Agafia

Foto de Dmitrii Shirnin en Unsplash

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Durante mi estancia en el distrito de S. tuve ocasión de visitar a menudo los huertos de Dubovo y a su cuidador, Savva Stukach, o simplemente Savka. Esos huertos eran mi lugar preferido para la llamada pesca “general”, en la que se parte de casa sin saber el día ni la hora en que se regresará, equipado de toda clase de aparejos y pertrechado de provisiones. A decir verdad, lo que me interesaba, más que la pesca, era ese sosegado deambular, las comidas a cualquier hora, las conversaciones con Savka y la larga contemplación de las serenas noches estivales. Savka era un muchacho de unos veinticinco años, alto, atractivo, lleno de salud, duro como el pedernal. Pasaba por hombre juicioso y sensato, sabía leer y escribir, rara vez bebía vodka, pero como trabajador ese hombre joven y fuerte no valía un céntimo. Sus músculos resistentes como cables estaban llenos de energía y a la vez de una pereza abrumadora, invencible. Vivía en la aldea, como todos, en una isba de su propiedad, disponía de una parcela de tierra, pero no la araba ni la sembraba ni se ocupaba de ninguna actividad. Su anciana madre mendigaba bajo las ventanas; en cuanto a él, vivía como un ave del cielo: por la mañana no sabía lo que comería a mediodía. No es que careciera de voluntad, de energía o de compasión por su madre, sino simplemente que no tenía inclinación por el trabajo ni era consciente de su utilidad… Toda su figura desprendía un aura de placidez y revelaba el gusto innato, casi la vocación artística por una vida regalada, sin ninguna clase de esfuerzo. Cuando su cuerpo joven y lleno de salud sentía la necesidad fisiológica de ocuparse de algún trabajo muscular, el muchacho se entregaba durante algún tiempo a alguna profesión liberal pero fútil, como el aguzamiento de jalones de los que nadie tenía necesidad, o entablaba una carrera de velocidad con las mujeres. Su estado favorito era la inmovilidad concentrada. Era capaz de pasar horas enteras en un mismo sitio, sin cambiar de postura, con la mirada fija en un punto. Se revolvía al compás de su inspiración y solo cuando se presentaba la ocasión de hacer un movimiento rápido y brusco: coger por la cola a un perro que corría, arrancarle el pañuelo a una mujer, salvar un ancho hoyo. Ni que decir tiene que, siendo tan parco en movimientos, Savka era más pobre que una rata y vivía peor que un pordiosero. Con el paso del tiempo fueron acumulándose los atrasos en el pago de sus impuestos y, a pesar de su juventud y de su salud, la asamblea acabó confiándole una ocupación reservada a los viejos: guardián y espantapájaros de los huertos comunales. Por mucho que los vecinos se reían de su vejez anticipada, él ni se inmutaba. Esa ocupación tranquila, propicia para una contemplación inmóvil, estaba en perfecta consonancia con su naturaleza.

Una hermosa tarde de mayo me encontraba en compañía de ese Savka. Recuerdo que estaba tumbado sobre una manta de viaje desgarrada y ajada, casi en la entrada de su cabaña, de la que salía un olor intenso y sofocante a hierba seca. Con las manos en la nuca, miraba el panorama que se abría ante mis ojos. Junto a mis pies había unas horcas de madera. Detrás se destacaba, como una mancha negra, el perro de Savka, Kutka, y a dos sazhens de éste, como mucho, se recortaba la escarpada orilla. Al estar tumbado, no alcanzaba a ver el río. Solo vislumbraba las cimas de las mimbreras que se apretujaban en esta ribera y el borde sinuoso y como roído de la otra. En la lejanía, sobre una sombría colina, se acurrucaban unas contra otras, como jóvenes perdices asustadas, las casas de la aldea en que vivía Savka. Más allá de la colina se apagaba el crepúsculo. Solo quedaba un rayo de un púrpura pálido y aun éste estaba cubierto de menudas nubes, como brasas de ceniza.

A la derecha de los huertos la masa oscura de una aliseda susurraba dulcemente y a veces se estremecía por alguna súbita ráfaga de viento; a la izquierda se extendían los campos ilimitados. Allí donde las tinieblas no permitían ya al ojo distinguir el cielo de la tierra, centelleaba con fuerza una lucecilla. Savka estaba sentado a poca distancia de mí. Con las piernas dobladas a la turca y la cabeza gacha, contemplaba a Kutka con aire meditabundo. Nuestros anzuelos, provistos de cebo vivo, llevaban ya un buen rato bajo el agua, de modo que no teníamos otra cosa que hacer que entregarnos a ese reposo tan apreciado por Savka, que no se fatigaba nunca y siempre estaba fresco. Los últimos rayos del sol poniente aún no se habían apagado del todo, pero la noche estival envolvía ya la naturaleza con su caricia deleitosa, que incita al descanso.

