A la vera del brasero
Frente a mi incensario que deja escapar por las bocas de bronce el humo del sándalo, me he puesto a recordar…
Este humo, perfumado y azul, evoca mi juventud a la vera del brasero tradicional de mi tierra; del viejo brasero que posee el secreto de los siglos; el de las buenas abuelas, el cariñoso brasero que hace pasar las mejores noches a los nobles y trabajadores huasos de Chile.
Me visita el espectro de mi madre que, sobre todos mis recuerdos, sonríe, toca mi frente con sus dedos de niebla y desaparece…
Entonces tenía yo diez años y era la segunda de seis hermanas.
Decíase que éramos bonitas y nos llamaban “las ondinas del Rin”, por nuestra larguísima cabellera rubia y nuestros ojos de turquesa.
La mitad del año vivíamos en la capital y la otra, la pasábamos en alguna de las fincas de mi padre, lugares fértiles y hermosos, internados en la región del sur.
Cuando se aproximaba la primavera, las seis criaturas de salón, correctas y puntillosas, familiarizadas con la historia griega y romana, conocedoras de cuatro idiomas, volvíanse pequeñas salvajes, faltaban el respeto a las rígidas institutrices y aturdían a la indulgente madre con parloteo bullanguero de aves americanas.
—¡Qué bien nos vamos a divertir en el campo!
Yo, la más soñadora y fantástica de todas, provocaba la risa de mis hermanas con mis salidas románticas, en medio de una vulgar reyerta sobre la propiedad de una fruta o de cualquier baratija de nuestros juguetes. Esto me valió apodo de loca” que me prodigaban en coro.
Me embelesaba pensando en los lindos cinturones y pulseras que haría de las tornasoladas pieles de lagartija; buscaba en la imaginación dibujos que ejecutaría, a la manera de los indios, con las blancas semillas del Achiray, y, encerrada en el escritorio de mi padre, las manos negras de tinta, no dejaba un papel ni tapa de libro sin una de mis producciones cubistas o futuristas.
El campo tenía para nosotros, además de los árboles, donde trepábamos como urracas, y del lago que el atardecer doraba, la atracción de los cuentos.
Trágicas y deliciosas, aquellas noches que pasábamos a la vera del brasero, en la choza del primer capataz.
Oíamos con devoción las leyendas macabras de ánimas en pena y de aparecidos en los largos caminos obscuros.
Nuestros padres nos enviaban a la cama a las ocho de la noche; nos despedían con un tierno beso, sobre la frente, y el dulce estribillo maternal de “Dios te vuelva una santita”.
Las tres mayores teníamos el dormitorio próximo al de la vieja criada, en cuyas manos estaba depositada todavía confianza de la casa.
Sabina nos había visto nacer. Treinta años antes, fue ella quien llevó a nuestra madre para que recibiera el agua del bautismo, y eso era su mayor timbre de honor. Las llaves de la despensa, del granero y de la bodega, colgaban de su cinto atadas al cordón de Santa Filomena. Las ostentaba orgullosa, como un soldado sus condecoraciones. Cuando Sabina hablaba regañando, amenazaba tempestad en la cocina, y las sirvientes jóvenes apresuraban sus tareas, tratando de ocultarse ante los ojos investigadores del ama.
Sabina nos inspiraba cariño y admiración. Pensábamos: ¡Qué honrada es! Tiene bajo sus llaves todas las cosas ricas: galletas, caramelos, azúcar, vino, dulce, y no toca nada. ¡Sabina es una heroína digna de figurar al lado de Juana de Arco!
Comparaba la voluntad de Sabina con mi debilidad. ¡Oh, si hubiera yo cargado por un momento con las preciosas llaves de la despensa! ¡Qué soberbios atracones de dulce; qué largos tragos de vino de Misa !Sólo de imaginarlo sentía en la garganta un cosquilleo que me daba ganas de gritar…
Cuando nuestros padres se retiraban a la alcoba, después de leer los periódicos y jugar dos vueltas de brisca, nosotras, “las tres grandes”, como solíamos llamarnos, despreciando a las menores, nos íbamos en puntillas a la pieza de Sabina, y allí, con voz cariñosa y tono suplicante, le pedíamos nos llevase a casa del capataz, para oír un cuento y tomar mate.
