Pure fiction island
Un amigo pintor me obsequia un disco con imágenes digitalizadas de algunas de sus piezas. Las miro en mi ordenador e intento establecer conceptos para cada una de ellas pero no es posible. No tengo talento para la visualidad (tal vez para ninguna otra cosa) y ese pensamiento en verdad me intranquiliza.
Gilles Deleuze (un filósofo francés a quien no he leído) escribió que la filosofía era el arte de fabricar los conceptos. En cuanto me concierne todo sigue empeorando: soy un tipo muy jodido, incapaz de crear o de inventar algo (ni siquiera conceptos).
Para terminar con Deleuze, dicen que otro filósofo francés (a quien tampoco he leído) dijo de él que un día el siglo entero sería deleuziano. No sé si tendría razón. Hasta donde alcanzo a percibir, en lo que va de centuria la gente no demuestra demasiado entusiasmo por el asunto de la filosofía. Hagamos la prueba y, sin consultar a un especialista, marque con una cruz la respuesta correcta.
De acuerdo con sus conocimientos filosóficos, vivimos en una sociedad:
—de soberanía;
—disciplinaria; o
—de control.
Puede hacernos llegar su elección a vuelta de correo (electrónico), puesto que implementar un formulario online para agilizar la encuesta resultaría en extremo complicado (desde el punto de vista de la programación y diseño).
A lo que iba. En uno de los cuadros de mi amigo (no revelo el nombre porque todavía le debo escribir sobre su obra) aparecen dos figuras humanoides, una frente a la otra. La primera en franca actitud expositiva; la segunda (más joven) conectada mediante cables a una serie de aparatos inidentificables. Debe ser óleo sobre lienzo (no estoy seguro) y hay otros elementos (también figurativos) que intervienen en la composición y le confieren un cierto aire de misticismo y extravagancia a la pintura. Lo más perturbador es el título: “El profe diciéndome que la realidad es un acuerdo”.
En El color de la sangre diluida la realidad es un acuerdo.
Ahora van a decir (o peor, lo van a pensar): el tipo está definitivamente jodido. No entiende una palabra de artes plásticas y menos de filosofía. Tampoco de literatura (lo más probable) y solo está ensayando una fórmula verosímil para convencernos de lo contrario.
En El color de la sangre diluida, el autor (Jorge Enrique Lage) experimenta con la misma ecuación y hasta consigue persuadirnos de su probable eficacia (lo que hace en realidad es burlarse, conviene aclarar eso).
Si a pesar de lo dicho perseveran en su decisión de leer El color de la sangre diluida (Editorial Letras Cubanas, 2007) la verdad más pura es que al respecto no puedo ofrecer ninguna pista. Sin embargo, dado el caso de que encuentren el libro (dado el caso de que lo encuentren), sugiero adoptar para con el mismo las siguientes medidas de precaución:
1.) Manténgase alejado de los paranoides comunes y corrientes, a quienes el contacto con este tipo de literatura puede ocasionar daños irreversibles a nivel del SNC.
2.) Recomiéndese no obstante a ciertos individuos empecinados en contradecir la realidad (y lo que es más espantoso: en hacer que la contradicción parezca real y ponernos a vivir en ella como si fuera lo más natural del mundo).
3.) Consúmanse por separado cada uno de los quince relatos que lo integran (la ingestión desmedida de lecturas psicoactivas suele provocar alteraciones de tipo sensorial cuyas implicaciones no han sido aún descritas con exactitud por la ciencia).
4.) Renúnciese de antemano a los comentarios y análisis post-lectura (me refiero a los que se hacen de modo aparentemente casual en los pasillos de las instituciones o en las peñas auspiciadas por el Centro Provincial del Libro y la Literatura, en tanto alguna de las empleadas ofrece una bandeja con vasitos de infusión a los participantes).
5.) Evítese por último la interpretación conceptualista del texto. El acuerdo que es toda realidad no deja espacio a vagas formulaciones conceptuales, sino al proceso mismo de construcción de la realidad y sus bifurcaciones (y asumo con responsabilidad las consecuencias que la incomprensión de un retruécano de tales proporciones pudiera generar).
Cumplidos los trámites de rigor, El color de la sangre diluida no entrañará peligro alguno para sus lectores (sobre todo para sus lectores), en particular si están familiarizados con las gárgolas de semen, los quesos parlantes, el té de salamandras, la música de Red Hot Chili Peppers, La Habana jurásica, los adolescentes ladrones de tumbas, la magia cubana (cualquier cosa que esto signifique) y los escritores obsesionados con Lorenzo García Vega. Para ellos, sin distinción de sexo, color de la piel o de los ojos: satisfaction guaranteed.
Las dificultades se presentan cuando alguno de los hipotéticos lectores cae de improviso en la trampa sin haber recibido entrenamiento previo. Cuidado: Jorge Enrique Lage (el timador) ha colocado señuelos de manera intencional en los rincones menos esperados y el rastro, sospechosamente visible, no conduce a ninguna parte. Pura burla (lo he dicho). Una vez entrado al juego desaparecen las opciones. Como sentarse a una mesa de póker en la que el dealer te ignora con absoluto desparpajo. Jugador-lector-invisible. Todo el mundo apostando en derredor y tú sin cartas.
Para lograrlo, Jorge Enrique Lage (el escritor) aprovecha circunstancias muy puntuales: la primera de ellas implícita en su manera de narrar (lo inenarrable), con oraciones simples, exentas de toda suspicacia; su habilidad casi plástica para ambientar escenarios surrealistas, en los que habitan con total impunidad esos seres inconcebibles que para colmo sostienen entre sí diálogos ingenuos (cual niños a la salida de un colegio).
La segunda tiene que ver con cierta noción de linealidad en la estructura del relato, como si la historia transcurriera positivamente en la dirección que nos la cuentan (¿alguien va a creérselo?).
La tercera (cien por ciento letal) no está relacionada con cuestiones de estilo; ni siquiera aparece contenida en la escritura y pasa por tomar el control de las sensaciones del sujeto-lector (procedimiento de carácter apócrifo, no recogido —que yo sepa— en ningún manual de técnicas narrativas).
Si Jorge Enrique Lage hubiera pintado El color de la sangre diluida todo sería distinto. Fácil de explicar. Ahora van a decir (o peor, lo van a pensar): este tipo no entiende nada de literatura y solo está buscando una fórmula verosímil para convencernos de lo contrario. Bueno, de eso precisamente va el asunto. ¿No quedamos en que la realidad era un acuerdo?
Una advertencia final (antes de abandonarlos a su suerte): El color de la sangre diluida provoca efectos secundarios. A mí me dejó algunos y no voy a caer en la tentación de describirlos.
¿Adoptaron las medidas de prevención que recomendé al principio? Añadan una más:
6.) Léase con cautela.
Leopoldo Luis. La Habana, 1961.
Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.