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Rebeca: “¿Un escritor? ¿Uno solo? Mark Twain”

Para Pablo Murga

Los conocí hace ya más de seis años. Permanece aún intacto en nuestra memoria el primer encuentro en Santa Clara: empezamos a conversar en la noche (el tren, como cosa rara, se había roto varias veces) y sólo paramos cuando nos dimos cuenta que el sol había salido y el canto de los pájaros nos acompañaba. Hemos compartido ya demasiada vida: alegrías, tristezas, triunfos, derrotas. Viajes. Hemos estado en Santa Clara, Manicaragua, La Habana, Matanzas y, cosa más grande, Gijón. Son una de las parejas más hermosas que conozco. De las que uno piensa: “Ojalá la vida les dé la oportunidad de estar juntos siempre”. Empecé a leerlos antes de conocerlos y no he dejado de hacerlo. Sus libros, todos sus libros, hacen parte de los tesoros de mi biblioteca. Los admiro también por separado. Nada más distinto que sus obras entre sí. A los dos he tenido el privilegio inmenso de editarlos. El esclavo y la palabra (de Rebeca Murga) y Pequeñas miserias cotidianas (de Lorenzo Lunar) hacen parte del catálogo de Ediciones San Librario. Esta conversación tuvo varias condiciones. La primera: sólo llevaba un cassette de una hora; de manera que a cada uno le correspondía media. Un lado A y un lado B. La segunda: cada uno de los entrevistados debería estar solo. Lorenzo fue el primero. Aprovechando que Rebeca se quedó unos días más en Matanzas, nos sentamos en la mesa de su casa y empezamos a conversar. Aprovechando, después, el viaje de Lorenzo a Santiago de Cuba, nos volvimos a sentar, en la misma mesa y en el mismo puesto, con Rebeca. Quería que las preguntas fueran casi las mismas: era importante para mí ver lo que los unía y los diferenciaba literariamente. Se complementan. Son un diálogo a dos voces. Es mucho lo que han vivido juntos.

—Eres Licenciada en Español y Literatura. ¿Cuál es la relación de tu profesión con tu oficio de escritora?

—Sí, cómo no, existe. Ahora trabajo en una editorial como correctora. No sólo fue haberme graduado como especialista en Español y Literatura, sino poder llevarlo a la práctica a la hora de fabricar libros, durante el proceso editorial. Creo que las dos profesiones tienen mucho que ver con mi escritura, en cuanto a que te obligan a obsesionarte con la palabra, a ser muy cuidadosa a la hora de desarrollar una idea, de crear personajes, ambientes. Sobre todo eso: muy cuidadosa, muy obsesiva. Y de acariciar hasta el más mínimo detalle, como decía Nabokov. Eso se lo debo no sólo al hecho de contar una historia, sino al hecho de estudiar la literatura, de estudiar la gramática, de valorar la importancia que puede tener un libro y todo lo que el escritor lleva al papel.

—¿Cuándo empezaste a escribir y por qué?

—Fue en el año 94 y comenzó como un juego. En el Pedagógico de Matanzas, donde yo estudiaba, colocaron un cartel en la Facultad de Humanidades, que anunciaba un festival de artistas aficionados. El cartel era muy gracioso, porque decía: “Usted también puede ganar”. Se podía competir en los géneros de cuento, novela, poesía y, por si fuera poco, añadía: “Y también poemas”. Me dio mucha gracia aquello. A una amiga también le resultó que podía ser una buena posibilidad para venir a Santa Clara, donde nadie nos conocía. Entonces éramos dos buenas amigas en Santa Clara, caminando calles, conociendo gente, sin necesidad de hacer preguntas, sino simplemente mirando, observándolo todo. Cuestionándolo todo y aprendiendo.

“Comenzó como un juego, te decía, porque escribí aquel cuento. Esta amiga me dice: ‘Bueno, tienes que escribir un cuento’. ‘¿Yo? Pero es que nunca he escrito un cuento. No tengo la más mínima idea. Una cosa es leer y estudiar, pero otra someterte a la escritura de un cuento’, le dije. Añadió: “Sí, sí, vas a ver que va a ser muy sencillo’. Tan sencillo nunca fue. Pero lo hice. Escribí mi primer cuento para poder venir a Santa Clara. Y ya estando aquí muy pronto decidí que era la ciudad donde quería vivir: las noches, los amigos, el amor…

“Pero si era así ya no podía ser un juego la escritura. Si iba a ser un juego por lo menos sería un juego inteligente. Y así empezó todo. Muy pronto dejó de ser aquel juego, aquel asunto ingenuo, para convertirse en una profesión, en un modo de vivir y asumir la literatura”.