Todo se sumergía en la profundidad del primer sueño, solo un ave nocturna desconocida para mí lanzaba en el bosque un largo gorjeo articulado, prolongado y perezoso, semejante a las palabras: “¿Has visto a Nikita?”, y al punto se respondía a sí misma: “¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto!”.

—¿Por qué no cantan los ruiseñores? —pregunté a Savka.

Éste se volvió lentamente hacia mí. Tenía unos rasgos pronunciados y netos, pero a la vez expresivos y suaves como los de una mujer. Luego contempló con sus ojos dulces y soñadores el bosque y las mimbreras, sacó del bolsillo con parsimonia un caramillo, se lo llevó a los labios y se puso a imitar el canto de un ruiseñor hembra. Al punto, como en respuesta a su llamada, en la orilla opuesta se oyó el graznido de un rascón.

—Ahí tiene a su ruiseñor… —dijo Savka con una sonrisa—, ¡Derg-derg! ¡Derg-derg! Chirría como una cerradura vieja y seguro que se imagina que canta.

—Me gusta esa ave… —dije yo—. ¿Sabes? Durante la migración el rascón no vuela, sino que corre por el suelo. Solo vuela para atravesar los ríos y los mares, lo demás lo hace a pie.

—Vaya… —farfulló Savka, mirando con respeto el lugar en el que había graznado el rascón.

Sabiendo lo aficionado que era Savka a escuchar, le conté todo lo que había leído del rascón en los libros de caza. De ese tema pasé sin darme cuenta a las migraciones. Savka me escuchaba con atención, sin pestañear, en todo momento con una sonrisa de satisfacción.

—¿Y cuál es la patria de las aves? —preguntó—. ¿Estas tierras o aquéllas?

—Éstas, sin duda. Aquí es donde nacen y donde crían, de modo que ésta es su patria; solo vuelan a otras regiones para no morir de frío.

—¡Curioso! —exclamó Savka, estirándose—. Cualquier tema del que se hable está lleno de sorpresas. Ya se trate de las aves, de los hombres… o de esta piedra, todo tiene su sentido. ¡Ah, señor, de haber sabido que venía usted, no le habría dicho a esa mujer que se reuniera aquí conmigo…! Hay una que me ha pedido venir hoy…

—¡Ah, por favor, no quiero molestar! —dije yo—. Puedo tumbarme en el bosque…

—¡Nada de eso! No se va a morir por venir mañana… Si se quedara sentada, escuchando la conversación… pero no parará de hablar. Estando ella presente, no será posible mantener una conversación sensata.

—¿Es a Daria a quien esperas? —le pregunté después de una pausa.

—No… Hoy va a venir una nueva… Agafia, la del guardagujas.

Savka pronunció esas palabras con su voz habitual, desganada, un poco sorda, como si estuviera hablando de tabaco o de unas gachas, pero yo me quedé sorprendido. Conocía a Agafia, la del guardagujas… Era una mujer muy joven, de unos diecinueve o veinte años, que se había casado hacía unos diez o doce meses con un muchacho joven y bravo, guardagujas del ferrocarril. Vivía en la aldea y su marido venía a pasar casi todas las noches con ella.

—¡Tus aventuras con las mujeres acabarán mal, amigo! —dije con un suspiro.

—Me da igual… —y, al cabo de una pausa, añadió—: Se lo he dicho a ellas, pero no me escuchan… A las muy tontas les entra por un oído y les sale por el otro.

Se produjo un silencio… Las tinieblas, entre tanto, se espesaban cada vez más y los objetos perdían sus contornos. El rayo que centelleaba más allá de la colina se había apagado del todo, las estrellas refulgían y resplandecían con fuerza creciente, cada vez más brillantes y luminosas… El chirrido monocorde y melancólico de los grillos, el graznido del rascón y el chillido de la codorniz, lejos de quebrar el silencio de la noche, reforzaban su inmensa monotonía. Parecía como si esa suave melodía que encantaba los oídos no emanara de las aves ni de los insectos, sino de las estrellas que nos contemplaban desde el firmamento…

El primero en romper el silencio fue Savka. Apartando lentamente los ojos del negro lomo de Kutka y fijándolos en mí, dijo:

—Veo que se aburre usted, señor. ¿Qué tal si cenamos?

