Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:
-Oye, Pedro.
-¿Qué quiere, padre?
-Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez…
-Si no lo dice…
-¿En qué piensas?
-No; sino, ¿en qué piensa usted?
-Pues yo pienso… mira… pienso que estamos mal así…
-¿Cómo así?
-Vamos… así… solos… -y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?
-Puesto que usted lo dice…
-¿No crees que nos falta algo?
-Sí, padre; nos falta madre.
-Pues ya lo sabes.
Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa…», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa…?». Y no volvieron a hablar de ello.
No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!
Empezó Pedro a revolver en su magín la idea de su padre, y tanto y tanto rumió aquello de: «¿Por qué la querrá de nuera?», que acabó por pedir a Tomasa cortejo. Y ella, no sin sorpresa del mozo, se lo concedió.
Y empezaron las largas entrevistas; las conversaciones lánguidas y arrastradas mientras ella mordía una hoja de cualquier planta; el murmurar, a modo de arrullo, de todos los demás novios del lugar. Los decires de Tomasa apuntaban casi siempre a la futura vida doméstica, a lo que habrían de hacer una vez casados; eran observaciones henchidas de una sensatez abrumadora. Con frecuencia repetía: «¡Ah, si yo fuese hombre!», sin que en ello parase mientes Pedro, que nunca pensó en si él fuese mujer. Lo único que el mozo se decía era: «Ella siempre está con: “Si yo fuese hombre”»; y mi padre siempre con: “¡Si yo fuese joven!”».
Cuando Pedro anunció a su padre que le llevaría a Tomasa de nuera, exclamó el anciano:
-¡Gracias a Dios! Ya te lo decía… Es lo que nos hace falta en casa… mujer… y una mujer así de cuerpo entero, de temple, sana y laboriosa… -y tras un momento de pausa añadió-: ¡Ah! ¡Si yo fuese joven como tú…!
-Sí, que es usted quien me la habría traído de madrastra en vez de dársela yo a usted de nuera… ¿no es eso?
-Te equivocas, hijo… pero… ¿quién sabe?
Entró Tomasa en el hogar del anciano y desde el primer día empezó a llamarle abuelo. Y el pobre Pedro no oía más que: «Si yo fuese hombre como tú…»; de un lado, y de otro: «¡Si yo fuese como tú joven…!», él que era hombre y joven.
«No piensa más que en los hijos», pensaba el abuelo, y era verdad, no pensaba Tomasa más que en los hijos que hubiera de tener. Ya que no hombre sería madre de hombres, nodriza de hombres, criadora de ellos. Era una mujer hacendosa y dura, incansable en el trabajo, de pocas palabras.
Pedro no acertaba a darse de ello clara cuenta, pero era el caso que aun el más torpe podía barruntar cierta sorda malquerencia entre la nuera y el suegro, nacida en ellos no bien convivieron cuatro días. Ella no hacía más que reprochar al viejo su creciente inutilidad, y él parecía molestarse de que trabajara tan duro ella.
-Para hacer así las cosas, mejor es que las deje, abuelo; es más lo que echa a perder que lo que abona -decía al anciano la joven con acrimonia.
-Ni un momento de reposo, hija, ni un momento… piensa bien cómo estás, en tu estado, y no sea que por querer hacerlo todo comprometas tu salud, y lo que es peor, la vida del que va a venir -le decía el viejo con amargura.
Una tarde encontró el padre al hijo junto al abrevadero, cuando aquél se retiraba a casa y llevaba éste el ganado a beber, y sin preámbulo alguno:
-¡Ay, Pedro…! -le dijo.
-¿Qué la pasa, padre?
-Que el abuelo es ya viejo y le empujan los que aún no han venido… pero déjate, déjate, que el mundo da muchas vueltas y quiera Dios que no te afrente un día tu mujer con tus propios hijos…
-¿Por qué lo dice, padre?
-Me equivoqué, hijo, me equivoqué… Me gustaba por seria, por trabajadora… pero son demasiada seriedad y demasiada laboriosidad las suyas; no lo dudes. Parece como que se esconde en el trabajo… Y sueña demasiado en el hijo… demasiado… Mira, como duermo poco, me paso las noches dándoles a las cosas muchas vueltas en la cabeza…
-No hay como una mujer trabajadora, padre…
-¡Trabajar… trabajar… siempre trabajar!… ¡Pobres viejos!… ¿Te acuerdas cuando bailaba en la plaza? Lo hacía como quien cumple una penitencia…
Llegó por fin el niño, el anhelado, y aquel día y el del bautizo fueron de negros augurios para el pobre viejo. Tomó al nieto en brazos, le miró fijamente y lloró al besarle. «¡Que no llegues a viejo!», le dijo en silencio.