—¿Qué temas te obsesionan y cuáles autores consideras tus maestros?

—Me obsesiona el tema que tenga que ver con lo que estoy viviendo en el momento. Puede ser desde lo que vivo cuando camino las calles, cuando me creo que conozco a la gente, hasta un tema que leo en un libro y pienso que puede ser motivo para poder escribir. No tengo un tema que pueda obsesionarme, más bien creo que todos. El que esté ahí al alcance de la mano, el que ofrezca alguna preocupación, alguna arista de contradicciones, o que me permita, de alguna manera, decir algo.

“¿Maestros? Creo que mi generación ha tenido que revisar la literatura como un referente cercano. Te hablo de maestros como aquellos del Período de Oro: José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Enrique Labrador Ruiz, Virgilio Piñera, Jesús Díaz, Norberto Fuentes. Te digo, por ejemplo, que en una etapa tan cruda como la del ‘quinquenio gris’ hay maestros, hay libros, hay autores como Rafael Soler, con esos dos magníficos libros que son Noche de fósforos y Campamento de artillería.

“También pudiera considerar maestros a Francisco López Sacha con su libro de ensayos La nueva cuentística cubana, a Leonardo Padura, a Senel Paz, al Félix Luis Viera de Con tu vestido blanco y de Un ciervo herido, a María Elena Llana, quien con Casas del Vedado, en un momento de auge de la lucha por la igualdad de la mujer, enfatizó que lo importante no era quién contaba la historia (si hombre o mujer) sino qué historia había para contar y cómo.

“Después, como lectura obligada, a los autores de la promoción del 90. Te hablo de Amir Valle, Guillermo Vidal, Alberto Garrido, Eduardo del Llano, Karla Suárez, Yoss, Jesús David Curbelo, Ena Lucía Portela, Laidi Fernández de Juan… Lo demás es buscar todo lo que está al alcance para que puedas leerlo y estudiarlo. Siempre vas a aprender. Hasta del que está escribiendo ahora mientras escribes tú”.

—Si hubieras podido ser un escritor(a), ¿quién te habría gustado ser?

—¿Un escritor? ¿Uno solo?

—Sí.

—Mark Twain.

—¿Por qué él?

—Disfruté mucho la lectura de Huckleberry Finn y Las aventuras de Tom Sawyer… Las leí siendo muy joven, todavía las releo y es como volver a comenzar. Es, sobre todo, por ese afán de buscar la libertad que hay en sus historias y personajes.

—¿De qué influencias eres consciente en tu escritura? ¿Literatura, música?

—¿Influencias? Yo intento aprender de todo y de todos. De músicos, de escritores… Ahora mismo, con esta investigación que estamos llevando Lorenzo y yo sobre la vida de Enrique Labrador Ruiz, no puedo negar esa influencia en todos los libros que he redescubierto. Desde El laberinto de sí mismo, Cresival y Anteo hasta La sangre hambrienta. Repasando su libro de poemas, Grimpolario, que ciertamente es un libro menor, pero igual de valioso a la hora de abordar la obra de uno de los grandes escritores cubanos del siglo XX. Creo que esa podría ser una influencia segura. La del Labrador Ruiz de Papel de fumar y Manera de vivir. Su Cartas a la carte. La del hombre que ante una acusación de plagio escribió: “Respétese lo respetable, y la chacota a la bolsa”.

—¿En dónde o en qué ves esa influencia de Labrador Ruiz en tu obra?

—En la creación de ambientes. En el dominio de la historia mediante la palabra: llevarla hasta el final, todo lo que ella pida, todo lo que pidan los personajes sin olvidar nunca el ambiente. Y sin olvidar nunca la presencia del lector aunque sea como telón de fondo, aunque sea en la soledad de ese escritorio, ahí está el lector esperando por ti, esperando por tu obra. Eso no se le olvidó a Labrador y no se me olvida a mí. Hay un lector que está esperando no ser engañado. Esa es una gran enseñanza.

