de poneros en poder de un hombre mozo y forastero; con ella os podré servir.
—Vamos, señor, a vuestra posada —replicó la dama—, que las partes donde yo puedo ir todas son sospechosas, y sea antes que nos hallen y pague yo sin culpa la que pensé cometer, si bien a los ojos del vulgo me la han de dar por haber restaurado mi honor, y vos el deseo que tenéis de ayudarme.
Y diciendo esto, caminaron a la posada de don García, si bien con mucho trabajo porque la dama no podía tenerse, aunque más se animaba. De esta suerte, ayudándola don García, llegaron a su posada y entraron dentro: tuvo entonces lugar de ver el hallazgo que había tenido, y mirando su nueva camarada creyó sin duda que no era mujer sino ángel: tanta era su belleza y la honestidad y compostura de su rostro.
Era al parecer de hasta veinte y cuatro años, y tan hermosa que, sin ser parte el guardarla, le robó el alma con la belleza de sus ojos, tanto que si no se le pusiera por delante la fe que debía guardar a quien se había fiado de él, casi se atreviera a ser Tarquino de tan divina Lucrecia; mas favoreciendo don García más a su nobleza que a su amor, a su recato que a su deseo, y a la razón más que a su apetito, procuró con muchas caricias el reposo de aquella hermosísima señora, a la cual por estar maltratada y desnuda, como don García no tenía por el pronto vestidos, y ser hora de acudir más a la quietud que al desvelo, la suplicó se acostase en su cama.
Hízolo a más no poder la dama, y dándole don García lugar para que reposase, sin querer preguntarle por entonces nada de su persona, ni la causa de haberla hallado así, se salió cerrando la puerta por de fuera y se fue al aposento de otro huésped que estaba en la misma casa, con quien había tratado amistad, dándole a entender que había perdido la llave de su aposento y que hasta otro día que se descerrajase era imposible entrar dentro.
De esta suerte pasó lo que faltaba de la noche, que a su parecer fue un siglo, tanto le tenía rendido la hermosa dama y deseaba saber la causa que la había puesto en tal desdicha.
Y así, apenas fue de día cuando se vistió, y dando a entender que había parecido la llave, entró en su aposento y halló a su bella huéspeda que al parecer había dormido muy poco y llorado mucho.
Sentose don García sobre la cama, y después de preguntarla cómo se hallaba, y ella dándole gracias por el bien que la había hecho, le preguntó qué había de nuevo en Valladolid, si acaso había salido por ella.
—No, señora —respondió don García—, porque si os he de decir la verdad, no me ha dado lugar el deseo de veros y saber vuestras penas; así os suplico que no me tengáis más confuso, porque lo estoy tanto como el caso requiere.
—No me espanto, señor don García —replicó la dama, que ya sabía su nombre—, que mis cosas admiren a quien las ve, y más cuando sepáis desde el principio mi historia, que es tal que más os parecerá fábula que caso verdadero; os lo contaré desde el principio de mi niñez, para que tengáis qué contar en vuestra tierra cuando Dios fuere servido de llevaros a ella.
Mi nombre, señor, es Hipólita; nací en esta ciudad de padres tan ricos como nobles, y nació conmigo la desdicha, que siempre sigue a las hermosas, que por tenerme por tal toda esta tierra me atrevo a hacerme yo misma esta lisonja.
Apenas llegué a los años en que florece la belleza, gallardía, discreción y donaire de una mujer cuando ya tenían mis padres infinitos pretendientes que deseaban por medio mío, a título de mi belleza más que al de su riqueza, emparentar con ellos, que aunque esta era mucha, más por la hermosura que por los bienes de fortuna deseaban mi casamiento.
Entre los muchos que desearon esto, fueron los que más se señalaron dos caballeros vecinos nuestros, tanto que entre su casa y la mía no había más división que la de una pared, entrambos hermanos y entrambos con el hábito de Alcántara en los pechos, calificación de su nobleza.
Y como yo hasta entonces no sabía de amor ni hasta dónde llegaba su poder y jurisdicción, no me inclinaba a más de lo que mis padres quisiesen escoger; los cuales, satisfechos de lo bien que me estaba cualquiera de los dos hermanos, eligieron a don Pedro, que era el mayor, quedando don Luis, que era el menor y debía de ser el que me amaba más, pues fue el más desdichado. Estimó esta ventura don Pedro como hombre que conocía cuánto había alcanzado en mi valor, y así lo conocí en sus caricias y regalos. Pluguiera a Dios hubiera yo sido cuerda y supiera agradecer este amor, y hubiera excusado las desdichas que padezco, y las que temo me faltan por padecer.
Ocho años gocé de las caricias de mi esposo y él de un amor muy verdadero, porque me enseñaba a quererle en las importunaciones de mi cuñado, que aún no tuvieron fin con verme casada con su hermano, el cual, como me quería, las veces que hallaba ocasión me lo decía; no creo yo que con intención de remedio, porque era cristiano y cuerdo, si bien amor derriba cualquiera prevención de estas; y así pienso ahora que sucedía en él, supuesto que en ocasiones que pudo, casándose, apartarse de este amor, no lo hizo, aunque le ofrecí una prima mía más rica y más hermosa que yo.
Llevaba yo esto con la mayor cordura que podía: unas veces dándole a entender que comprendía sus intentos, y otras reportándole y reprendiéndole, y dándole en ocasiones los más sabios y virtuosos consejos que mi entendimiento alcanzaba; tal vez riñéndole y afeándole su atrevimiento, jurando decírselo a su hermano si no se abstenía de tal maldad y locura. Con lo cual don Luis, unas veces triste y otras alegre, y siempre amante y celebrador de mi belleza, pasó todo este tiempo sustentando su vida con sola mi vista, trato y conversación, que por ser las casas juntas, eran muy ordinarias sus visitas, y crecía a cada paso su amor con ellas.