–¡Llévanos, Sabina! Seremos buenas. Te ayudaremos mañana a recoger los huevos en el gallinero y a desenterrar rabanillos en la huerta para el almuerzo de papacito.
—¡No, niñitas; no, soles! Miren que nos puede sorprender mi señora y me retaría. Ya saben ustedes, palomas; a ella no le agrada que salgan de noche: pueden resfriarse.
—¡No, Sabina! —implorábamos con voz persuasiva.— Es verano, hace mucho calor; fíjate, estamos transpirando.— Y para hacer supremo el argumento, besábamos cucañeras las bronceadas y redondas mejillas del ama.
—Bueno, pues, vayan a ponerse abrigo y ¡calladitas!; ni una palabra a naiden…
Sabina cogía un gran pañolón de vicuña y se embozaba en él; desprendía el rosario de la perilla del lecho, y después de besar el crucifijo, lo deslizaba en el gran bolsillo de su delantal de tela azul a cuadros blancos.
—¿Está lista la comitiva? — preguntaba Luz, mi hermana mayor.
—Sí, sí, vámonos ligerito para estar más rato, —respondíamos en coro.
Salíamos, una por una, reteniendo la respiración, íbamos tan ondulantes, bajo nuestros mamelucos blancos, que tomábamos apariencia de gigantescos gatos a quienes les hubiese dado el capricho de bailar en el arabesco que dibuja en las arenas el fulgor de la luna.
Leal, el perro guardián, era cómplice de nuestras escapadas. En cuanto nos veía, se arrimaba a nosotros, lamiéndonos las manos y azotando nuestras capas con el vaivén de su alegre cola.
—¡Chut, Leal, despacito! Que nos puede oír mamacita, y entones… se acabó la fiesta! La casucha del capataz quedaba tres cuadras de las casas. Se llegaba a ella por una avenida de álamos que separaba a un trigal de un potrerillo de alfalfa.
Ese trayecto lo hacíamos corriendo y saltando, envalentonadas por las risas de Sabina y protegidas por la noche.
Seguras de que mamá no nos vería, aprovechábamos en disfrutar de todo lo prohibido.
Quitándonos las capas, nos echábamos a rodar sobre el trigal, aplastando las espigas y espantando las perdices que allí anidaban. También jugábamos a las escondidas con Leal, que, al sorprendernos, se volvía implacable contra nuestros fundillos.
Eran de ver las cavilaciones de mamá cuando la institutriz le llevaba esa prenda de vestir, pidiendo género para remendarla.
—Pero si estos mamelucos son nuevos, Miss Ketty. ¿Cómo es posible que los rompan así? De seguro que estas niñitas riñen en sueños con las fieras… –decía nuestra buena madre.
—¡Basta palomas! —Así daba la voz de alarma Sabina.— Vámonos niñas, que se les puede pegar en las ropas uno de esos cucarachos venenosos, y picarlas.
Ante el terror que nos inspiraba el famoso insecto —que tomaba en nuestra mente dimensiones de buey,— como movidas por un resorte, nos escapábamos del trigo, rogando a Sabina nos mirara, y tirándole una del pañolón, la otra del delantal, la arrastrábamos al claror de la luna para que nos examinase bien.
—Ya está; si no tienen nada. Vamos luceros a casa del compaire; puede que tenga pan calentito y matecito de leche…
Tres golpecitos a la puerta de caña, y ésta se abría, mostrando en el umbral al primer capataz, un “roto” alto, fornido, vestido de una manera llamativa y pintoresca.
Ajustaban sus pantorrillas pantalones angostos, como cosidos en las piernas, y desde el cuello hasta las rodillas colgaba el clásico poncho chileno. Los botines amarillos, con tacones altos y puntiagudos, tenían la forma de una pequeña barca de río. Adheridas al calzado, dos espuelas con grandes rodajas de plata, imitaban dos estrellas.