—¿Y la música? ¿El bolero?

—Yo vengo y me formé en una familia de poetas repentistas. Todo comenzó con la música campesina. Me ha marcado mucho, hasta mi propia escritura. El bolero llegó con Lorenzo. Yo lo había escuchado, claro, ¿qué cubano no lo ha hecho? Esa filosofía, ese saber vivir y ese vivir por las noches, de manera que uno pueda disfrutar todo lo que ella pueda darte y todas las historias que están ahí, toda la vida cotidiana, todas las situaciones, las esperanzas también, que muestra la vida, quedan siempre escritas en algún bolero. Y de alguna manera ese bolero te devuelve a ese desengaño y a ese deseo de vivir, de mantener al menos una pequeñísima ilusión, una pequeñísima esperanza.

“Estás viendo la cantina en un bolero, estás viendo el bar, las botellas, el olor del cigarro; estás viendo todo el desengaño de la gente que va a un bar pero también estás viendo que siempre algo de ilusión queda, aunque sea muy pequeño. Dicen que si un hombre quiere que lo maten lo mejor es que entre a un bar, pida un trago, otro, otro y que se siente de espaldas a la entrada. Eso bien pudiera caber en un bolero.

“Lo que empezó en la música campesina ya ves en lo que ha terminado. Mira, a mi padre una vez en una canturía le pusieron un pie forzado que decía: ‘Y se la llevó del mar’. En aquel momento mi padre improvisó esto:

Mi ilusión de navegante
quiso pescar una estrella,
pasó la noche tras ella
y se le acercó bastante.
Soltó la pita gigante
de la mirada a pescar
y cuando pudo atrapar
la estrella que más quería,
llegó el anzuelo del día
y se la llevó del mar.

“¿Ahora dime si eso no podría ser también un bolero?”.

—Al leer a Lorenzo Lunar se percibe un constante afán de reescritura, de recontar las historias ya contadas. En tu caso se percibe un afán inmenso de perfeccionismo, de búsqueda de la palabra exacta, del tono justo, de la atmósfera precisa. ¿Cómo es esto del perfeccionismo en tu obra?

—No lo veo solamente en mi obra, lo veo en mi vida. En mi vida personal es una carga. Ir a los extremos es siempre complicado. Y así de dañino puede ser también el afán perfeccionista. En la literatura me ha traído momentos muy agradables. Por ejemplo, cuando Raúl Argemí leyó Historias al margen confesó que le había parecido “una fiesta de los sentidos”. Yo no lo había pensado, pero es que así fue como la concebí. Precisamente por ese afán de perfeccionismo, por esa obsesión de dominar la palabra, pero la palabra en función de esa historia negra que estaba contando, de lo que le iba pasando a ese policía, de lo que le estaba pasando a esa mujer, y eso sólo puede decirse con una palabra, la que lleva, la que va, y no otra. Siempre hay una palabra para definir algo.

—¿Qué es la literatura negra y qué autores cubanos de este género destacas?

—Una vez me preguntaste qué era la novela negra y yo te respondí con una pregunta: “¿Le preguntarías al ave qué cosa es volar?” Vuela y ya, pues. Yo escribo novela negra y ya. En cuanto a la novela negra cubana, me llama mucho la atención los códigos que ha implantado en cuanto a la desacralización del héroe… Leí muchos libros publicados en Cuba por la editorial Capitán San Luis, en los años 70 y en muchas ocasiones (cuando aquello no escribía, era una simple lectora de novelas policiacas) me sentí defraudada porque aquel personaje era inverosímil, la historia parecía sacada de algún expediente y no de la vida, no de las cosas que estaban sucediendo en las calles.

“La novela negra contemporánea llega entonces rompiendo esos esquemas, ya no es el policía perfecto, ya es un hombre común que se equivoca, que se enamora, que vuelve a empezar la investigación porque va por el lado equivocado y tiene que rectificar. Y, en cuanto a la creación de personajes, estamos hablando del drogadicto, de la prostituta, pero también lo hacemos de vampiros, de exorcistas…

“El perdedor también cuenta su historia. Es el punto de vista del otro. La historia que el otro tiene para contar. La arista que él vivió, tal como la pensó y actuó. Esos son a grandes rasgos algunos de los cánones de la actual novela negra.

