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1. La caravana avanza despacio. A un lado de la carretera se despliega un terreno yerto. Al otro lado un muro de piedras blancas. Las casas han desaparecido. Comienza a caer la tarde. El pueblo queda atrás.

Preguntan quiénes han pasado el Servicio Militar. Levanto la mano. Me entregan un fusil, tres cargadores y dicen:

—Ve al frente, presta atención.

Los tipos armados se mantienen en silencio, visten de verde, llevan barba y a ratos se ponen las manos sobre las cejas, a modo de viseras.

Me miran con recelo y me siento culpable.

Al grito de: “¡Huecos!” se detiene la caravana. Nos asomamos con cautela a los agujeros y disparamos en ráfaga. La luz de los disparos nos ciega por un momento. Debajo se oye el llanto moribundo de las Nagas.

Pienso en Claudia, casi siempre, después de disparar, pienso en Claudia.

2. Una mujer, postrada sobre una alfombra verde, frente al mar. La imagen se proyecta en una pantalla. La mujer pega la cabeza al suelo cada vez que pronuncia el nombre de Dios. Me pongo los audífonos, puedo oír el sonido del viento, las palabras entrecortadas, los suspiros y el desamparo.

La sala de exposiciones está compuesta por cuatro cubículos, en cada cubículo hay una pantalla. Una tipa de uniforme me mira de soslayo; vela las proyecciones, y a ratos, mis movimientos.

Corro las cortinas que separan una proyección de la otra. En el segundo cubículo: una mujer, bajo la lluvia, mira hacia el suelo. La imagen se vuelve borrosa. La lluvia es recta, uniforme.

Afuera también llueve, o parece que llueve. Me pongo los audífonos. La mujer habla en voz baja, en el fondo se escucha un himno, o algo parecido a un himno.

A la mujer le duele mojarse, pero no sale de la lluvia.

La tipa de uniforme me pregunta qué llevo bajo el brazo, le muestro el diploma enmarcado y me siento culpable.

—¿Ganaste un premio? —pregunta.

—Una mención, le digo. “Una mención de mierda”, pienso.

¿Cómo se llama el cuento? —pregunta la mujer,

Los tigres de la India no tienen alas —le digo, tartamudeo en la palabra TIGRES, también en la palabra ALAS. No debería ponerle nombres tan largos a mis cuentos, un tipo que tartamudea suele parecer culpable.

Claudia termina su recorrido por los cuatro cubículos, dice que el último es el más interesante. Me toma de la mano. Las paredes están pintadas de negro. La tipa de uniforme no me quita los ojos de encima.

—Acérquense al fondo —nos dice.

Claudia sostiene mi mano con fuerza, caminamos despacio, una luz se enciende, desde el techo comienza a caer una lluvia fina y en la pared se proyecta un arcoíris delgado, magnífico.

Me aparto.

Claudia se mantiene unos segundos bajo la lluvia.

3. Los tipos armados dicen que tengo suerte de estar vivo, que esas serpientes son el diablo.

Les pregunto si son el diablo disfrazado de serpiente, o la serpiente disfrazada de diablo. No responden. Quizás el disfraz no sea tan importante.

Cada quince minutos cambiamos de posición. Cuando me toca ir delante siento miedo, fijo la vista en el horizonte, si veo algo moverse, grito “¡Naga!” y todos disparamos en ráfaga.

De tal modo hemos matado dos vacas, tres perros y una liebre. Lo tipos armados me reprenden, pero confían en mi puntería.

4. De un manotazo aparto los recuerdos. Todas las cosas del pasado me parecen trascendentes: las peleas de boxeo en el televisor, el vocerío cuando los jueces dictan sentencia, los ruidos del edificio y la cara del custodio que nos dice:

—Si esperan que deje de llover deben hacerlo fuera del museo

“De todos modos, en un museo sobre Víctor Hugo, no deben haber cosas interesantes”, pienso.

Claudia me muestra una pequeña caja de cristal llena de tierra.

