Abril, en Río, en 1970
Todo empezó cuando el tipo que se sentó cerca de mí en el pasto dijo, mirá lo que es la escupida de Gerson. En el momento no le di importancia, me había costado un huevo llegar hasta allá, pero mi cabeza estaba en el partido del domingo y yo no relacionaba las cosas unas con otras. Al partido del domingo iba a ir Jair da Rosa Pinto, técnico del Madureira, que ya fue crack de la selección, y una cosa aquí dentro me decía, Zé, va a ser la oportunidad de tu vida. Yo le dije a mi chica, que era dactilógrafa de la empresa, no sigo de cadete ni un mes más, también le dije que Jair da Rosa Pinto me iba a ver el domingo, pero las mujeres son bichos raros, ni me dio bola. Suéltame, déjame que te cuente.
Me levanté de la cama, le expliqué, pucha, si juego bien y Jair da Rosa Pinto me lleva al Madureira, estoy hecho, nadie me para, pero él la me tiró de nuevo a la cama y fue aquella locura, mi chica es un fuego. El tipo se llamaba Braguinha. Mirá la escupida de Gerson, dijo, en el segundo tiempo del entrenamiento. Braguinha había llegado en el entretiempo, todo el mundo lo conocía; decían, ¿eh Braguinha, qué te parece? y él respondía, ¡vamos a reventar a los gringos!. Yo meneaba la cabeza y le sonreía asintiendo. Estaba queriendo hacerme amigo, yo era un colado y no quería que me echaran, mirándome nomás los tipos se daban cuenta de que mi lugar era otro, ni como reportero podía pasar.
Me quedé observando a Gerson. El jugador de fútbol vive escupiendo. Pasó cerca, dio uno de esos tiros de treinta metros y escupió. ¿Viste? Limpio, transparente, cristalino. ¿Sabes lo que es eso?, preguntó Braguinha. Me quedé en la duda, ¿estaría cargando a Gerson? Por ahí está lleno de flacos que no se lo bancan, ¿qué iba a decir? Me quedé callado, asentí con la cabeza y el mismo Braguinha respondió, preparación física, pibe, preparación física, para escupir así el tipo tiene que estar diez puntos. Vamos a reventar a los gringos.
Braguinha me contó que ellos entrenaban todos los días y que no veían a mujeres, ni siquiera a las propias; nada de ir a lo de Rose, Jairzinho no pone ni el pie en la Mangueira, Paulo César ni pasa por la puerta del Lebató, los tipos están haciendo las cosas en serio. Mujer, ni siquiera la madre. Yo ya había oído hablar de esa historia de que las mujeres acaban con un tipo y nunca la creí, pero aquel día, no sé por qué, empecé a pensar que la cosa era así y le pregunté a Braguinha, ¿usted es médico? y él respondió, no, no soy médico pero estoy en la cosa, ya vi arruinarse la carrera de pibes de 18 años por culpa de una mujer. Pucha, 18 años es mi edad. Ves la escupida de Tostao, está medio jodido, ese problema en el ojo, estuvo parado seis meses, mira nomás la escupida de él. Tostao pasó cerca y escupió una bolita de goma blanca. Parece merengue, dijo Braguinha, él está en un treinta por ciento, pero cuando esté a punto va a escupir un chorrito de agua filtrada igual al zurdito de oro. Era así como lo llamaban a Gerson. Cuando el entrenamiento terminó los cogotudos rodearon a los jugadores. Era un lugar bacán, para jugar polo, ese juego que el tipo monta en un caballo y se la pasa dando tacazos a una pelotita. Tenía un césped que nunca terminaba y unas mujeres diferentes de la Nely, mi chica. No digo que Nely sea para tirar a la basura, pero aquellas mujeres eran diferentes, creo que eran las ropas, la manera de hablar, de caminar, hasta me olvidé de los jugadores, nunca había visto mujeres iguales. Creo que ellas no andaban por las calles de la ciudad, andaban a caballo ahí, escondidas, solo los bacanes las veían. Eso sí que era vida, me quedé mirando la piscina, el césped, los mozos llevando bebidas y bocaditos de acá para allá, todo tranquilo, todo limpito, todo lindo. No eran las ropas, era el cabello, el olor, esa era la diferencia entre Nely y las chicas que andaban a caballo, pensé mientras iba por la ruta haciendo ejercicio, corriendo hasta la parada del colectivo de Rocinha; era el cabello y el olor, y las ropas, la pucha, quería tener una mujer así, pero para que un tipo pudiera tener una mujer de aquellas, tenía que ser como mínimo de la selección. Yo tenía que comerme la pelota el domingo, del Madureira a la selección, pelota para Zezinho, y ¡goool! La multitud gritaba dentro de mi cabeza.