El sombrero de alas anchas y copa en forma de pan de azúcar, no tenía otro adorno que un cordón rojo con dos borlas y un barboquejo anudado bajo las mandíbulas.
—Buenas noches mis señoras, pasen ustedes, que yo muy contento de tenerlas por acá.
—¡Oye Matea! —gritaba para los interiores de la casuca;— aquí está la comaire con las amitas. A traer panecillos frescos y carbón para avivar el fuego del brasero.
Después que Matea pasaba un trapo sobre los asientos, unas banquetitas de bejuco, blandas y limpias, nos acomodábamos a la vera del amoroso brasero, donde invariablemente, a cualquier hora del día y de la noche, hervía agua dentro de un gran cacharro.
—Cuéntenos un cuento, Anacleto; a eso hemos venido. Estamos locas por oír ese del animita de aquel pobre arriero que mataron hace tres años aquí, detrás de su casucha en la avenida de las palmeras.
–Su merced misia Lucesita, —se dirigía a mi hermana mayor,— con su venia va a ofrecerle este humide huaso el primer mate e leche.
Y haciendo reverencioso saludo de gran cortesía en el campo, con mucho ruido en las espuelas, Anacleto alargaba el mate que temblaba en su mano rugosa tostada por el sol.
—Gracias, Anacleto; cuéntanos ahora el cuento que te pedíamos.
Sentábase el huaso, muy serio, y después de hacer la señal de la cruz, cosa que nos infundía pavor, empezaba.
—Este que era mi compaire José arriero de este fundo trabajaor y honrao. El solo se había hecho unos cuantos realitos porque aemás de lo que ganaba en las mulas, había plantao una chacrita con maizal y too.
Le iba harto bien a mi compaire en el negocito y en dei pu iñor, tar vez por eso, le tomaron entre ojo argunos picaros sin alma; y una noche que José venía por esta júnebre avenía, le salió un bandío y le rajó el corazón de una puñalá.
Cayó muerto el compaire “al tirito”, tan remuerto que aunque le llevaron al hespital y lo vio el méico con unos aparatos, fue inútir; no abrió más los ojos.
Pobre compaire; yo lo vi al pobrecillo y me dieron unas ganas de buscar por cielo y tierra al malvao mataor, pa hacer tripillas con él y dárselas después al perro.
Pero na; nunca e supo na y eso que se metió la polecía. No dieron con sus rastros.
A ver Matea, —interrumpió el huaso,— tráeles pan a las iñoritas sus mercedes, tú sabís, como les gusta er candial.
Nosotras mirábamos la cara de Anacleto con los ojos espantados, redondos como platillo.
Un pequeño escalofrío nos recorría la espalda, y de vez en cuando, mirábamos la puerta creyendo que alguien nos iba a tirar del pelo, o una mano fría a posarse sobre la nuca.
A pesar del miedo, nos engullíamos el panecito que nos sabía a cielo y con la boca llena, pedíamos a Anacleto continuara el cuento.
—Gueno pu, —decía este,— ahora viene la parte fea, pero no se asusten mis amitas.
Espués que había pasao un año y se cumplía el daniversario del compaire José, una noche escura como un horno apagao, se le apareció al hijo de ña Ufrasia, lavandera del pueblo.
Se le apareció con el puñal atravesao en el esquileto con todos los huesos al aire y el corazón colgando. Icen qui era horrible el gesto de su cara. Venía de la montaña haciendo como que, arriaba las mulas pa el potrero.
El hijo de ña Ufrasia arrancó a perderse, “patitas pa que te quiero”, gritando: ¡socorro!, y vino a caer a esta mesmita puerta que acaba de abrirse para sus mercedes.
Al ruio, Matea y yo nos levantamos y creímos en otro crimen cuando vimos al muchacho tendió, blanco como la harina.
Espués de friccionarlo por entro y por fuera con aguardiente, —gastamo mas e un litro e aguardiente del fino, pu,— porque paese que er susto le dio sed y cuando se alentó, nos puso al cabo de lo ocurrío.
