Esquirlas es un libro amargo. Está compuesto por doce relatos que debieron ser una novela; o quizás —lo sigo pensando por más vueltas que le doy— es una novela que finalmente se fragmentó cuando el autor descubrió que no podía impedirlo. Con su alter ego en medio de una implosión, estaban ambos —autor y protagonista—, aturdidos por la alucinación de que en el desastre las esquirlas, en vez de dispersarse, se concentraban. Y cuando se regresa de ninguna parte o de donde nunca se ha ido, el resultado es demasiado lacerante, aunque sea una vuelta retórica. Y Esquirlas es muy amargo.
Ahmel Echevarría Peré (La Habana 1974) es un escritor joven y su irrupción con Esquirlas en el ámbito literario cubano con una obra de tales tintes, ha sido sin embargo, venturosa. Nada de lo real, lo autobiográfico o lo fabulado que pueda tener, se enemista desde el punto de vista literario con lo trascendente o lo anecdótico, pero sí con lo circunstancial: es un riesgo, pues es también el modo de muchos para entrar, en momentos en que solo así parece entrarse con buenas resonancias en la literatura nacional.
Al parecer la década cubana de los 90 del pasado siglo ha sido devastadora para todo, menos para el arte.
Esquirlas, a lo largo de sus ciento cuatro páginas (Premio Pinos Nuevos, Letras Cubanas, 2005), está escrito sin regalías en el plano lingüístico, ni en el compositivo ni en su estructura. La lluvia, un gato gris y flaco, un pájaro condenado a ser devorado por las circunstancias, una mariposa moribunda, el vaho a petróleo de la bahía, un pasaporte en varios idiomas, son algunos de los flashback de una narración que tiende —como en toda buena novela corta— a concentrar la tensión horizontal de los acontecimientos a partir de imágenes, las literarias y las fotográficas.
La síntesis está entre sus mejores virtudes, tanto a nivel del lenguaje, de los hechos, como en el conceptual. Solo por eso no podría haber sido una novela. Pero hay demasiadas zonas oscuras, y eso es difícilmente perdonable en un relato, o en varios, sobre todo si están conectados entre sí, y de tal modo que dudo mucho que digan lo mismo ¾porque dicen, sin dudas¾ leídos de modo aislado.
Con todo, los relatos “Dos” y “Ocho”, a mi juicio, tienen todas las trazas de ser los mejores y más legítimos campanazos del conjunto, que hacen de por sí audible la entrada, muy por encima de “los ecos de tantos grillos que cantan a la luna” y escandalizan en la literatura cubana actual, hágase donde se haga.
Los personajes siguen viviendo y andan por estas calles de La Habana, incluso los que partieron simbólica o literalmente —New Jersey, el cementerio, Barcelona o el fondo del Estrecho de la Florida; incluso Henry Miller: ¿El de París, el de la Gran Depresión, patriarca de la generación beat?—. Son todos en cierto modo, más que motivos, leitmotiv jugando entre símbolos: Yani, Orlando, los ángeles providenciales vestidos de blanco y venidos del más acá, cuando otros ángeles igualmente tutelares, decidieron lo contrario.
“Nos bastaba tenernos, nada más” dice el alter ego del autor, admitiendo en el fondo que no era suficiente ante la evidencia de la diáspora.
Entender un pistoletazo en la sien como ancla o como lastre es parte tanto del derecho del escritor como del lector —o del crítico ¡válgame Dios!—; sin embargo hay otros conceptos expresados demasiados tangencialmente a través del símbolo de una vieja moneda gastada y sucia donde, o se puede leer a pesar de todo la divisa Patria o Muerte, o donde la divisa, explícita, se muestra tan vieja, sucia y gastada como la moneda misma que se hunde en la bahía.
Las imágenes que participan en el ideotema del libro, construidas por un ojo-lente sabedor de ser parte de la historia, van desde un positivista e ingenuo toque postguevariano hasta la cruda —y casi grotesca— energía buñueliana. La validez de tales mazazos conceptuales es tan discutible, que sólo lo puede juzgar el tiempo.
Esquirlas necesitará tal vez de un poco de tiempo para ser asimilada. No es una obra fácil; está construida, según su propio autor, como un “desesperado malabar de libertad (…) escrito de cara al vacío, siempre a riesgo de caer contra el suelo a la par que juntaba fragmentos de cuerpos, recuerdos, fotos; o suerte de libro armado a ras de la ciudad, la piel, el dolor”.
Otras narraciones escritas por Ahmel Echevarría y que inicialmente estarían en Esquirlas —en esencia deberían estarlo— han sido publicadas (el cuento “Azulejos”, en La letra del escriba No. 33, Septiembre-Octubre, 2004), como parte del libro Inventario, Premio David de ese año.
“Pensé escribir un inventario de esquirlas” dice Ahmel-personaje, en el relato que encabeza Esquirlas. En la historia que cierra el mismo volumen, Camila, un personaje inasible —llegado de un planeta llamado Argentina—, pregunta: “¿Has estado en Hiroshima?”. Ambos están a punto de empezar de cero, pero, perdida cierta ingenuidad, adivinan ciertos riesgos.
“Un hombre escribe para expulsar el veneno que ha acumulado debido a su estilo de vida falso”, había sentenciado Henry Miller en los tiempos en que no conocía a Ahmel, ni a Orlando ni al oso de peluche. “Está intentando recapturar su inocencia, pero todo lo que logra hacer (escribiendo) es inocular el mundo con un virus de su desilusión. Ningún hombre pondría una sola palabra en un papel si tuviera el coraje de vivir aquello en lo que creía”.
El exorcismo es alto riesgo. Henry Miller lo sabía. ¿Lo sabrá Ahmel Echevarría?