En este tiempo se vino, como veis, la corte a esta ciudad: pluguiera a Dios hubiera oído los gemidos, clamores y lágrimas de los que, sintiendo esta mudanza, clamaban sin ser oídos, pues con esto se hubieran excusado mis desdichas; que fue el principio de ellas el venir, entre los muchos pretendientes que siguen la corte, uno cuyo nombre es don Gaspar, portugués de nación y en la profesión soldado, que deseoso de alcanzar premios de los muchos servicios que había hecho a su rey en Flandes y otras partes, siguió a todos los demás que vinieron tras los consejos, o por mejor decir tras este caos de confusión, que tal es la corte y los que la siguen.
Y como los negocios no se despachen a gusto de los pretendientes, y es fuerza aguardar un mes y otro mes, un año y otro año, y los de don Gaspar fuesen despacio, empezó, travieso, a buscar las casas de juego donde destruir su opinión y hacienda, y, ocioso, algún sujeto con que entretenerse; y fuilo yo por mi desdicha, porque viéndome un día en Nuestra Señora de San Llorente, dijo que cautivé su alma, y lo que pensaba buscar por entretenimiento hubo de solicitar por pasión de voluntad; y fuelo cierto, porque él me robó la voluntad, la opinión y el sosiego, pues ya para mí acabó en una hora.
Era su gallardía, entendimiento y donaire tanto que, sin tener las demás gracias que el mundo llama dones de naturaleza, como son música y poesía, bastara a rendir y traer a quererle cualquiera dama que llegase a verle, cuanto más la que se vio solicitada, pretendida y alabada.
¡Ay de mí, y cuán presentes están en mi alma sus gracias, ya no para estimarlas sino para sentir que fueran ellas las que me tienen en el estado que estoy, tan fuera de parecer quien soy cuanto de volver a verme en la vida dichosa que gocé antes de conocerle!
Supe su amor por medio de una criada (esfinge fiera y astuta perseguidora de mi honor), y él supo de ella misma mi agradecimiento y voluntad, escribiéndonos por su medio algunas veces que, imposibilitados de vernos por el recato de mi marido, entreteníamos de esta suerte nuestros amorosos deseos.
Sentía don Gaspar sumamente el verme casada, y yo más que él, porque no hay mayor desdicha para quien ama que tener dueño, y más si le aborrece, que esto era fuerza en mí, supuesto que quería a don Gaspar; y cuando no fuera por esto, por lo menos por estorbo de mi amor no había de ser gustosa su compañía. Decíame sobre esto don Gaspar la vez que me hablaba, que era en la iglesia, mil lástimas acompañadas de tantas ternezas que ya, cuanto más apriesa subía mi amor, bajaba mi honor y daba pasos atrás; y en sus papeles más por entero, porque en ellos se habla sin el estorbo del recato y dícense las razones más sentidas.
Acuérdome que una noche que quiso que fuese yo testigo de su divina voz, fue con unas endechas que si gustáis de oírlas las diré para que me disculpéis de mi yerro; pues no es milagro que se rinda la fragilidad de una mujer a unas quejas bien dichas.
A esto respondió don García (ya de todo punto rendida su voluntad a la belleza y donaire con que la hermosa Hipólita contaba su tragedia) que antes le pedía que no pasase en silencio nada, porque la oía con tanto gusto que quisiera que su historia durara un siglo.
—Pues si es así —respondió la dama—, las endechas yo las aprendí de memoria, y creo no se me olvida ninguna; ellas decían así:
Un imposible adoro,
Por esto me atormento,
Por él doy mil suspiros,
Por él lágrimas vierto.
Por él dejo los gustos,
Por él las penas quiero:
Apetezco los males,
Y los bienes desprecio.
¡Ay desdichadas quejas,
Ay amor verdadero,
Suspiros mal logrados,
Cuidados sin efecto!
Dichoso pastorcillo,
De la ventura extremo,
Por quien celoso lloro,
Y despreciado temo.
El día que los ojos
De mi ingrato te vieron,
O cegaran los suyos,
O yo naciera ciego.
Si para darme penas
Crió tu gracia el cielo,
Que yo nunca naciera,
Fuera piadoso intento.
Y pues hay en la villa
Otros rostros tan bellos,
Exceptuando a mi ingrato,
Pudieras triunfar de ellos.
Mas si nací cuitado
Y sin ventura, ¿qué espero?
Sin razón me lastimo,
Y sin causa me quejo.
Gózala (¡mas qué digo!)
No la goces, que muero
Solo en pensar que tuya
La llama todo el pueblo.
Caminen mis suspiros
A mi ingrata derechos,
Y en su pecho de mármol
Se conviertan en fuego.
Mas, si la quiero ¿cómo
Tan mal la deseo?
Mejor es que yo muera,
Que soy el que padezco.
Así canta llorando
Imposibles desvelos,
Pasadas sinrazones,
Y rigurosos celos
Un zagalejo amante,
Su ganado siguiendo,
Perdido por ganarle
Su ganado el deseo.
No pudo la terneza de mi pecho, ni la fuerza de mi voluntad, sufrir el ver padecer a don Gaspar sin alentar su amor, siquiera con un día de favor y contento, para que pudiese con él llevar con gusto tantos pesares como los que había de padecer respecto de las pocas ocasiones que me daba mi esposo; porque aunque vivía seguro de mí, o fuese respeto de su honor o fuerza de su amor, recelose como cuerdo, picaba tal vez en celoso necio; mas amor, que algunas veces, apiadado de ver padecer a sus súbditos, les trae por los cabellos algún breve gusto, ordenó que convidase a mi esposo un caballero su amigo para ir a caza, en cuyo ejercicio se habían de entretener dos o tres días.
Aceptó don Pedro el viaje, y yo, aunque me alegré sumamente, fingí desabrimiento, extrañando la novedad. En fin, él se partió a su caza y aquella secretaria de mi flaqueza a dar aviso a don Gaspar de esta venturosa suerte, a quien dijo por un papel viniese aquella noche por la puerta falsa de un jardín que caía a las espaldas de mi casa, que allí me hallaría, y por señas la puerta abierta, porque no me atreví a que entrase por la principal, respecto que mis padres, en cuya casa yo vivía con mi esposo, no le sintiesen.