Nely vivía en un departamento de dos ambientes en la playa de Botafogo, con una compañera que sabía de nuestro asunto, una chica medio jorobada que se llamaba Margarida, muy buenita; cuando yo iba a dormir con la Nely, ella se iba a dormir al living, se acostaba en el sofá y fingía no oír los gemidos que provenían del dormitorio. Ya no te gusto más, dijo Nely, hago unos fideos, comés y ahora querés tomártelas diciendo que te vas a casa a dormir. ¿Qué historia es esa? ¿Crees que soy boba? No le quería decir que estaba pensando en la escupida de Gerson, pensando en el partido del domingo, y le dije que no me estoy sintiendo bien, creo que estoy enfermo, ni sé si voy a poder jugar mañana.
¿No te estás sintiendo bien, gritó Nely, y te comiste dos kilos de fideos? ¿Vos pensás que soy idiota? Creo que fueron los fideos, me llenaron demasiado. ¿Te llenaron demasiado? Tonto, ¿entonces por qué estás comiendo ese pan?, preguntó Nely. Yo ni me había dado cuenta que estaba comiendo pan, estaba realmente con la cabeza en otro lugar. Nely la miró a Margarida que había cenado con nosotros, y le preguntó, ¿Margarida, vos pensás que alguien puede creer en lo que está diciendo? No sé, dijo Margarida, saliendo apurada de la mesa. Vos te vas a encontrar con otra mujer, dijo Nely. Su cara huesuda, sus labios gruesos me fueron dando ganas, me quedé en esa disyuntiva, hasta di un paso para acercarme a ella, pero pensé en la escupida de Gerson, el chorro transparente entre los dientes, y dije, me gustás, querida, pero a ver si me entendés, hoy no, a ver si me entendés, hoy no, mañana en la noche, te juro por mi madre que no voy a encontrarme con ninguna mujer. ¡Si no tenés madre!, gritó Nely, haciendo pedazos un plato en el piso.
Era verdad, yo no tenía madre, no conocí a mi madre, pero solo juraba por la madre y Nely lo sabía. Era una costumbre.
Te voy a decir la verdad, no estoy enfermo, pero mañana Jair da Rosa Pinto, del Madureira, va ver el partido, si juego bien, me lleva para hacer una prueba, tengo que estar en forma, a ver si entendés, dije.
¡Mentiroso, te vas a encontrar con otra mujer!
No, te lo juro por mí… palabra de honor, un tipo me dijo ayer, un tipo que está en la cosa, que el atleta no puede andar con mujeres la víspera del partido. Tuve ganas de decir más, con una igual a vos entonces ni que hablar, vos me dejas de cama, toda la noche, sin parar, pero tuve miedo de que rompiese otro plato en mi cabeza. Fui yendo en dirección a la puerta, Nely me abrazó, me desprendí del abrazo, no puedo, hoy no puedo, mañana a la noche vengo.
Si te vas, no hace falta que vuelvas nunca más, exclamó Nely enfurecida. Cuando me vio abrir la puerta de calle gritó, ¡anda, mentiroso, flojo, debilucho, ignorante, don nadie!
Me fui, disgustado. Llegué a la pensión, me acosté, me quedé un montón de tiempo enrollado con la discusión que había tenido con ella. No me molestaba que me llamasen mentiroso, ni flojo, las pelotas, después de todo lo que hice con ella era gracioso que me llamase flojo, dudo que consiguiese otro con más disposición que yo, pero que me dijera ignorante, don nadie, eso dolió. Solo porque fuera dactilógrafa y tuviera el secundario no tenía derecho a decir eso de mí, y o era huérfano, mi mamá murió cuando yo nací, mi papá era pobre, se murió poco tiempo después, dejándome en la mala, solo podía terminar como cadete, ignorante, don nadie. ¿Qué quería que fuese? Mi tristeza solo se fue cuando me acordé que Clodoaldo también era huérfano y debe haber pasado por las mismas cosas que pasé yo.