“¿Autores? Como lectora Paco Ignacio Taibo II fue el primero, con Sombra de la sombra. Cuando ya estaba asfixiada con aquella literatura policial de la que te hablaba, apareció Leonardo Padura con su tetralogía para decirle al lector: ‘Esta es otra historia, otra forma de contar y creo que va a tener que ver contigo”. Por lo menos yo lo asimilé así. Mario Mendoza me impresionó con Satanás, Nahum Montt con El eskimal y la mariposa y Jorge Franco con Rosario Tijeras. Raúl Argemí ya lo había logrado con El gordo, el francés y el ratón Pérez”.

—Solo me nombraste a un cubano. ¿Hay otros que te interesan?

—Leonardo Padura, por aquello de descubrir que la historia podía ser contada de otra forma, me impresionó gratamente en Vientos de cuaresma. Disfruté mucho la lectura de El día difícil de Juanita Chirino de Justo Vasco. Amir Valle, sobre todo con Las puertas de la noche y Si Cristo te desnuda. Lorenzo Lunar, con su trilogía del barrio. Ángel Santiesteban, Guillermo Vidal, Mario Brito… por sus maneras de acercarse al género, en ocasiones de modo involuntario.

—Te has movido entre el cuento y la novela. ¿Qué son ambos para ti?

—Cuando voy a escribir una historia no pienso en el género. Pienso en la historia, en lo que ella pide. Y cuando pienso en lo que ella pide ahí está todo. Ahí están los personajes, el lenguaje, el ambiente, hasta el propio género en el que ella se va a sentir más cómoda. Una vez me preguntaron eso: qué era para mí un buen cuento, una buena novela. Y también me preguntaban que era para mí un buen lector. Creo que podría responderte, más o menos, como lo hice entonces: un buen lector, para mí, es el que lee entre líneas, descubre entre líneas. Una buena novela es la que, cuando ya has cerrado el libro, sigues pensando en ella y sueñas con los personajes. Un buen cuento es el que te obliga, sin que lo adviertas, a llegar de golpe al punto final.

—Otra de las facetas en tu labor creadora es el trabajo en los talleres literarios junto a Lorenzo. ¿Cómo ha sido esta experiencia?

—En el año 2001, si no recuerdo mal, fundamos Lorenzo y yo el Taller de Novela Carlos Loveira.

—¿Quién era Carlos Loveira?

—Es uno de los autores imprescindibles de la literatura cubana. Quienes no lo han leído pueden buscar Juan Criollo o Generales y doctores y ahí lo van a encontrar. Merece ser leído, merece ser estudiado. Por todo el pensamiento que, desde la sencillez, supo mover en sus obras. Fundamos ese taller con la idea de ayudar y ofrecerle herramientas al escritor joven que quería sumergirse en la escritura de su primera novela. Casi nada ambicioso, ¿no crees?

—¿Por qué primera novela y no primer cuento?

—Suponíamos, Lorenzo y yo, que el escritor que llegara al taller tal vez hubiera escrito cuentos, algún que otro poema, tuviera libros publicados y quisiera entonces arriesgarse con una primera novela. Quería escribir más. Muy pronto comprendimos que no era así. Se acercaron jóvenes autores que habían escrito algún que otro cuento, no habían publicado y ya pensaban escribir una novela. Más de uno nos dijo: “Quiero comenzar a escribir mi novela”. Y le preguntábamos: “¿Pero has escrito cuentos? ¿Has publicado en alguna revista?” La respuesta era siempre: “No, nada…”

“¿Cómo funciona el taller? Simplemente lo que se define como un ‘espacio para la novela’ siempre va a ser un ‘espacio para la escritura’. Se debaten cuentos, poesías, trabajos de crítica literaria… todo lo que el autor escriba durante ese período. Se trata de acompañar al joven escritor a dar sus primeros pasos sin que pese mucho el género, aunque sea un taller de novela.