Era verano, y para aguardar a mi amante hice sacar al jardín dos colchoncillos de raso y ponerlos debajo de unas parras, tomando por achaque el calor, y era la causa el retirarme de las demás criadas, que si me vieran vestida no se entraran a acostar, y no era esto lo que yo quería, pues más deseaba la soledad que la compañía, aguardando sola la de mi amante.
En fin, ellas, dejándome desnuda y a su parecer dormida, se entraron a recoger: solo quedó conmigo la que sabía mis cosas, y esto con orden de irse luego y dejarme en el lugar donde había de combatir mi amor y mi honor, quedando este vencido y aquel triunfante y vencedor; cuando, estando con la puerta abierta, que por no ser el jardín muy grande lo podía hacer sin que entrase nadie que no fuese visto, llegaron las criadas a decirme que su señor y mi esposo era venido; que habiendo el que iba en su compañía dado una gran caída y lastimádose mucho, se volvieron, no pudiendo proseguir la caza.
Pues como yo viese a don Pedro en casa, y la dicha de mi mano en no haber venido don Gaspar, y el peligro en que estaba su vida y la mía si acertase a venir, mandé a mi secretaria que cerrase la puerta por donde había de entrar con llave, pareciéndome que cuando viniese y la hallase cerrada se volvería, y que a la mañana, avisándole lo que pasaba, quedaría satisfecho, como era razón lo estuviese, pues con el legítimo dueño no hay excusas.
Hecho esto, llegó don Pedro con los brazos abiertos, a quien hube de recibir con los mismos, aunque con ánimo diferente, y él, alabando el lugar y la cama para remedio del calor, me dio cuenta de su venida y desnudándose se acostó, ocupando el lugar que estaba para mi amante; el cual, como dentro de poco tiempo que sucedió esto llegase a la puerta y la hallase cerrada, cosa tan fuera de nuestro concierto, concibiendo de esta ocasión pesados y locos celos, no pudiendo pensar que fuese la ocasión que le estorbaba su entrada sino otra ocupación amorosa (porque siendo una mujer fácil, hasta con los mismos que la solicitan se hace sospechosa), ayudándole un criado, saltó las tapias, que no eran muy altas, y paso a paso, por no ser sentido, se vino a buscar la causa de su atrevimiento.
Había a este tiempo acabado la luna su carrera y escondídose en su primera casa, con que estaba todo en confusas tinieblas y nosotros rendidos al sueño, y así tuvo lugar de rodear el jardín y venir a dar junto a la cama en que yo y mi esposo estábamos; y como en la vislumbre viese que en ella había dos personas, no creyendo fuese don Pedro, se bajó y puso de rodillas, diciendo entre sí que no era su sospecha vana, y llevado de la cólera sacó una daga, y como quisiese dar con ella a mi inocente dueño, el cielo, que mira con más piedad las cosas, permitió que a este punto, dando don Pedro vuelta en la cama, suspiró, con lo que conoció don Gaspar su engaño, coligiendo lo que podía ser; y dando gracias al cielo de su aviso, se puso de mi lado y, dando lugar a esto el sueño de don Pedro y su atrevimiento, me despertó: yo, conociendo su temeridad en tal caso, le pedí por señas que se fuese, lo cual hizo viendo mi temor, llevando en prendas con mis brazos las flores de mis labios, fruto diferente del que él pensó coger aquella noche.
Con esto, tornando a saltar las tapias don Gaspar, que por la parte de dentro eran más bajas, se volvió a su posada con la pena que se puede creer; y otro día recibí este papel que me envió, que con esto quiso hacer alarde de su gracia y de lo que sentía el verse en tal estado, el cual hizo en mí tal efecto que, a no estar tan perdida, pudiera acabar de perderme, tan bien me parecían sus cosas.
¿Quién puede contra el cielo
Tener cólera y rabia,
Que si con ella escupe,
No le caiga en la cara?
¿Quién, si está desarmado,
Contra aquel que trae armas,
De victoria seguro,
Puede entrar en batalla?
¿Quién contra un poderoso,
Siendo de humilde casta,
Aunque viva ofendido,
Podrá tomar venganza?
¿Qué pobre contra un rico,
En banquetes y galas
Podrá en igual fortuna
Pasar la vida larga?
¿Quién, si amor le persigue,
Contra quien no le ama,
Aunque de amor se precie,
Tendrá cierta esperanza?
¿Quién contra un venturoso,
Si en posesión se halla,
Podrá, si es desdichado,
Salir con lo que aguarda?
¡Ay cielo! cuando quise
Gozar tu hermosa cara,
En poder de otro dueño
Mi desdicha te halla.
Marchita mi ventura,
Dudosa mi esperanza,
Propio el dueño que tiene
Posesión de tus gracias.
¿A quién le ha sucedido
Tan notable desgracia,
Que entrando a poseerte,
Sin posesión se halla?
Como fue tan desgraciado mi amor en la primera ocasión, temía aventurarme en la segunda; mas eran los ruegos de mi amante tantos y con tantas veras, que hube de determinarme; y así, aconsejándome con aquella criada secretaria de mi amor, me respondió que se espantaba de una mujer que decía tenerle que tuviese tan poco ánimo y se aventurase tan poco; que viniese don Gaspar y entrase de noche antes de cerrarse las puertas, que ella le tendría escondido en su aposento, y que yo (después de acostado don Pedro) podría, fingiendo algún achaque, levantarme de su lado.
Concedí con él entrar y verme en su estancia con él. Avisé a don Gaspar del concierto, ordenando el modo que había de tener: vino la noche y con ella mi cuidado, porque don Gaspar y mi esposo casi entraron a un tiempo. Escondió mi criada en su aposento a don Gaspar, y yo, fingiendo sueño y alguna indisposición, hice recoger la gente y acostar a mi esposo, harto desconsolado de verme indispuesta.