En pocos días se restableció la madre y mientras salía a la labor Pedro, estábase ella dando el pecho al niño, y el abuelo contemplándolo desde un rincón. Pensaba el viejo: «Ahora le está diciendo callandito, muy callandito, casi sin hablar: Tú serás lo que yo habría sido si hubiese nacido hombre… irás a la ciudad… serás más que todos nosotros».
-¡Será todo un hombre! -acababa el viejo en voz alta su pensar.
Y Tomasa, al ver sorprendido su pensamiento, miraba al abuelo con los ojos extraños, diciéndole lo indecible con la mirada aquella que partía de bajo el ceño fruncido.
Y empezó a ser todo lo mejor para el niño; para él la nata de la leche, y no para el viejo ya; para él el rinconcito mejor junto a la lumbre; todo cuidado para él.
-Deje al niño eso, abuelo, que usted lo ha gozado ya muchos años…
-Y él lo gozará, cuando yo muera, otros tantos…
-Cuando usted muera, eso…
-Él llegará a viejo… si vive…
-Si vive, ¡claro es!, también usted fue niño…
***
Cuando conocí al abuelo pedía limosna por los lugares y alquerías.
-¿No tiene usted hijos? -le pregunté.
-Sí, señor, los tengo -me respondió-; pero me han echado de casa… les estorbaba…
-¿Estorbarles?
-¡Sí, señor!… Sí, tengo un hijo; pero él también lo tiene… y llegará a viejo como yo… el mundo da muchas vueltas, señor… También yo fui hijo… A nadie he de dar que hacer, nadie me reprochará el pan que coma… me moriré solito, en un rincón, solito, como los animales, como las criaturitas de Dios, sin comedias… me moriré…, ¡cuando Dios quiera! ¡Han visto nacer a su hijo; sólo Dios sabe si tendrán el consuelo de que su hijo les vea morir!…
Y después de haber besado la moneda que de limosna le di y de un: «Dios se lo pague, señor, y le dé salud parar criar a los suyos», perdiose el anciano, allá, en la polvorienta carretera, renqueando, su cabeza sobre el crepúsculo, aureolada por el polvillo de oro del sol poniente.
Pero un día no pudo ya, y esclavo del corazón, con lágrimas de tristeza y de despecho en los ojos, pero con rescoldo de amor, llamó con el cayado a la puerta de su casa, de la casa en que naciera.
-¿Quién es? -preguntó desde dentro la voz seca y dura de la mujer.
-¿Hay un poco de sitio, hija, para un pobre viejo que quiere morir?
Siguiose un momento de silencio; la mano del abuelo temblaba sobre el cayado; no le corrían ya las lágrimas.
-Entre, padre -dijo con empañada voz Pedro.
-Dios te lo pague, hijo -exclamó el anciano al franquear la puerta, y fue a sentarse junto al fogón, sin mirar a los suyos, renqueando.
-El caso es que no debíamos recibirlo… -empezó Tomasa-, ¿por qué se nos escapó? Y luego andan diciendo por el pueblo que si le echamos de casa… que si le tratábamos de este modo o del otro… ¿Tan mal le tratábamos, diga?
-No, ni bien ni mal… Yo era como un perro viejo a quien por compasión no se le pega un tiro… se le echan los mendrugos, y se le despacha a que tome el sol y no estorbe… ¡para lo que va a vivir! Y cada mañana se dice: ¿Todavía vive?… No; ni mal ni bien…
-Cállese, padre, cállese…
-Me callaré… en mi casa…
-¿Su casa? -replicó la nuera-; la casa es de quien la sostiene.
-¡Qué vida! -exclamó el viejo golpeando con su cayado el suelo mientras se le saltaban las lágrimas de nuevo.
-No haga ruido, abuelo, que está el niño enfermo…
-¿El niño? -exclamó el viejo al punto.
-¡Sí, el niño!
-¡Quiera Dios, hijo, que no te veas como tú me ves hoy!
-¡Fuerte le da al abuelo!…
-Vaya, hijos, voy a retirarme… ¿a dónde?…
-¡Allá! -le contestó la nuera señalándole una puerta con el brazo extendido, rígido, cuya sombra proyectaba en el muro, agorera, la roja lumbre del hogar.
-Al cuarto en que nací… Pero antes quiero ver al niño…, darle un beso…
-¿Un beso? -exclamó, sin poder contenerse, la madre.
-¡Un beso, sí! -agregó con firmeza el anciano mirando a los ojos a su nuera, que le sostuvo la mirada con la suya adusta, casi acosadora.
Entró el anciano en el cuarto del niño, entonces enfermo; besole en la frente, que de fiebre ardía, y murmurando entre dientes: «Aquí sobra uno», fue a recogerse.
A la mañana siguiente salió la madre del cuarto como loca, despavorida, gritando: «Él, él nos ha matado al hijo… Sí, él, él con su beso…, le ha hecho mal de ojo…, él…, tu padre…, ¡el abuelo!».
Cuando entraron en el cuarto del anciano halláronle también muerto, muerto en la cama misma en que había nacido.
FIN