Me quedé un montón de tiempo despierto, sin poder imaginarme cosas lindas, pensando en la oportunidad, pero sin lograr imaginarme la cosa pasando, las jugadas sensacionales, la gente gritando el gol. Si me llamaran, yo entrenaba en cualquier equipo, de Río, Belo Horizonte, aceptaba el interior de Sao Paulo, Bahía, cualquier lugar; quería una oportunidad. La única vez que entrené en un equipo profesional fue en Sao Cristovâo, en un día de lluvia, la cancha estaba hecha un barrial. ¿Dónde se vio un volante defensivo que rindiera en el barro? Jugué diez minutos, diez minutos, había un montón de flacos esperando su turno en la cola, nada más que para el medio campo, todos con la misma angustia que yo. Después del entrenamiento le pregunté al hombre si quería que volviese y él dijo con toda calma, no gracias, sin importarle mi sufrimiento, cagándose en mí.
Me pasé la mañana del domingo en la cama. Almorcé a las 11, bife, arroz, ensalada de lechuga y tomate, igual que la selección en día de partido. Solo faltaban los champignones. Puse el uniforme en un bolso de plástico, botines, pantalón blanco, camisa azul, medias blancas, tomé el colectivo, salté en la Estación Central, tomé el tren.
Don Tiâo, nuestro técnico, ya estaba en la cancha. También había un montón de personas esperando que empezara el partido. Fui al vestuario a cambiarme de ropa. Don Tiâo nos reunió para decirnos como quería que jugase el equipo. Pregunté, ¿ya llegó Jair da Rosa Pinto, del Madureira? Don Tiâo respondió, ¿el Yaya de la Barra Mansa? no sé, no lo vi. Mira, cuando vos vayas, Tiago se queda, Gabiru viene a buscar el juego, ayudar en el medio campo. Otra cosa, cuidado con el artillero de ellos, un tal Jeová. Si es necesario, denle duro. Cuando salimos del vestuario la cancha estaba toda cercada de gente, de pie, porque tribuna no había. Traté de ver a Jair da Rosa Pinto, no pude, debía estar por ahí, observándome. Sentí un frío en el estómago. Empecé a saltar, calentando el cuerpo, sintiendo el cuerpo, sintiendo los músculos debajo de la piel, salté, el frío en el estómago se fue, que cosa linda sentir los músculos debajo de la piel. Ellos ganaron el sorteo, eligieron el campo. Pirulito puso en juego la pelota, tocándola para atrás para mí, la enganché de curva para Gabiru en la punta, pero la pelota fue al pie del adversario. Corrí para ver si recuperaba la jugada. Mientras hacían rodeos sobre mí pensaba, mierda, empecé mal, ahora estoy como un bobo en la cancha, ni sé lo que estoy haciendo.
El primer tiempo fue de amargar. Empecé a darle duro a Jeová. Después de que pasó dos veces por mí decidí apelar, iba derecho a su pie de apoyo. Me estaba poniendo nervioso, le grité a Tiâo, a ver si retrocedes también, mierda. El tipo solo quería quedarse en el medio campo, jugando de armador, mientras que nosotros nos jodiamos allá atrás. Un minuto antes del entretiempo le di otro palo a Jeová. El se levantó, me miró y dijo, ¿qué pasa, loco? Los dos escupimos al mismo tiempo, mi escupida salió finita, pero la de él, hijo de puta, salió todavía más fina. Yo escupí carraspeando y soplando la saliva con fuerza para afuera, mientras que él, pibe canchero, ni siquiera abrió la boca, con un ruidito de pedo la saliva brotó de sus labios cerrados.
En el vestuario Don Tiâo me dijo, Zé tenés que esforzarte más en los pases. Yo dije, yo me encargo. De repente di un suspiro, estaba sintiendo una cosa rara. Dije desanimado, ¿no sería bueno que nos cambiemos de vez en cuando con Tiago? Don Tiâo se rascó la cabeza, no sé, me parece mejor que sigas plantado en la entrada del área, la táctica que funciona no se cambia.