Estando pues aguardando que se durmiese para levantarme, oí grandes voces en la calle y consecutivamente llamaban a la puerta diciendo:
—Que se quema esta casa, fuego, fuego, señor don Pedro, mire que se abrasan; póngase en salvo, que por la parte de arriba salen grandes llamas.
Levanteme alborotada, y apenas salí a un corredor cuando vi arder mi casa, siendo el incendio tal que el humo y fuego no dejaba ver el cielo. Y como conociese el peligro, empecé a dar gritos llamando a don Pedro, y él a los criados para que acudiesen al remedio. Y fue el caso que una negra que tenía a cargo la cocina pegó una vela a un madero, junto a su cama, y quedándose dormida se cayó la vela sobre ella; y encendiéndose la ropa pagó con la vida el descuido.
Estas desgraciadas nuevas, junto con mi peligro, me quitaron de suerte el sentido que cuando volví en mí fue cerca de la mañana, hallándome en casa de mi cuñado don Luis, donde me pasaron para salvarme la vida.
El fuego aplacado, si bien quemada gran parte de mi hacienda, envié a saber si mi criada había escapado de tal desdicha, por saber si le había tocado algo de ello a don Gaspar. En fin, ella vino adonde yo estaba, de quien supe que entre los que acudieron al fracaso pudo don Gaspar librarse sin ser sentido.
Pasado este alboroto del fuego, como el de mi corazón era mayor, envié a saber de don Gaspar, el cual, no acabando de encarecer su desdicha, lastimadísimo de mi indisposición, me escribió un papel con mil tiernas quejas; al cual respondí mil locuras, dándole palabra de que a la primera ocasión se vengaría de todas estas desventuras.
Algunos días se pasaron en reparar el daño del fuego y aderezarse la casa, estando yo en la de mi cuñado, como he dicho, y entreteniéndonos mi amante y yo con papeles, hasta que vuelta a la mía y enternecida de sus ruegos, y olvidada de los pasados estorbos que me ponía el cielo (para excusar en lo que ahora me veo), di orden de ejecutar el concierto pasado, en cuya conformidad avisé a don Gaspar viniese como la vez pasada.
Mas fue la suerte que esta noche vino don Pedro más temprano que don Gaspar; y fue la causa que andaban por prender a un amigo de mi esposo por una muerte, y como por ser tan principal se respetaba mi casa como la de un embajador, le trajo consigo, y por estar más seguro, mandó en entrando cerrar las puertas, no dejando a ninguno el cuidado de responder ni abrir a los que llamasen, sino tomándole para sí, de suerte que cuando don Gaspar vino ya la puerta estaba cerrada y todos recogidos.
Hallando tan mala suerte hizo una contraseña, a la cual salió mi criada a un balcón, y culpando su tardanza, le contó lo que pasaba, y que si por una ventanilla que estaba en un aposento bajo no entraba, era imposible abrir ya la puerta. Agradecióselo don Gaspar con mil palabras y promesas, y la rogó que bajase a abrir la ventana, la cual por caer a una callejuela sin salida y ser pequeña, estaba sin reja. Hízolo así mi tercera, previniéndole de que no podía entrar por ella, mas él, que con su amor lo hallaba todo fácil, pareciéndole bastante se entró por ella, y entrando la cabeza y hombros se quedó atravesado en el marco por la mitad del cuerpo, de suerte que ni atrás ni adelante fue posible pasar.
Viéndose mi criada en esta tribulación, y que si no era desencajando el marco era imposible salir, fue a llamar otra compañera dándole a entender que era requiebro suyo; y entre las dos y el criado que traía don Gaspar, con las dagas y otros hierros sacaron el marco de la pared, mas no tan sin ruido que, oyéndolo los criados, dieron voces, pensando ser ladrones, a las cuales se alborotó la casa, siendo fuerza a don Gaspar el correr metido en su marco, y a mis criadas recogerse.
Estaba yo descuidada que fuese mi amante el ladrón que alborotó la casa, porque como decían que un hombre había sido hallado quitando el marco de la ventana, no hice más diligencia en saberlo hasta que, saliendo de cama mi esposo, entró mi criada a darme de vestir, la cual me dio cuenta del suceso; y como las desdichas no empiezan por poco, creyendo que don Pedro no vendría tan presto, ya determinada de dar a don Gaspar el premio de tantos trabajos y fatigas, le envié volando a llamar con mi criada; y por ser todo cerca vino luego, y entrando donde estaba le recibí con los brazos, siendo este el segundo favor que en el discurso de un año que nos duró ese entretenimiento le di, porque el que alcanzó la noche que quiso matar a mi esposo fue el primero.
Estando los dos solemnizando con mucho gusto la entrada de la ventana, mi criada, que estaba en una de las de mi casa sirviendo de atalaya y espía, entró alborotada diciendo:
—¡Ay, señora mía! perdidos somos, que mi señor viene; y tan aprisa que a esta hora está dentro de casa.
Con tales nuevas, aunque pudiera enflaquecer mi ánimo, no lo hizo, antes, abriendo un baúl grande que estaba en un retrete más adentro, saqué de presto cuanto había en él y echándolo sobre una rima de colchones, hice entrar en él a don Gaspar.
A este punto entró don Pedro pidiendo a gran priesa en qué hacer las necesidades ordinarias, que ese desconcierto le había vuelto a casa. En eso y en tomar unos bizcochos, por no haberse desayunado, se entretuvo más de hora y media, y aun creo que no saliera tan presto si no oyera tocar a misa. Y como salió de casa, yo con el mayor gusto del mundo, viendo que ya de aquella vez no podía la fortuna quitarme el bien de gozar de mi amante, abrí el baúl; mas fue en vano, porque don Gaspar estaba muerto.
Viendo en fin que no bullía pie ni mano, le puse desatinada la mano sobre la boca, y asegurada de mi desventura, sintiéndole falto de alientos, en esto y en verle frío, me aseguré de todo punto que estaba ahogado.