—Esta tierra era del jardín de Víctor Hugo, esta roca era de Notre Dame y esa niña en el dibujo debió haber sido su hija.

Aunque no sabemos exactamente si tuvo una hija.

La niña empuña una escoba, nos mira con dureza. La escoba es grande, una escoba muy grande para una niña tan pequeña. Le digo a Claudia que yo siempre quise venir al museo de Víctor Hugo, que el museo una vez auspició un concurso, que vi la convocatoria en la televisión.

—Debiste haber enviado un cuento —me dice—, estás en alza, de seguro lo ganabas.

Miro mi diploma enmarcado y le digo que lo malo de la temporada de alza es justo eso, que solo es una temporada.

—Pero cuando termina —dice Claudia—, si es que termina, tendrás cinco libros publicados.

A ella le resulta trascendente, a mí no tanto. A fin de cuentas debe ser más o menos lo mismo.

5. Trato de encender mi linterna, las baterías se han agotado. Busco dentro de la mochila, me queda una botella de agua, dos barras de chocolate y el libro de Paul Bowles. En la portada unos árabes se sirven el té, fuman y esconden los zapatos bajo la mesa. No llevan turbantes, siempre imagino que los árabes deben llevar turbantes.

Hace quince días que me separé de la caravana y comencé a caminar hacia el este, hacia el otro lado de la Isla. El resto de mis cosas las había entregado para el bien común, para la supervivencia: mi álbum de fotos, mi radio FM y el diploma enmarcado.

— El oeste es peligroso — le dije a los guías—  está lleno de huecos, allí se apagaron las señales de radio, allí no queda nada—  pero ellos no prestaron atención.

Dijeron:

— Hacia delante, hacia delante, hacia delante

Me largué con una moto y un revólver, crucé todo el pueblo hasta el puente. Maté a unas cuantas Nagas por el camino, ahora me quedan seis balas y una linterna sin baterías.

6. Claudia dice que el buffet está riquísimo.

— Este premio sí que tiene recursos, lo auspicia la Iglesia, el Cardenal Jaime y la televisión española.

Me toman fotos, empuño el diploma, el Cardenal sonríe, dice “felicidades” y me siento culpable. Nunca antes un Cardenal me había felicitado.

Pruebo el dulce, las empanadas y el refresco. Junto con el diploma me entregan un rosario de cuentas blancas, unas pegatinas, un CD y un almanaque.

Caminamos por el boulevard, le digo a Claudia que la acompañaré a la parada. Ella se detiene frente a un cuchitril lleno de libros, pregunta si tienen alguno de Dulce María Loynaz, el tendero le responde que ya todos los libros de poesía están vendidos, que pasó un grupo de turistas:

— Hace media hora, quizás menos.

El tendero de modo intuitivo se lleva la mano al bolsillo, al bolsillo repleto de dólares.

7. La moto queda sin combustible y la dejo tirada bajo el puente. Miro la hora en mi reloj de pulsera, son las dos y media de la madrugada. Insisto con la linterna, le doy varios golpes, en el fondo prende una luz mortecina que agoniza hasta morir por completo.

Me acomodo la mochila en la espalda. Viajar de noche es mucho mejor que viajar de día. Al menos no siento el sol pegado a los hombros. Desde que comenzó la invasión no he hecho otra cosa que caminar. Primero con la caravana, luego solo.

La luna sortea algunas nubes y alumbra las calles desiertas. Varios autos descansan virados al revés. Los edificios están vacíos, los cables de la electricidad en el suelo.

Encuentro al final de la calle un Rolls-Royce último modelo, o lo que me parece que podría ser un Rolls-Royce último modelo, reviso el tanque, aún le quedan un par de litros, sobre el asiento del conductor hay un hombre muerto. Las llaves están puestas en la cerradura, prendo el motor casi sin darme cuenta que en el asiento trasero hay una mujer y dos niñas. Saco los cuatro cadáveres y los coloco a un lado del camino. En el maletero encuentro un fusil y varios cartuchos.

La noche transcurre lenta, muy lenta.