Y, sin aguardar mi consentimiento, se deslizó boca abajo hasta la cabaña y se puso a buscar algo, haciendo que toda la cabaña se estremeciera como una hoja; luego salió, también arrastrándose, y puso delante de mí una botella de vodka y una escudilla de barro con huevos duros, tortas de centeno untadas en manteca, unas rebanadas de pan negro y alguna otra cosa… Bebimos el vodka en un vaso torcido, que no era posible mantener derecho, y atacamos los alimentos… Sal gruesa de color gris, tortas sucias y grasientas, huevos elásticos como el caucho… pero ¡qué suculento me pareció todo!

—Vives como un pordiosero, pero tienes buenos productos —dije, señalando la escudilla—. ¿De dónde los sacas?

—Me los traen las mujeres… —masculló Savka.

—¿Por qué razón?

—Pues… por piedad…

No solo el menú, sino también la ropa de Savka portaba la marca de la “piedad” femenina. Así, esa velada advertí que llevaba un cinturón nuevo de gruesa lana y en el sucio cuello una cinta de un rojo vivo de la que pendía una cruz de cobre. Conocía la debilidad del bello sexo por Savka, como también su renuencia a hablar de ella, de modo que interrumpí mi interrogatorio. Además, no era momento para comentarios… Kutka, que daba vueltas a nuestro alrededor, esperando pacientemente un pedazo de comida, aguzó de pronto las orejas y empezó a gruñir. Se oyó un chapoteo lejano, intermitente.

—Alguien atraviesa el vado… —dijo Savka.

Al cabo de unos tres minutos Kutka volvió a gruñir y emitió un sonido semejante a una tos.

—¡Cállate! —le gritó su amo.

Unos pasos tímidos resonaron en la penumbra con ruido sordo y una silueta de mujer surgió del bosque. La reconocí, a pesar de la oscuridad que nos rodeaba: era Agafia, la del guardagujas. Se acercó a nosotros con temor y se detuvo, respirando con dificultad. Probablemente estaba menos sofocada por la caminata que por el temor y el sentimiento desagradable que se experimenta siempre que se atraviesa un vado de noche. Al darse cuenta de que junto a la cabaña había dos hombres en lugar de uno, lanzó un débil grito y retrocedió un paso.

—¡Ah… eres tú! —exclamó Savka, metiéndose una torta en la boca.

—Sí… soy yo —balbució ella, dejando en el suelo un paquete y mirándome de reojo—, Yákov le manda saludos y me ha pedido que le traiga… esto…

—¿Por qué mentir? ¡Yákov! —dijo Savka con una sonrisa—. ¡No es necesario mentir, el señor sabe a lo que has venido! Siéntate, te invitamos.

Agafia volvió a mirarme de soslayo y se sentó con indecisión.

—Pensaba que ya no vendrías hoy… —dijo Savka, después de un largo silencio—. ¿A qué estás esperando? ¡Come! ¿O es que quieres vodka?

—¡Menuda idea! —comentó Agafia—. No estás tratando con una borracha…

—Bebe… Te pondrá a tono… ¡Vamos!

Savka le entregó el vaso torcido a Agafia, que lo vació poco a poco, pero no comió nada, contentándose con soplar ruidosamente.

—Me has traído algo… —continuó Savka, deshaciendo el paquete y adoptando un tono de condescendencia—. Las mujeres siempre tienen que traer alguna cosa. Vaya, una empanada y patatas… ¡Éstas sí que saben vivir! —dijo con un suspiro, volviéndose hacia mí— ¡En toda la aldea solo ellas tienen patatas después del invierno!

No veía el rostro de Agafia en la oscuridad, pero, a juzgar por el movimiento de sus hombros y de su cabeza, tenía la impresión de que no apartaba los ojos de Savka. No queriendo chafarles la entrevista, me puse en pie y me dispuse a dar un paseo. Pero en ese momento, en el bosque, un ruiseñor emitió dos notas de contralto. Al cabo de medio minuto lanzó un trino agudo y ligero y, después de probar así su voz, empezó a cantar. Savka se incorporó de un salto y prestó oídos.

—¡Es el mismo de ayer! —dijo—, ¡Espere un poco…!

Y, con la rapidez de una flecha, se internó en el bosque sin hacer ruido.

—¿Qué vas a hacer? —le grité mientras se alejaba—. ¡Déjalo!

