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A bordo

Foto por Azzedine Rouichi en Unsplash

Remontando el Alto Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado, todas las impurezas cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente, poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo. Al ras del horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba. La tierra, que ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro. Las aguas pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco y se retorcían en dos cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un infatigable suspiro.

Los pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda, una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.

—¿La Eglantina está triste?

(Porque él la había bautizado Eglantina).

—Esta noche es demasiado bella —murmuró la joven.

—La belleza es usted…

Brilló la sonrisa de Eglantina en la penumbra. “Mis mayores me aprueban”, pensó. En un banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después…

Sonaban guitarras y una voz española:

Los ojosos de un moreeno
clavaos en una mujé…

Y palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y la respiración de las calderas.

Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos.

—Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería —dijo el más grueso.

La brisa de la marcha movía las lonas del toldo.

Eglantína contemplaba el lindo abismo.

—¿Ve usted algo? —preguntó Roberto.

Pero ella no contestó que veía, artísticamente borroso, como reflejado en un ébano pulido, el cuadro de la felicidad futura: Roberto y ella inclinados sobre una cuna de encajes, donde dormía la cabecita de un niño. “Extraño es, pensó Eglantina, que en esas aguas, en que nada hay, flote ya nuestro hijo”.

—Veo la imagen de los astros —respondió con prudencia.

La señora de luto contaba a tía Herminia sus penas de viuda, su viaje a Corrientes, donde su hija mayor estudiaba para maestra normal. Eran pobres. Tenían que trabajar. Dos de sus niñas corrían por el buque, jugando al escondite.

Cruzaron de pronto, jadeantes. La señora las detuvo.

—¿Y el nene?

—Está escondido —y huyeron.

“¡Coreco! ¡Coreco!”

—¿Coreco? —interrogó la tía Herminia.

—Es el grito del juego. Lo aprendieron de unos chiquitos paraguayos.

La voz española cantaba:

Dos besos tengo en el alma
Que no se apartan de mí…

—Ahora hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado —decía el negociante gordo.

—No aguantan ni diez años en el monte.

Las niñas volvieron fatigadas.

—¿Pero dónde está vuestro hermanito? —insistió la señora de luto.

—No sabemos… no se le encuentra.

La señora se levantó y se fue.

Roberto quería convencer a Eglantina de que el vapor estaba quieto, y la mostraba el extremo de los mástiles, fijo en las estrellas… Tía Herminia se acercó. Sentía inquietud.

Los mozos iban de una parte a otra, buscando.

El comisario vino a Roberto.

—No se encuentra ese niño —exclamó con angustia.

Partieron juntos.

Los pasajeros se agitaban, como las ideas en un cerebro, dentro del barco silenciosamente fulminado por la desgracia. Transcurrieron diez minutos atroces.

La madre reapareció. Estaba vieja.

—¡Se ha caído al agua! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

Un síncope, en los brazos de tía Herminia. Eglantina observó con horror que la infeliz recobraba el conocimiento. Apenas abrió los ojos, la muerte se asomó a ellos.

—¡Mi hijo!

Se desprendió de los que intentaban detenerla, fue a la borda, y se dobló, llamando, sobre el río.

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

La lisa corriente pasaba.

A popa se extendía una vaga inmensidad. Se oyeron órdenes. El vapor viró trabajosamente.

Las ondas únicas se quebraron; tumultuosos remolinos rompieron el espejo, agujerearon la seda temblorosa de las aguas, donde sin duda había el cadáver de un niño. Pero Eglantina, sollozando, nada pudo ver en ellas.

FIN

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