8. Claudia me mira. No puedo sostenerle la mirada. Las calles están llenas de agua, siempre que llueve las calles se llenan de agua. Me pide que le sostenga su sobre blanco. Dentro del sobre hay unos dulces, unas empanadas para sus niñas, que según ella, están riquísimas; no las niñas, sino las empanadas, aunque todas las niñas, de algún modo, son dulces.

Se sube las patas de los pantalones. Yo hago lo mismo. El agua se mete dentro de las sandalias. Hablamos primero de Subiela, luego de Horacio y después de Cortázar; o quizás haya sido al revés.

A fin de cuentas debe ser lo mismo.

El boulevard está casi vacío. Un viejo se brinda para recitarnos un poema, nos confunde con un par de turistas, el viejo debe tener razón, solo los turistas son capaces de caminar bajo la lluvia.

9. Le subo la velocidad al Rolls-Royce, siempre quise conducir un carro como este.

Algunos huecos se interponen en el camino, los cruzo sin misericordia, sin reducir la velocidad ni dar timonazos. A ratos siento que estoy en un videojuego, que acumulo puntos y aún me quedan un par de vidas.

Un botón rojo se enciende justo al lado de la aguja del combustible, me alcanza apenas para un par de kilómetros. Miro el reloj de pulsera, son la cuatro de la madrugada, falta mucho para que amanezca. La luna arroja su vaho caliente sobre la carretera, fijo la vista en mis focos blancos y llevo la velocidad al máximo.

Ruedo sobre las serpientes mientras las gomas se llenan de una sangre espesa, como fango rojo.

10. Claudia me pregunta si he visto el cuadro de Caravaggio, las películas de Kim Ki Duk, si me he leído tal o más cual libro. Le digo que no, que no a todo, que lo último que leí fue El Maestro y Margarita.

Ella me dice que debe coger una guagua, pasar por la farmacia, que el tío padece del corazón y vive lejos, aunque una cosa no tenga nada que ver con la otra, o quizás sí, solo que no logro darme cuenta, me dice que al tío le hacen falta las pastillas.

11. El auto se detiene con un ruido seco. Suelto el timón. Luego se apagan los focos. Puedo oír como las serpientes se acercan. Se arrastran sobre la carretera, sobre el capó, el parabrisas. Saco el revólver, me quedan seis balas.

12. La guagua tarda. Hablo con Claudia y tartamudeo. Ella levanta la voz, me hace preguntas, el ruido de los carros no me deja oírla, quizás preguntó algo trascendente, quizás no. Sonríe. Recuerdo a la mujer postrada, sobre una alfombra verde, frente al mar.

13. A balazos me acerco al maletero, tomo el fusil. Los cartuchos son gruesos. Con un disparo puedo matar a dos Nagas, incluso a tres, siempre y cuando se coloquen una detrás de la otra.

Avanzo despacio, a veces grito “¡Hija de puta!”, a veces no. De todas formas ellas lanzan, justo antes de morir, unos chillidos horribles que apagan todas mis palabras.

14. El sobre de Claudia se rompe por el fondo, el almíbar de las empanadas lo agujerea, ella lo limpia, lo dobla y se chupa los dedos.

—Riquísimo — dice, y pienso en sus niñas.

La guagua se acerca, ella me da un beso, un beso fuerte que se me queda marcado. Veo la guagua alejarse. Justo en la esquina la calle se abre en dos y salen serpientes, montones de serpientes.

15. Disparo con el fusil, mato a diez, a veinte, tengo un motón de puntos y de seguro podría pasar al siguiente nivel, si no sintiera esta culpa que me afloja las piernas, me carcome el esternón y me hace disparar a donde no debo, gastar las balas.

Uso el fusil como martillo, el cráneo de las Nagas cruje, le lanzo a una la linterna, a la otra el libro de Paul Bowles y mientras voy perdiendo vidas, pienso en las dos barras de chocolate, en Claudia, en las niñas y por último, en la mujer postrada.

*Cuento ganador del Premio Nacional de Cuento Fantástico La Casa Tomada 2013.

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