Savka hizo un gesto con la mano para indicarme que no gritara y desapareció en la oscuridad. Cuando quería, Savka era un pescador y un cazador extraordinario, pero en ese momento gastaba en balde tanto sus dotes como sus fuerzas. Por lo común era perezoso y empleaba toda su pasión de cazador en empresas vanas. Así, atrapaba ruiseñores con las manos, disparaba a los lucios con perdigones y pasaba horas enteras a la orilla del río, empeñado en cobrar peces pequeños con un anzuelo grande.

Al quedarse a solas conmigo, Agafia tosió y se pasó la mano por la frente varias veces… El vodka empezaba a surtir efecto.

—¿Cómo te va, Agafia? —le pregunté al cabo de una prolongada pausa, cuando el silencio se hizo embarazoso.

—Bien, gracias a Dios… No se lo cuente a nadie, señor… —añadió de pronto en un susurro.

—No te preocupes —la tranquilicé—. En cualquier caso, eres muy temeraria, Agafia… ¿Y si Yákov se entera?

—No se enterará…

—Nunca se sabe.

—No… Llegaré a casa antes que él. Está en la línea férrea y vendrá en el tren correo; desde aquí se le oye acercarse…

Agafia volvió a pasarse la mano por la frente y miró hacia el lugar por el que había desaparecido Savka. El ruiseñor cantó. Un ave pasó volando a ras de suelo y, al vernos, se estremeció, sacudió las alas y ganó la otra orilla del río.

El ruiseñor no tardó en callarse, pero Savka seguía sin regresar. Agafia se puso en pie, dio algunos pasos con aire preocupado y volvió a sentarse.

—¿Qué está haciendo? —no pudo dejar de preguntar—. ¡El tren no va a esperar a mañana! ¡Tengo que marcharme enseguida!

—¡Savka! —grité yo—. ¡Savka!

Ni siquiera el eco me contestó. Agafia se removió inquieta y volvió a levantarse.

—¡Debo irme! —exclamó con inquietud—, ¡El tren está al llegar! ¡Sé cuando pasan!

La pobre muchacha no se había equivocado. No había transcurrido un cuarto de hora, cuando se oyó un ruido lejano.

Agafia se quedó mirando largo rato el bosque, agitando febrilmente los brazos.

—Pero ¿dónde está? —dijo con una risa nerviosa—. ¿Dónde diablos se ha metido? ¡Me marcho! ¡Palabra, señor, me marcho!

Entretanto el ruido se hacía cada vez más nítido. Ya se distinguía el golpeteo de las ruedas de la trabajosa respiración de la locomotora. El tren silbó, atravesó el puente con sordo tamborileo… Al cabo de un instante todo quedó en silencio…

—Esperaré un minuto más… —dijo Agafia con un suspiro, sentándose con determinación— ¡Así es, esperaré!

Por fin Savka apareció en medio de la oscuridad. Avanzaba en silencio, con los pies desnudos, por la mullida tierra del huerto, y murmuraba algo en voz baja.

—¡Menuda suerte tengo! —exclamó, con una alegre risa—. Acababa de acercarme al arbusto y preparaba ya la mano para atraparlo, cuando se calló. ¡Ah, perro calvo! Estuve esperando un buen rato a que volviera a cantar y luego me di por vencido…

Savka se tumbó torpemente junto a Agafia y, para guardar el equilibrio, le cogió el talle con ambas manos.

—Y tú ¿por qué pones esa cara de niña sin madre? —preguntó.

A pesar de su bondad y sencillez Savka menospreciaba a las mujeres. Las trataba con desdén y altanería, y llegaba hasta el extremo de reírse con desconsideración de la debilidad que sentían por él. Quién sabe, tal vez esa actitud despreocupada y desdeñosa era una de las razones de la seducción poderosa e irresistible que ejercía sobre las dulcineas de la aldea. Era atractivo, de formas armoniosas, en sus ojos brillaba siempre, incluso cuando miraba a las despreciadas mujeres, una dulzura serena, pero los atributos externos no bastaban para explicar ese encanto. Además de su afortunado físico y de la peculiaridad de sus modales, hay que pensar que parte de su fascinación se debía a su conmovedor papel de fracasado reconocido, de desdichado expulsado de su isba natal y relegado a los huertos.

—¡Cuéntale al señor a qué has venido! —continuó Savka, sin soltar el talle de Agafia—. ¡Vamos, díselo, mujer casada! Jo, jo… ¿Y si le damos un poco más de vodka a nuestra amiga Agafia?

