Recuérdame
—¡Mamá, no te vuelvas loca con eso! Mira, deja el uniforme sobre la mesa, a ver, yo lo doblo. ¡Siéntate, estás nerviosa! ¡Irithel!
Irithel siente un sobresalto. No le gusta que su hijo la llame por su nombre.
—Qué manía tienes, chiquillo. Soy tu madre, como me vuelvas a decir así, ya verás…
—Lo único que quiero es que te calmes. Aún no ha llegado el camión.
—Dentro de diez minutos —dice Irithel, mirando su reloj holográfico de mano.
—¿Y qué? Pueden esperar un tiempo más. Conozco al conductor.
—No, Romie. Ellos no esperan. Nunca lo hacen.
—Roman, mamá. Eso de “Romie” no me gusta y lo sabes. Pero bueno, ¿quién te dijo que no van a esperar?
—Solo lo sé.
Irithel deshace con sus dedos una lágrima que sale de su ojo derecho. Luego, agarra el uniforme de Roman e intenta meterlo dentro de la mochila de viaje.
—Así no es, mamá. Deja, te ayudo. Estas mochilas no son como las de tu tiempo. Con el botón rojo de aquí, puedes abrirla. ¿Lo ves? Es como una cápsula.
—Qué tontería. ¿Qué harás si ese botón se rompe?
—Pff —resopla Roman—. No se romperá tan fácil.
—Bueno, ya, está bien —dice Irithel, y va hacia el refrigerante. Vuelve a mirar su reloj holográfico.
—¿Sabes? En el ejército me dicen “el alimenticio”, porque soy yo quien prepara las raciones y las distribuye. Siempre les hablo de ti, y les digo que me enseñaste a cocinar.
—¿Les cuentas también que tenías miedo de echar el pollo en el aceite hirviendo, o que no sabías prender un fósforo, o que te costaba virar las tortillas?
—Eso nadie debe saberlo. Además, no pasó así.
—¡Sí, claro que sí! ¿Vas a decirme que no?
—A ver, lo de la tortilla es lógico. Esas sartenes se calientan mucho.
—No, lo que pasa es que eres un cobarde —dice Irithel, en forma de broma—. A veces no sé lo que parí.
—Un hombre, Irithel. Un hombre que está peleando por el destino de nuestro país, y del mundo.
Irithel arruga el rostro al escuchar su nombre, pero lo deja pasar.
—Roman, a veces no entiendo por qué tuviste que meterte en esa maldita guerra.
—¿No lo entiendes? Vaya, no sé si te parece que ser gobernados por los bermellones sea una gran idea. Imagínate, esos robots de dos metros, obligándote a hacer Dios sabe qué. No quiero, y no puedo aceptarlo.
—¡Pero allá afuera hay miles como tú! ¿Por qué tienes que ir también?
—Mamá, estás siendo egoísta.
Irithel mira el reloj holográfico.
—¿Egoísta? No me digas. ¿Crees que es egoísta desear que mi hijo no muera?
—Sí, porque quizás pueda hacer la diferencia.
—Claro, cómo no. Uno entre millones.
—No voy a morir.
—Eso piensan muchos. Y ahora son devueltos a sus padres en pedazos.
—Mamá, estoy en el departamento de inteligencia, ahí no habrá bermellón que pueda tocarme. Lo mío es estar delante de una computadora y descifrar algorit… ¿por qué miras tanto ese bendito reloj?
—Quedan cinco minutos.
—¡Por Dios, tranquilízate!
Irithel saca de la despensa dos bolsas con comida. Presiona el botón de la mochila de Roman, e intenta meterlas a la fuerza.
—Romie, creo que las bolsas no caben.
—Roman, mamá. Y sí caben. Toca el botón naranja que está más abajo del rojo. ¿Ves cómo se ensancha? Tecnología de punta.
—Maldita tecnología que creó a los bermellones.
—Un trágico accidente.
—Avaricia.
—Puede ser. ¿Qué tanto buscas ahora?
—Tu cepillo de dientes. Te compré uno hace poco.
—Que no lo… mamá, no me hace falta.
—¿Cómo qué no? Tienes que lavarte los dientes.
—Mamá, es la guerra.
—Te saldrán caries.
—Eso a los gusanos no les importa… ups.
Irithel se lanza encima de su hijo. En otro momento, quizás hubiese abofeteado a su Romie, pero no ahora. Tenía el corazón hecho pedazos.
—¡Romie, no digas eso ni en broma! ¡No soportaría perderte a ti también! Primero tu padre, de cáncer. Luego tu hermano, muerto en esa guerra de mierda. ¿A quién quieres imitar? ¿A quién te quieres parecer? No eres fuerte, Romie, no naciste para pelear. Eres un chico inteligente, otra cosa podrás hacer. ¿A fin de cuentas qué quieres, partirle el alma a esta vieja? ¿Dejarme sola?
—Lo que faltaba, ser tratado de debilucho por tu propia madre.
—No, eso no es… ¡No seas dramático!
—Roman, y dramática eres tú.
Irithel mira el reloj holográfico.
—Dentro de poco, todo esto desaparecerá —dice.
—¿Y ahora qué estás diciendo? Ah, el camión… está allá afuera. El conductor no es el que yo conozco. Alcánzame la mochila, por favor.
—¿Te irás sin despedirte siquiera de tu madre?
Roman alza las cejas, pero al instante dibuja una sonrisa. Se acerca a su madre, y la abraza como nunca.
—¿Te acordarás de mí? —pregunta Irithel.
—Claro, siempre.
—Toma, toma esta cadena. A ver, te la pongo en el cuello. Cuando la toques, o la mires, acuérdate de tu papá, de tu hermano, de mí. Acuérdate que tienes a tu mamá esperándote en casa, que no se puede quedar sola. Con lo que sudas, seguro la pones negra de aquí a unos días.
—Sí, mamá —dice Roman, corriendo hacia el camión.
—¡Recuérdame, Romie! ¡Regresa!
—Roman. Y sí, lo haré. ¡Te quiero!
—¡Yo también, mi amor! Yo…
El camión comienza a alejarse y todo alrededor se va poniendo oscuro. Irithel queda en las sombras, sin conciencia, tratando de sostener el recuerdo de su hijo marchándose lejos de sus brazos. De repente, una luz ilumina todo el lugar. Una camilla se desliza fuera de una gran máquina plateada: el procesador de recuerdos. Irithel se levanta, desnuda. Quisiera poder estar más tiempo dentro, pero ya no tiene dinero para volverlo a hacer. Un humanoide metálico, color bermellón, le tira unos trapos viejos con los que vestirse, y pone en el suelo una cajita. Irithel la abre, y agarra una cadena media rota, aunque sin ese color oscuro del sudor. Se la restriega en el rostro, envolviéndola en lágrimas. El robot la obliga a pararse, y la dirige afuera, donde están las minas de hierro. Con unos meses más de trabajo, podrá ver a Romie de nuevo.
Daniel Morales Castro. La Habana, 1997. Narrador y poeta
Graduado de la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos, en la especialidad de Restauración General. Técnico Medio en Restauración de Bienes Muebles. Poemas suyos han aparecido en las revistas El Caimán Barbudo (Cuba) y Kametsa (Perú).