Entró a este punto mi criada, que no con menos lástimas que yo había cerrado el baúl, y me sacó fuera, pidiéndome ella a mí y yo a ella, con lágrimas y suspiros, consejo para tener modo de sacarle de allí, porque en todo hallamos mil dificultades.
Estando pues las dos solemnizando lastimosamente la muerte del malogrado don Gaspar, entró mi cuñado don Luis, el cual como me halló tan ansiada y llorosa, empezó a preguntarme la ocasión, la cual le dije, fiada en el grande amor que siempre me había tenido, aun antes de ser mujer de su hermano; y así, rematada y casi desesperada de la vida, le dije:
—Señor don Luis, a mí me ha sucedido la mayor desdicha que a mujer en el mundo ha sucedido, la cual es tan sin remedio de mi parte que por eso me atrevo a daros cuenta de ella.
En fin le dije cuanto os he dicho, concluyendo con estas palabras:
—Caballero sois, si me queréis socorrer, oblígueos mi desdicha, suponiendo que es Dios testigo, por quien os juro que no he ofendido a mi marido de obra, si bien con el pensamiento no ha podido ser menos; y si sois tan cruel que lo creéis y se lo queréis decir, haced lo que quisiéredes, que con una vida que tengo pagaré, sin quedar a deber más.
Admirado don Luis, me dijo que me quietase, y llamando un hombre hizo cargar el baúl y llevarlo a casa de un amigo suyo, a quien dio cuenta del caso. Abrieron el baúl y sacando de él a don Gaspar, le echaron sobre una cama y le desnudaron; y tentándole el pulso, vieron que no estaba muerto: acostándole en la misma cama y poniéndole paños de vino en las narices y en los pulsos, y calentadores que ponían dentro de la cama, conocieron en él señales de vida. Viendo esto, le cerraron con llave, dejándole solo, porque todo esto lo supe yo después.
Volvió don Gaspar en sí cerca ya de la noche, y como se hallase en aquella casa desnudo en la cama, y conociese que no era en la que estaba la mía, acordándose que yo le había puesto en el baúl, empezó a discurrir, buscando la verdad, mas por más que pensaba hallarla, no acertaba con ella.
Estando en esto sintió abrir la puerta, y atendiendo a ver quién entraba, conoció a don Luis, el cual suceso le dio tal susto que fue milagro no morirse de veras, y más cuando llegándose don Luis a él y sentándose sobre la cama, le dijo:
—¿Conoceisme, señor don Gaspar? ¿Sabéis que soy hermano de don Pedro y cuñado de doña Hipólita?
—Sí por cierto —respondió don Gaspar.
—¿Sabéis —prosiguió don Luis— mi calidad y la suya? ¿Acordaos de lo que ha pasado hoy? Pues os juro por esta cruz (diciendo esto, puso la mano en la que traía en el pecho) que el día que supiese que volvéis a las mismas pretensiones o pasáis por su calle, he de hacer la venganza que ahora dejo de hacer, por haberse una miserable y loca mujer fiado de mí y estar enterado de que la ofensa de mi hermano no se ha ejecutado de obra, si bien los deseos eran merecedores de castigo.
Prometió don Gaspar obedecerle, asegurándole con mil juramentos y agradeciéndole con mil sumisiones el darle la vida, que había estado y estaba en su mano quitarle. Y vistiéndose, se fue determinado a no verme jamás, como lo hizo, porque fue mi nombre a sus oídos la cosa más aborrecible que tuvo, como sabréis en lo que falta de este discurso.
Yo, cuidadosa de lo que había sucedido, sin tener atrevimiento de preguntarle a don Luis qué cobro había puesto en aquel desgraciado cuerpo, viendo que él no me decía nada, encargué a mi secretaria se informase en la posada de don Gaspar diestramente, y qué se había hecho; y fue tan a tiempo que le halló pasando su ropa a otra posada muy lejos de aquellas calles, por cumplir la palabra que había dado a don Luis. El cual, apenas vio a Leonor, que así se llamaba la criada secretaria de mis devaneos, cuando le dijo que se fuese con Dios, que ya bastaban mis enredos y engaños y sus desdichas.
Y dándole cuenta en breves palabras de cuanto le había pasado y la que había dado a don Luis, concluyó con decir que me dijese que mujer tan ingrata y traidora como yo hiciese cuenta que en su vida le había visto, que bien echaba de ver que había sido traza mía esta y las demás para traerle al fin que pudiera tener, a no dolerse el cielo de su miseria.
Y diciendo esto se fue, dejando a Leonor confusa; mas con todo le siguió por saber la casa a que se pasaba. Con estas nuevas volvió a mí, y el contento de la vida de don Gaspar se me volvió en tristeza, viéndome inocente en la culpa que me daba y aborrecida de un hombre que tanto quería, y por quien tantas veces me había visto con la muerte al ojo y la espada a la garganta.
Con estos pensamientos di en melancolizarme, poniendo a mi esposo en gran cuidado el verme tan triste y ajena de todo gusto. Y más viéndome perseguida de don Luis, que habiéndole dado alas el saber mi flaqueza, empezó a atreverse a decirme su voluntad sin rebozo, pidiendo, sin respeto de Dios y de su hermano, el premio de su amor. Estas cosas me traían tan fuera de mí que me quitaron de todo punto las fuerzas, dando conmigo en la cama de una gravísima enfermedad, que si Dios permitiera llevarme de ella hubiera sido más dichosa.
Más de un mes estuve en la cama con bien pocas esperanzas de mi vida; mas no quiso el cielo que la perdiese para más atormentarme con ella. Visitábame muy a menudo mi cuñado don Luis; y ya con amenazas, ya con regalos, ya con caricias, procuraba traerme a su voluntad.