Me levanté y me puse a caminar por el huerto, entre los bancales, que en la oscuridad parecían grandes tumbas aplastadas. Del lugar se alzaba un olor a tierra removida y a la suave humedad de las plantas, que empezaban a cubrirse de rocío… A la izquierda seguía brillando la lucecilla roja. Parpadeaba con aire afable y parecía sonreír.

Escuché una risa alegre. Era Agafia.

“¿Y el tren? —pensé—. Hace tiempo que ha llegado”.

Al cabo de un rato, volví a la cabaña. Savka, inmóvil, sentado a la turca, tatareaba en voz baja, apenas audible, una canción compuesta exclusivamente de monosílabos, algo así como: “Ah, tú; eh, tú… yo y tú”. Agafia, embriagada por el vodka, las despectivas caricias de Savka y el bochorno de la noche, estaba tendida a su lado, apretando convulsivamente el rostro contra sus rodillas. Se había entregado de tal modo a su pasión que ni siquiera advirtió mi llegada.

—¡Agafia, el tren ha pasado hace tiempo! —exclamé yo.

—Es hora de que te vayas —dijo Savka, apoyando mis palabras y sacudiendo la cabeza—. ¿Qué haces ahí tumbada? ¡Desvergonzada!

Agafia se estremeció, apartó la cabeza de las rodillas de Savka, me miró y volvió a apretarse contra él.

—¡Deberías haberte ido hace tiempo! —dije yo.

Agafia se agitó, apoyó una rodilla en el suelo… Sufría… Al cabo de medio minuto toda su figura, en lo que pude distinguir a través de la penumbra, adoptó una expresión de lucha y de vacilación. Hubo un momento en que pareció volver en sí y estiró el tronco para ponerse de pie, pero una fuerza invencible e inexorable se apoderó de ella, lanzándola de nuevo contra Savka.

—¡Que se vaya al diablo! —dijo con una sonrisa salvaje y gutural, en la que se entreveraban la determinación irracional, la impotencia y el dolor.

Gané el bosque sin hacer ruido y desde allí descendí hasta el río, donde estaban nuestros aparejos de pesca. Las aguas dormían. Una flor grande y suave, de alto tallo, me acarició con delicadeza la mejilla, como un niño que quiere comunicar que no duerme. Como no tenía nada que hacer, busqué a tientas una de las cañas y tiré de ella. Se estiró apenas y quedó colgando: no habíamos cogido nada… No se veían ni la otra ribera ni la aldea. En una isba centelleó una luz, pero se extinguió enseguida. Busqué en la orilla un hoyo que había descubierto mientras aún había luz y me instalé en él como si fuera un sillón. Pasé allí un buen rato… Vi cómo las estrellas se cubrían de niebla y perdían su brillo, y cómo una ráfaga fresca, semejante a un leve suspiro, recorría la superficie de la tierra y agitaba las hojas de los sauces, apenas despiertos…

—¡A-ga-fia…! —gritó alguien con voz sorda desde la aldea—. ¡A-ga-fia!

El marido había regresado y, lleno de inquietud, buscaba a su mujer entre las isbas. En ese momento se oyó en el huerto una risa irresistible: su mujer se había desmandado, embriagado, y trataba de compensar con unas horas de felicidad el martirio que le esperaba al día siguiente.

Me quedé dormido.

Cuando me desperté, Savka, sentado junto a mí, me sacudía ligeramente el hombro. Todo estaba inundado de la viva claridad de la mañana: el río, el bosque, las dos orillas, los árboles y los campos, verdes y lavados. El sol acababa de salir y entre los delgados troncos de los árboles se filtraban algunos rayos que incidían sobre mi espalda.

—¿Es así como pesca? —dijo Savka con una sonrisa—. ¡Vamos, levántese!

Me puse en pie, me desperecé con placer y, mientras acababa de despertarme, aspiré con avidez el aire húmedo y perfumado.

—¿Se ha ido Agafia? —pregunté.

—Ahí va —respondió, señalando con la mano el lugar donde se encontraba el vado.