Puse una toalla sobre el banco y me acosté. No quise pensar en nada, no tenía ganas de imaginar las cosas buenas que todavía iban a pasar, un día. Me quedé callado. Solo abrí la boca para preguntar, ¿alguien vio a Jair da Rosa Pinto por ahí? Nadie lo había visto. El sol seguía fuerte en el segundo tiempo. De salida, el puntero izquierdo de ellos fue hasta la línea de fondo, levantó al centro, Jeová saltó más que todo el mundo, dio un cabezazo tan fuerte que nuestro arquero ni siquiera vio por donde dónde entró la pelota. Jeová salió dando puñetazos en el aire, de la forma que inventó Pelé. Vamos a dar vuelta el resultado, muchachos, dije a mis compañeros, poniéndome la pelota debajo del brazo y corriendo para el medio campo, para dar la salida, igual que Didí en el final del mundial del sesenta y dos. No lo dimos vuelta. Fueron ellos los que hicieron otros goles, hicieron dos tiros de taquito, dominaron durante todo el segundo tiempo. De tanto correr quedé hecho pomada, la boca seca, no me atrevía a escupir para ver la bola de merengue.
Cuando terminó el partido, todavía en la cancha, Don Tiâo me dijo, la cabeza alta, Zé, le pasa a todo el mundo, hay días en que todo sale mal, es así, qué se le va a hacer. Yo estaba tan empelotado que solo en ese momento me di cuenta que mi juego había sido una mierda, no había hecho otra cosa que correr dentro de la cancha como un imbécil. Vi, de espaldas, a Jeová conversando con un tipo. No podía ver quién era. Pensé, capaz que es Jair da Rosa Pinto, invitándolo para entrenar en el Madureira. Me sentí tan infeliz que no me atreví a mirar, a saber si era o no era. Corrí al vestuario.
Fui el último en salir. Empezaba a oscurecer. En la sombra de la tarde la cancha parecía todavía más fea. Yo estaba solo, todos se habían ido. Empecé a caminar, pasé por una montaña de basura, tuve ganas de tirar ahí mi uniforme. Pero no lo tiré. Apreté el bolso contra el pecho, sentí los tapones de los botines y me fui caminando así, lentamente, sin querer volver, sin saber adónde ir.
FIN
Rubem Fonseca. (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925) es el narrador brasileño más conocido, más premiado y más prolífico de hoy. La razón de tal éxito no es difícil de entender: Fonseca escribe libros tan entretenidos que son imposibles de abandonar, mezcla la cultura clásica y la popular con desenvoltura, es divertido, inesperado, tan irreverente que bordea el cinismo, tan violento que sería insoportable si no fuera por los componentes eruditos de sus títulos, en fin, siempre sorprende
Estudió Derecho y se especializó en Derecho Penal. En 1952 inició su carrera en la policía, en Río de Janeiro, siendo inspector y posteriormente jefe de relaciones públicas. Muchos de los hechos vividos en aquella época y de sus compañeros de trabajo están inmortalizados en sus libros. Fue elegido junto con otros nueve policías cariocas para especializarse en Estados Unidos. Aprovechó la oportunidad para estudiar Administración de Empresas en Boston y en Nueva York.
Las obras de Rubem Fonseca generalmente retratan, en estilo seco, áspero y directo, la lujuria sexual y la violencia humana, en un mundo donde marginales, asesinos, prostitutas, delegados y pobres se mezclan.
Creó, para protagonizar algunos de sus cuentos y novelas, un personaje antológico: el abogado Mandrake, mujeriego, cínico y amoral, además de profundo conocedor del submundo carioca.
Es autor de los libros de cuentos Los prisioneros (1963), su primera obra con 38 años y El collar de perro (1965); de las novelas El caso Morel (1973), que convocaría los elogios de la crítica y que sería confiscada por la policía, El gran arte (1983), que le daría pleno reconocimiento mundial, Bufo & Spallanzani (1986), Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), Agosto (1990) y Romance negro y otras historias (1995); y de los volúmenes de relatos Lucía Mc Cartney (1967), El cobrador (1970) y Feliz año nuevo (1976).
Considerado un narrador excepcional, su novela El gran arte fue llevada al cine en 1991, con guión del mismo Fonseca, y en el año 2003 le fueron concedidos los premios literarios Juan Rulfo y Camoes.