Considerad, señor don García, mi confusión, que era en esta ocasión la mayor que mujer tuvo: por una parte me veía despreciada de don Gaspar, amándole por esta causa más que hasta entonces, si bien quebradas las alas de mis deseos: porque aunque él me quisiera, ya en mí no había atrevimiento para ponerme en más peligros que los pasados; por otra me veía amada y solicitada de mi cuñado, y amenazada de él, de suerte que me decía, viéndome abrir la boca para refrenarle y reprenderle, que pues había querido a don Gaspar le había de querer a él; por una parte temerosa, cerrando los ojos a Dios, quería darle gusto, y por otra consideraba la ofensa que al cielo y a mi marido hacía; y de todo esto no esperaba remedio sino con la muerte.
Ya os dije que su casa y la mía estaban juntas y que sola una pared las dividía: pues sabréis que por un desván que estaba junto con otro mío, tan a trasmano que raras veces se entraba en él, abrió una pequeña puertecilla cuanto podía entrar una persona: y esta misma noche, después de haberme recogido, entró por la parte que digo en mi casa, y como quien tan bien la sabía, tomó las llaves y abrió la puerta de la calle, seguro de cualquier impedimento, como ladrón de casa, y abierta se fue a la caballeriza, soltó los caballos que había en ella, que eran seis, dos de rúa y cuatro del coche; los cuales empezaron a hacer grandísimo ruido, al cual despertó el criado que cuidaba de ellos y a grandes voces empezó a pedir ayuda para recogerlos, que andaban sueltos corriendo por la calle.
Mi marido, que lo oyó, se levantó y tomando una ropa llamó a los demás criados, salió a la calle, riñendo al mozo por el descuido que había tenido. Don Luis, que desnudo en camisa estaba en parte que lo pudo ver salir, aguardó un poco y luego se vino a la cama donde yo estaba, y fingiendo ser mi esposo se entró en ella, llegándose a mí con muchos amores y ternezas.
Pues como el tiempo es tan frío como veis, esto me obligó a decirle:
—Jesús, señor, ¿cómo venís tan helado?
—Hace mucho frío —respondió el cauteloso don Luis, disimulando cuanto pudo la voz.
—¿Recogisteis los caballos? —repliqué yo.
—Allá andan en eso —dijo mi traidor cuñado.
Y diciendo esto y cogiéndome en sus brazos, poseyó todo cuanto deseaba, deshonrando a su hermano, agraviándome a mí y ofendiendo al cielo.
Hecho esto, viendo que ya era hora de volver su hermano, dándome a entender que iba a ver si acababan los criados de recoger los caballos, se ausentó, sin que en mí cayese sospecha de malicia alguna, y se volvió a entrar en su casa por la parte que había salido.
No tardó mucho en venir don Pedro, dejando ya quieto el alboroto de los caballos y recogidos los criados; y entrándose en la cama como venía traspasado de hielo, se quiso llegar a mí; y así le dije, reportándole algo de su deseo:
—¡Válgame Dios, señor, y qué travieso que estáis esta noche, que no ha un instante que estuvisteis aquí y ahora pretendéis lo mismo!
—¿Sueñas, Hipólita? —respondió don Pedro—, ¿yo he vuelto aquí desde que salí a recoger los caballos?
Respuesta fue esta que me dejó muy confusa, como quien sabía tan bien que no era sueño; y así, pensando en el caso, casi sospeché la traición, y aun me quitó el sueño pensar en ella, si bien no me atreví a replicar a don Pedro.
Amaneció aun mucho más tarde de lo que mi desasosiego permitía; y habiéndome vestido, me fui a misa, y al entrar en la iglesia ayer por la mañana, porque antenoche fue la tragedia de mi honra, hallé a don Luis junto a la pila del agua bendita; el cual, como me vio, llegó tan galán como ufano a darme el agua; y como el contento no le cabía en el cuerpo, o por mejor decir, su traición misma disponía los instrumentos de mi venganza, al tiempo que yo, cortés y severa, tomé el agua de su mano, apretándome la mía me dijo paso y con mucha risa:
—Jesús, señora, ¿y cómo venís tan helada?
Con cuya palabra acabé de caer en la cuenta de todo.
Volví a mi casa después de haber oído misa con la inquietud que podéis pensar. Y en comiendo, como don Pedro se salió fuera, no dejé paso ni lugar en toda mi casa, por escondido que fuese, que no busqué, ventana y puerta que no hice prueba de ella: y como lo hallase todo cerrado y sin mácula, sospechando que con ayuda de alguna criada mía había hecho tal atrevimiento, subí al desván, más por acabar de enterarme que porque creyese hallar en él lo que hallé, que fue la pequeña puerta, la cual no había cerrado, quizá por venir por ella otras veces.
Con esto, ya de todo punto satisfecha, sin decir palabra me volví a mi aposento: pensando el modo de mi venganza estuve hasta que mi esposo don Pedro vino a cenar, y como fuese ya tarde acostose, y yo con él, aguardando con mucho sosiego la quietud de todos los criados.
Viendo pues a mi esposo dormido, me levanté y vestí, y tomando su daga y una luz me subí al desván, y entrando por la pequeña puerta llegué hasta el mismo aposento de don Luis, al cual hallé dormido, no con el cuidado que su traición pedía sino con el descuido que mi venganza había menester, pues como ya había cumplido sus deseos dormía su apetito sin darle cuidado; y apuntándole al corazón, de la primera herida dio el alma, sin tener lugar de pedir a Dios misericordia: y luego, tras esto le di otras cinco puñaladas con tanta rabia como si con cada una le hubiera de quitar la vida.
Volvime a mi aposento, y no mirando si por esto le podía venir a mi inocente esposo algún daño, porque por una parte mi furor y por otra mi turbación me tenían fuera de mí, puse la daga en la vaina sin limpiar la sangre ni mirar el desacierto que hacía, pues cuando la justicia me prendiese, la verdad había de ser de mi parte y la maldad de don Luis.
Abrí un escritorio y puse en un lienzo todas mis joyas, que valdrían más de dos mil ducados; y abriendo las puertas, sin ser sentida, ni dar a ninguno cuenta de mi locura, me salí de casa y fui a la posada de don Gaspar, que ya otras veces me había informado de mi criada dónde era. Llamé a la puerta, la cual me abrió un criado que ya sabía nuestras desdichas, y como me vio muy espantada, me dijo que su señor no había venido, porque estaba jugando.