Miré hacia allí y vi a Agafia. Con la falda remangada, los cabellos en desorden y el pañuelo caído sobre la nuca atravesaba el río. Las piernas apenas la sostenían…

—¡La gata que roba sabe lo que le espera! —balbució Savka, mirándola con ojos entornados—. Va con el rabo entre las piernas… Estas mujeres son traviesas como gatas y cobardes como liebres…

¡No se fue ayer, la muy tonta, cuando se lo dijimos! Ahora le va a caer una buena, y a mí también… De nuevo van a azotarme por una mujer…

Agafia alcanzó la otra orilla y a través del campo se dirigió a la aldea. En un principio caminaba con bastante firmeza, pero pronto la preocupación y el pavor se apoderaron de ella: se volvió con temor y se detuvo para tomar aire.

—¡Tiene miedo! —dijo Savka con una triste sonrisa, mirando la estela de color verde vivo que Agafia iba dejando en la hierba empapada de rocío—. ¡No quiere ir! Hace ya una hora que el marido está esperándola… ¿Lo ha visto?

Savka pronunció las últimas palabras con una sonrisa en los labios, pero a mí se me encogió el corazón. En la aldea, junto a la última isba, de pie en medio del camino, estaba Yákov, mirando fijamente a su mujer, que avanzaba hacia él. No movía un pelo, tieso como un poste. ¿En qué pensaba mientras la miraba? ¿Qué palabras preparaba para recibirla? Agafia se detuvo un instante, se giró una vez más, como si esperara ayuda de nosotros, y siguió adelante. Nunca había visto tal forma de caminar, ni en un hombre borracho ni en uno sobrio. Era como si se retorciera bajo la mirada del marido. Ora zigzagueaba, ora se quedaba parada, doblando las rodillas y separando los brazos, ora retrocedía. Al cabo de unos cien pasos, se dio la vuelta otra vez y se sentó.

—Sería mejor que te escondieras detrás de un arbusto… —le dije a Savka—. El marido puede verte…

—No necesita verme para saber de dónde viene Agafia… Cuando las mujeres van al huerto por la noche, no es para coger coles: todo el mundo lo sabe.

Miré el rostro de Savka. Estaba pálido, crispado por esa mezcla de piedad y repugnancia que sienten ciertas personas cuando ven sufrir a los animales.

—Cuando el gato se divierte, el ratón llora… —dijo con un suspiro.

Agafia se levantó bruscamente, sacudió la cabeza y se dirigió hacia su marido con paso firme. Por lo visto, había hecho acopio de todas sus fuerzas y se había decidido.

FIN

Antón Pávlovich Chéjov. (1860-1904), un ícono literario ruso, fue mucho más que un maestro del relato corto y un dramaturgo innovador; su influencia trascendió fronteras y generaciones. Nacido en Taganrog, Rusia, Chéjov provenía de una familia humilde. Su abuelo, Yegor Mijáilovich Chéjov, logró comprar la libertad de su familia en 1841, un hecho que marcó las raíces de Chéjov en la realidad rusa.

Graduado en medicina en 1884, Chéjov ejerció como médico, pero su verdadera pasión radicaba en la escritura. Su carrera literaria comenzó con relatos humorísticos y caricaturas que abordaban la vida rusa bajo el seudónimo "Antosha Chejonté". Sus primeros éxitos literarios llegaron con la publicación de cuentos y la obra de teatro "Ivánov" en 1887.

Chéjov, a pesar de sus estrecheces económicas iniciales, pronto se convirtió en una figura respetada. Su técnica narrativa revolucionaria se destacó en la colección de relatos "Al anochecer" (1887) y la cruda visión de la vida rural rusa en "Los campesinos" (1897). Su viaje a la isla de Sajalín en 1890 marcó un hito en su conciencia social, dejándolo con una profunda aversión hacia la cárcel como consecuencia del despotismo.

La incursión de Chéjov en el teatro, con obras como "La gaviota," "Tío Vania," y "El jardín de los cerezos," lo consolidó como un dramaturgo influyente. Su técnica de "acción indirecta," centrada en los detalles de los personajes, cambió la percepción teatral convencional.

A lo largo de su vida, Chéjov enfrentó críticas por su aparente frialdad y objetividad hacia sus personajes. Sin embargo, él se consideraba un "testigo imparcial," reflejando la realidad humana sin juzgar. Su impacto en la literatura universal se consolidó tras la Primera Guerra Mundial, cuando las traducciones de Constance Garnett popularizaron su obra internacionalmente.

Falleció en Badenweiler en 1904 debido a la tuberculosis, una enfermedad que lo había afectado a lo largo de su vida. Su legado perdura, influyendo en autores como Tennessee Williams y Arthur Miller, y su habilidad para "decir todo escribiendo como diciendo nada," según las palabras de Eduardo Galeano, lo mantiene como una voz esencial en la literatura mundial.