Lidia observa al viejo Andrés en su cama. Ignora el hedor que desprende el anciano. Mezcla de mierda y orines añejados por una larga noche sin atenciones. Ahora, en la madrugada, Lidia acaricia el bolsillo lateral de su bata médica. Mete la mano dentro, sus dedos rozan la jeringa repleta de morfina. Cual si supiera, cual si no estuviese dormido, el viejo Andrés abre los ojos, poco a poco, sin estremecimientos. Mueve lentamente la cabeza, lo suficiente para arrollar a la mujer con su mirada inclemente.
—Doctora —susurra al bajarse la mascarilla de oxígeno—, usted…
—No se me quite eso —lo interrumpe Lidia mientras vuelve a cubrir su boca con la mascarilla. La mano derecha sigue hundida en el bolsillo, los dedos cerca de la jeringa.
Ella levanta la vista hacia la sala, las otras camas están vacías. Por ahora. Otros peatones reposarán en los lechos, ansiosos de lanzarse al último viaje. La escasa luz que entra al sitio proviene del pasillo y apenas basta para mostrar la cama del viejo Andrés. Y al viejo Andrés, a sus ojos invulnerables al tiempo. Todo lo demás parece a punto de desmoronarse si transcurre otra hora. Sin embargo, se conserva. Una vela que, atacada por el fuego, derrama cera sin torcerse.
Lidia saca la jeringa y la mirada del viejo Andrés se suaviza. Su mano temblorosa asciende de nuevo hacia la mascarilla y la baja. La doctora tarda demasiado.
—Usted me lo juró —dice él.
Ella agarra una silla y toma asiento junto a su cama. El viejo Andrés devuelve la mascarilla a su sitio. Lidia lo mira sin verlo. No está ahí. La jeringa, un dedo más en su mano, permanece inmóvil. Tan cerca y tan lejana. Los rodea el sonido parsimonioso de las máquinas, la agonía de Andrés puesta en un audio.
—Por favor… —ataca de nuevo el anciano, lágrimas en sus ojos que descienden en un trayecto irregular trazado por las arrugas—. Ya no queda nadie. No hay nadie, doctora. Usted me lo juró.
Lidia deja de mirarlo, ladea la cabeza y apoya la barbilla en el puño.
—Sáqueme de aquí, doctora. Usted lo juró.
Ella se incorpora, sus movimientos llevan rapidez, decisión. Las facciones del viejo Andrés se iluminan un par de segundos antes de apagarse. Lidia ha devuelto la jeringa al bolsillo de su bata médica.
—Doctora, usted lo… —ella no lo deja concluir. Coge la mascarilla y vuelve a colocarla en su boca. Él cierra los ojos, los aprieta y se estremece víctima del llanto.
Lidia observa el amanecer mientras su mano acaricia la frente del anciano…