—No importa —dije—, yo le aguardaré.
Y así lo hice, aunque sabe Dios que fue con harto temor. Vino al fin don Gaspar, y como entrando me viese, haciéndose mil cruces, con una cólera increíble me dijo:
—¿Qué libertad es esta, señora doña Hipólita? ¿Qué buscáis en mi casa? ¿No bastan los trabajos que me costáis y los peligros en que me habéis puesto, y el más cruel y de mayor afrenta el último en que estuve, pues con intento traidor y cruel me enviaste a llamar para ponerme en poder de vuestro cuñado y amante?
Habíale yo dado cuenta al ingrato de cómo don Luis me quería, y por esta causa sospechó tal bajeza en mí; y así porque no pasase adelante en su dañada intención, con un mar de lágrimas le dije:
—¡Ay, don Gaspar, señor mío, y qué diferencia hay en todo de lo que imagináis!, porque entregaros a mi cuñado bien veo que fue desconcierto de mi turbación: mas ¿qué podía hacer una mujer que se veía con un hombre muerto, que tal creí que estabais, y aguardando a su marido? Bien parece que no sabéis lo que pasa. A don Luis dejo muerto por mis propias manos, para lavar con su sangre la mancha de mi afrenta, la cual intentó y consiguió como amante desesperado: mi casa puesta en el peligro que se dirá mañana, y yo no fuera de él. Lo que importa es que al punto me saques de Valladolid y me lleves a Lisboa, que joyas traigo para todo.
—¡Ah traidora liviana! —dijo don Gaspar—, ahora confirmo mi pensamiento, que fue entregarme a tu galán para que me diese la muerte, cansada de mi firme amor, enfadada de mis importunaciones; y ahora que te has hartado de él, cual otra Lamia lasciva y adúltera Flora, cruel y desleal Pandora, le has quitado la vida y quieres que yo también acabe por tu causa. Pues ahora verás que como hubo amor habrá aborrecimiento, y como tuviste mal trato habrá castigo. Y diciendo esto, me desnudó hasta dejarme en camisa, y con la pretina me puso como veis —diciendo esto la hermosa dama mostró a don García, lo más honesta y recatadamente que pudo, los cardenales de su cuerpo, que todos o los más estaban para verter sangre—, sin ser bastante su criado para que dejase su crueldad, hasta que ya de atormentada caí en el suelo, tragándome mis propios gemidos por no ser descubierta; y viéndome el traidor así, abrió la puerta y me arrojó en la calle, diciendo que no me acababa de matar por no ensuciar su espada en mi vil sangre, donde a no llegar vuestra piedad, a esta hora estuviera, si no muerta, a lo menos en las manos de los que ya me deben andar buscando.
Esta es, piadoso don García, mi desdichada historia: ahora es menester que me aconsejéis qué podrá hacer de sí una mujer, causa de tantos males.
—Por cierto, hermosa Hipólita —dijo don García, tan lastimado de verla bañada en lágrimas como enamorado de su belleza—, que estoy tan airado contra el ingrato don Gaspar cuanto sentido de tus desdichas. Pluguiera a Dios que estuviera en mi mano el remediarlas, aunque pusiera en cambio mi vida: no puedo yo creer que en don Gaspar hay noble sangre, pues usó contigo tal vileza; pues cuando no mirara lo que te había querido y verte rendida a su poder, por mujer pudiera guardarte más cortesía; mas yo te prometo que él no quedará sin castigo, pues el cielo tiene cargo de tus venganzas, como hizo la de don Luis. Reposa ahora, que quiero, con tu licencia y las señas de tu casa, ir a ella y saber en qué ha parado tu falta y su muerte, y luego tomaremos el mejor acuerdo.
Agradecióselo la dama con los mayores encarecimientos que pudo, con lo que don García, obligado y en algo pagado de su amor, se fue en casa de doña Hipólita por ver qué había de nuevo; y apenas llegó a ella cuando vio sacar a don Pedro, que le llevaban preso a título de matador de su hermano, cuyos indicios confirmaba la puerta que se halló en el desván, la daga que estaba dentro de la vaina llena de sangre, y el decir las criadas que su señora era amada de don Luis; diligencias que supo muy bien hacer la justicia, visitando la casa y lo demás, tomando su confesión a los criados y criadas.
De todas estas cosas estaba el pobre caballero tan inocente como embelesado de ver la falta de su mujer, pues el faltar asimismo las joyas y el manto, y haber hallado abierta la puerta, le daba más que sospechar; y así, sin dar disculpa ni razón fue llevado a la cárcel, dejando guardas en las casas tanto del muerto como del preso, sin perdonar de ningún modo los criados y criadas, ni aun a los padres de doña Hipólita.
Lleno de compasión el noble don García de ver tal espectáculo, y encendido en cólera, con intento de castigar la bajeza de don Gaspar, a cuya venganza le daba fuerza el amor que a Hipólita tenía, pareciéndole que con su vida pagaría el haberla maltratado y quitado sus joyas, llegó a su posada y preguntando por él, le dijo la huéspeda que aquella misma mañana había partido por la posta a Lisboa, donde le había dicho su criado que iban, porque estaba su padre muy malo.
Pues viendo don García el poco fruto que tenía su deseo, y que era fuerza poner cobro en aquella dama por su peligro, y el suyo si fuese hallada en su poder, porque a esta hora ya se daban pregones que a quien dijese de ella darían cien escudos y en cuyo poder se hallase pena de muerte, por esto, y más por su amor, que le tenía tanto que no se atrevía a fiarle de sí mismo, pues que casi disculpaba a don Luis de su yerro, se fue a la ropería y tomando un gallardo y rico vestido, y con él los demás adherentes que eran menester para que doña Hipólita pudiese salir de allí, lo llevó él mismo, y sin querer fiarse de nadie se volvió a su posada, contando a la bella Hipólita lo que pasaba y cómo se decía que querían dar tormento a su marido: nuevas que sintió tanto que, determinada y loca, quiso ir a ponerse en poder de la justicia para que por su ocasión no padeciese el noble don Pedro y tantos inocentes criados: mas don García, reprobando su determinación, la reportó, y haciéndola vestir y comer un bocado, fue por una silla y en ella la llevó a un convento de religiosas, pagando liberalmente cuanto era menester; y estando allí, la aconsejó que negociase la libertad de su marido, pues estaba inocente.