Y se acabó mi cuento y “paso por una zapatilla rota” pa que comaire Sabina nos cuente otro.
Inconscientemente nos habíamos acercado a Sabina y las tres, tomadas de la mano, nos aferrábamos al pañolón de vicuña.
—Vámonos, Sabina —decíamos temblando,— vámonos… pero que nos acompañe Anacleto; son más de las doce y es hora de trajín para las ánimas.
Salíamos silenciosas, apretadas unas contra otras, sin osar mirar hacia atrás, adivinando las luces de las velas que señalaban el sitio de un crimen a lo largo de la avenida de las Palmeras. Caminábamos ligero, tapándonos los oídos para no oír el silbido de las lechuzas y los gritos de los pavos reales que se desvelaban en el parque.
Cuando llegábamos a casa nos deslizábamos despacito bajo las ropas de la cama, cubriéndonos hasta los ojos y transpirando frío de terror, al escuchar el menor ruido.
Muchas veces nos acostamos las tres juntas, y entonces más valientes, osábamos mirar hacia la ventana, donde veíamos balancearse en un viejo pino, el suave fantasma de la luna. Abrazadas nos quedábamos dormidas.
Frente a mi incensario, sigo recordando. Las brasas se han extinguido. Brutalmente el viento deshace la última figurita que formó para mi regocijo el humo perfumado.
FIN
Teresa Wilms Montt. Fue una escritora chilena de principios del siglo XX, considerada una precursora del feminismo y el anarquismo. Su vida fue una aventura llena de rebeldía, pasión y tragedia.
Nació en Viña del Mar el 8 de septiembre de 1893, en el seno de una familia aristocrática y conservadora. Desde niña mostró su talento para las letras y los idiomas, así como su inconformismo con las normas sociales de su época.
A los 17 años se casó con Gustavo Balmaceda Valdés, un funcionario público con quien tuvo dos hijas, Elisa y Sylvia. Sin embargo, su matrimonio fue un infierno debido a los celos y el alcoholismo de su esposo, que la maltrataba física y psicológicamente.
En 1912 se trasladó con su familia a Iquique, donde entró en contacto con el movimiento sindical y feminista, y publicó sus primeros poemas en periódicos locales. Allí también conoció a varios escritores, entre ellos Víctor Domingo Silva, con quien inició una relación amorosa que escandalizó a la sociedad.
En 1915, su esposo la internó por la fuerza en un convento de monjas en La Serena, acusándola de adulterio e intentando quitarle la custodia de sus hijas. Teresa sufrió un profundo aislamiento y depresión en el claustro, donde escribió su Diario íntimo, una obra confesional y desgarradora.
Gracias a la ayuda de su amigo Vicente Huidobro, logró escapar del convento y huir a Buenos Aires, donde se integró al círculo literario de la ciudad. Allí publicó sus primeros libros: Inquietudes sentimentales (1917), Los tres cantos (1917) y Anuarí (1918).
En 1918 viajó a Nueva York con la intención de ser enfermera voluntaria en la Primera Guerra Mundial, pero fue detenida y deportada por sospechas de espionaje alemán. Luego se instaló en Madrid, donde conoció a importantes figuras de las letras hispanas, como Ramón Gómez de la Serna, Enrique Gómez Carrillo y Ramón María del Valle-Inclán.
En España publicó sus obras más maduras: Cuentos para los que duermen con media almohada (1919), Lo que no se ha dicho (1920) y En la quietud del mármol (1921). Su estilo se caracterizó por una mezcla de lirismo, ironía y crítica social, con influencias del creacionismo y el modernismo.
Su vida estuvo marcada por el sufrimiento, la soledad y el exilio. Nunca pudo volver a ver a sus hijas ni a su país natal. Tampoco encontró la felicidad en sus numerosos amores, que terminaron en decepciones o abandonos.
El 24 de diciembre de 1921 se suicidó en París, ingiriendo una sobredosis de Veronal. Tenía solo 28 años. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio Père-Lachaise. Su obra quedó olvidada por décadas, hasta que fue rescatada por estudiosos e investigadores que reconocieron su valor literario e histórico.