“Desde que se fundó el taller, te digo, Álvaro, que se han publicado más de veinte títulos de sus miembros. Y nuestros talleristas han ganado importantes premios nacionales; te hablo del Cortázar, del David… Y ahí están los libros, porque no se trata de cantidad. Libros que han merecido, como en el caso de Sueños morados sueños rojos de Anisley Negrín, el premio que la crítica da a ediciones territoriales. Tenemos un libro digital, El olor de los fulanos, con cuentos escritos por los miembros del taller. Y ya comenzamos la escritura de la novela colectiva Fantoches 2010”.

—¿Quién es y quién ha sido para ti el escritor Lorenzo Lunar Cardedo?

—Holmes le dijo a Watson, cuando empezaron a vivir juntos, que él era una persona a la que le entraba la morriña, más o menos así: “Cuando a mí me entre esto usted me deja tranquilo, que a mí se me pasa rápido, querido Watson. Estoy solo, estoy en silencio, y usted verá pronto cómo yo me recupero. Ya le he dicho a usted lo peor de mí. Yo creo que cuando dos personas van a vivir juntos deben conocer lo peor de cada una. Por tanto dígame usted, Watson, ¿qué tiene que decirme?”.

“Cuando Lorenzo y yo decidimos vivir juntos creo que lo más importante fue eso. Sin proponernos nada todo quedó claro, y a partir de ahí la convivencia fue menos difícil. Yo lo admiraba como lectora. Él había publicado un libro de cuentos, El último aliento. Había publicado poco realmente. Pero para mí aquel libro fue significativo. La manera de penetrar la filosofía del barrio, de decir: ‘Esta es la calle, lo que sucede, tiene que ser así, no puede ser de otra manera. Mi personaje lleva este nombre y mi historia lleva este lenguaje y así tiene que ser’. Creo que no me faltó razón. Todos los otros libros que ha publicado justifican un poco aquella primera impresión, que no fue solo un hecho romántico, sino la idea que me había hecho de él como escritor.

“Para mí es un maestro. Reconozco que a veces no lo cito por una cuestión de tonta modestia. ¡Saber que es mi compañero en la vida! El escritor Agustín de Rojas tenía temor de cómo podía ser la convivencia entre nosotros, tan obsesivos, tan perfeccionistas, tan ‘vamos a conservar nuestro espacio…’ Por eso nos aconsejó: ‘Cuando uno esté escribiendo el otro no escriba’. Pero no ha sido así. Los dos estamos escribiendo. Los dos coincidimos. Cuando él tiene una idea yo tengo otra. Y a los dos nos urge escribir. Los dos nos obsesionamos. Entonces la barrera es el respeto profesional. Así hasta en los libros escritos a cuatro manos”.

—¿Cómo ha sido la escritura de esos libros a cuatro manos?

—Eso depende. En Y comieron perdices, A la edad de los sueños, Niña y Una casa con jardín (los libros infantiles) uno escribía y el otro revisaba, aportaba detalles, borraba… Muchas veces he sentido el temor que impone la escritura a cuatro manos, pero activo el detector hemingwayano y no me detengo.

“Con Hombre de vasos capilares, Pintor que no quiso pintar, Viajero sin itinerarios y Enrique en la república de Labrador Ruiz enfrentamos criterios, sobre todo en cuanto a la manera en que concebíamos el libro. Los dos proyectando la historia de una manera laboriosamente obsesiva, hasta que resultó. No sé cómo, pero resultó”.

—¿Qué libro de Lorenzo me recomiendas?

—¿Uno solo? Polvo en el viento. Creo que es su novela más lograda (bueno, esa es una opinión). Es la historia más sólida que ha contado, los personajes más vivos que he visto en toda su escritura. Es un ambiente muy hostil, es un mundo crudo, en el que los personajes no tienen otro remedio que sobrevivir. Y Lorenzo es capaz de llevar toda esa tragedia y hacerlo de manera tal que, cuando terminas la novela, tú no sabes si estás de acuerdo o no con el destino que tuvieron esos personajes, pero no se te van de la mente. Los tienes ahí varios días dándote vueltas en la cabeza. ¿Y qué habría pasado si no lo hubiera asesinado? ¿Y qué habría pasado si aquel hubiera escogido un camino diferente?

“Te quedas construyendo la historia que hubieras querido escribir, no porque la de Lorenzo estuviera mal, sino porque estás tan involucrado en los acontecimientos, que quieres seguir escribiendo y no leyendo.”

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