Hízolo la dama, escribiendo un papel al presidente en que decía que, si quería saber el agresor de la muerte de don Luis, viniese a verla, que ella se lo diría. El presidente, deseoso de saber caso semejante, como todos eran principales y aun ella deuda suya, vino con otros señores del consejo al monasterio, a los cuales contó doña Hipólita todo lo que queda dicho, declarándose ella por matador de su aleve cuñado, diciendo que su marido y criados estaban inocentes, y también los del muerto.
Con esta relación fue el presidente a hablar a Su Majestad, el cual, viendo cuán justamente se había vengado doña Hipólita, la perdonó y dio por libre; y asimismo a su marido y todos los demás presos, que antes de cuatro días se vieron en libertad.
Solo doña Hipólita no quiso volver con su marido, aunque él lo pidió con hartos ruegos, diciendo que honor con sospechas no podía criar perfecto amor ni conformes casados, no por la traición de don Luis, que esa, vengada por sus manos, estaba bien satisfecha, sino por la voluntad de don Gaspar, de quien su marido entre el sí y el no había de vivir receloso. Lo que se le pidió fueron sus alimentos, que el noble don Pedro le concedió liberalmente.
Este disgusto trajo al pobre caballero a tanta tristeza que, sobreviniéndole una grande enfermedad, antes de un año murió, dejando a su mujer e hija herederas de toda su hacienda, de quien no se tenía por ofendido, antes el tiempo que vivió la visitaba en todas ocasiones.
Viéndose doña Hipólita libre, moza, rica, y en deuda a don García de haberla amparado, visitado y animado todo el tiempo que estuvo en el convento, en el cual la regalaba con muchísima puntualidad, y más obligada del amor que sabía que la tenía, de que en el convento le había dado claras muestras, agradada de su talle y satisfecha de su entendimiento, cierta de su nobleza y segura de que estimaría su persona, se casó con él, haciéndole señor de su belleza y de su gruesa hacienda, que sola esta le faltaba para ser en todo perfecto; pues, aunque tenía una moderada pasadía, no era bastante para suplir las faltas que siendo tan noble era fuerza tuviese. El cual, agradecido al cielo y querido de su hermosa doña Hipólita, vive hoy con hijos, que han confirmado su voluntad y extendido su generosa nobleza.
Andando el tiempo, trajeron a Valladolid preso un hombre por salteador, y este, estando ya al pie de la horca, confesó que, sin el delito porque moría, merecía aquel castigo por haber muerto camino de Lisboa a su señor don Gaspar, por quitarle gran cantidad de joyas que él había robado a una dama que se había venido a valer de él, contando el suceso de doña Hipólita en breves razones; por donde se vino a conocer que el cielo dio a don Gaspar el merecido castigo por la mano de su mismo criado, que era este que se castigaba.
Este suceso pasó en nuestros tiempos, del cual he tenido noticia de los mismos a quienes sucedió, y yo me he animado a escribirle para que cada uno mire lo que hace, pues al fin se paga todo.
FIN
María de Zayas y Sotomayor. Una figura destacada del Siglo de Oro español, nació en Madrid el 12 de septiembre de 1590 y su legado literario trasciende hasta después de 1647. Su obra, junto con la de otras destacadas escritoras como Ana Caro de Mallén y sor Juana Inés de la Cruz, la posiciona como una de las grandes de la literatura del siglo XVII en España. Reconocida como una precursora del feminismo en la península ibérica, su vida estuvo marcada por una baja nobleza y continuos traslados debido al servicio de su padre, capitán de infantería.
Poco se sabe de su vida personal, aunque se especula sobre su residencia en Madrid y otras ciudades como Zaragoza, Sevilla, Granada o Barcelona, debido a la publicación de sus obras en diferentes lugares. Se ha sugerido incluso un posible encuentro con la famosa Madame de Sévigné a través de las traducciones y copias de sus novelas. A pesar de la incertidumbre sobre su biografía, su influencia como escritora y su activismo feminista son innegables.
Su obra más destacada, "Novelas amorosas y ejemplares" (1637), presenta diez relatos cortos que exploran los estratos sociales superiores de la época, con una narrativa que combina la amenidad narrativa con una profunda reflexión sobre la condición humana. Inspirada en el Decamerón de Giovanni Boccaccio, Zayas adopta una estructura narrativa similar, pero añade su propia voz y estilo, destacando por su denuncia social y la descripción psicológica de sus personajes.
En su segunda serie de novelas, titulada "Novelas y saraos" (1647) y posteriormente reeditada como "Desengaños amorosos" (1649), María de Zayas profundiza en temas más oscuros y escabrosos, convirtiéndose así en pionera de la literatura de terror española. Su prosa, libre de elementos morales convencionales, refleja una fuerte independencia y un orgullo femenino, y su enfoque en la pasión y la sexualidad femenina desafía las convenciones de la época.
Aunque su obra teatral y poética es menos conocida, María de Zayas también dejó huella en estos géneros, con una comedia titulada "La traición en la amistad" y algunas poesías que se conservan en diversas antologías. Su estilo literario rehúye los excesos retóricos del culteranismo, priorizando la claridad y la comprensión universal de sus obras.
A pesar de la polémica sobre su existencia y la especulación en torno a su vida, el legado literario de María de Zayas Sotomayor perdura como un testimonio poderoso de la lucha por la igualdad y la dignidad de las mujeres en la España del Siglo de Oro. Su voz, valiente y visionaria, sigue resonando en la actualidad como un faro de inspiración para las generaciones venideras.