Narrativa

Porcentaje de batería

90% – 6:12 A.M.

Raquel gira la llave de la moto eléctrica y observa la pantallita que se enciende. Ignora el resto de los datos y enfoca sus ojos exclusivamente en el porcentaje de batería disponible. Noventa por ciento. Más que suficiente, dice para sus adentros con cierto alivio, incapaz de recordar a qué hora la puso a cargar anoche.

Saborea todavía el gusto a sudor que sus labios atraparon al dejar un beso de despedida en la frente de su madre. Sudor rancio, derramado por una piel envejecida. O envilecida. Sí, envilecida. No, victimizada tal vez. ¿Victimizada? Error. A esa señora no le corresponde ni le queda bien el papel de víctima, por mucho empeño que ponga al interpretarlo, ni cuán satisfecha quede su audiencia una vez concluida la actuación. El público entero podrá incorporarse a dedicarle una ovación de pie que, si alguien se fijase en Raquel, la vería empotrada a su asiento, fría, inmune a los afanosos intentos de la madre por perforar su sensibilidad. Ella conoce bien a la mujer detrás de la actriz.

Ladea la cabeza y escupe hacia la calle, deseosa de erradicar el gusto a piel sudada y vieja y envilecida. Victimizada no. Vuelve a escupir, el asco deforma sus facciones. Siente que su madre la acompañará en todo el viaje si no saca ese sabor de su paladar. Devuelve la vista al frente mientras aferra el timón de la moto. Las penumbras comienzan a disiparse, pero el barrio sigue en silencio, atrapados sus habitantes en el letargo de la madrugada.

Raquel espera unos segundos. Mira a la derecha, hacia su casa. La baranda del portal, invadida y conquistada desde hace años por el óxido. Una puerta de madera que pregona al abrirse o cerrarse, a través de crujidos, su muerte inminente tras cebar a la horda de comejenes que la devoran sin apuro. Las paredes exteriores semejan un cadáver despojado de piel y músculo; tan solo huesos asoman en esos bloques que quedan a la vista porque la plata no alcanzó para más cemento y su madre, después de la muerte del esposo, limitó sus preocupaciones a rastrear el sitio donde procurarse el siguiente trago y se conformó con morar en esa especie de híbrido. Su madre. ¿Debería entrar de nuevo? ¿Volver a despedirse? Era su madre, a fin de cuentas. Vieja, envilecida, no victimizada, victimizada no, dependiente de los maridos sucesivos, ciega a tantas cosas, incluso más importantes que las paredes a medio terminar o la puerta putrefacta de la casa. Una ciega que ni siquiera en la vejez necesitó de espejuelos, pero fue ciega desde que andaba erguida y saludable. Ciega a tantas cosas. ¿Debería despedirse una segunda vez? Raquel cierra los ojos, sacude la cabeza y deshecha tales ideas. Ya hizo suficiente. Entre sus piernas, sobre el asiento de la moto, descansa el casco. Lo agarra y se lo coloca. Revisa el compartimiento bajo el asiento: ahí están el frasco de pastillas, la fotografía de un niño y el cuchillo. Vuelve a mirar el porcentaje de la batería. Sigue en noventa.

Arranca la moto y emprende su viaje. 

Ella y su madre no volverán a verse de nuevo.

72% – 10:40 AM

—Oye, qué clase de sorpresa me has dado, muchacha —dijo el doctor Cabrera mientras atravesaban el corredor de su apartamento en Cerro y Boyeros—. Pensé que habías olvidado dónde vivía.

Llegaron al comedor y el hombre le indicó que tomara asiento en una de las cuatro sillas que rodeaban la mesa. Había retratos familiares en todas las paredes y en una esquina llamaba la atención el estante repleto de libros. En el otro extremo, pequeña y detrás de una cortina, se escondía la habitación destinada a la cocina. 

—Sí, ha pasado su tiempo —señaló Raquel. 

—Casi quince años, ¿verdad? —Su interlocutor la encaró y al mirarlo a la cara, volvió a experimentar el mismo pánico fundido con odio de aquellos tiempos, el mismo que volvió a sentir cuando minutos atrás, él le abrió la puerta y con mucha alegría la invitó a pasar.

—Más que eso.

—Bueno, voy a poner a colar café. Siéntate, muchacha.

Esperó a que el doctor entrara en la cocina para sentarse. Lo hizo suave, para que no la lastimara el cuchillo que llevaba encajado en la parte trasera de sus pantalones. No era un cuchillo voluminoso, pero sí muy afilado. Afilado por ella durante meses en el mundo real, durante años en su mente. Ese acero abría la piel al mínimo roce; ya Raquel lo había comprobado.

Le llegó la voz del doctor desde la cocina, junto al sonido de la cafetera siendo enroscada.

—Dime de ti, ¿cómo te ha ido en todo este tiempo?

—Bastante bien.

—¿Tienes trabajo ahora mismo?

—Sí, copiando películas en casa de una vecina.

—No me digas —El doctor se asomó, a través de la cortina. Sostenía un jarro metálico con una cuchara dentro—. ¿Tomas el café con mucha azúcar o poca?

—Como quiera.

Él asintió y se perdió en el interior de la cocina. Al cabo de unos segundos, volvió a hablar. Raquel no podía evitar estremecerse un poco al escucharlo, cual si su voz le ensuciara el canal auditivo. Siempre había sido así, desde la vez cuando lo conoció en el hospital.

—Ven acá, ¿y eso de copiar películas y series da dinero?

—Da su dinero, hasta ahí. Además, con mi condición, no todo el mundo se atreve a darme trabajo.

—Pues, mira, es un error. —Un olor a café empezó a impregnar el ambiente. Raquel sintió un poco de nervios. Lo haría después de tomarse una taza, de disfrutar la bebida—. Mientras tomes tu medicina, nadie puede negarte el derecho a trabajar.

—Sí, sí, pero todavía la gente oye la palabrita y les cambia la cara al momento.

—Es lógico. —De súbito, el doctor salió de la cocina, con una taza en cada mano. Entregó una a Raquel y tomó asiento en la silla frente a ella—. Acuérdate que alrededor de esa enfermedad hay mucha predisposición, precisamente porque no se le conoce bien.

Ella asintió y bebió un sorbo de café. Estaba bueno, con el azúcar en el punto.

—¿Y a usted? —preguntó—. ¿Cómo le ha ido?

—Aquí me ves, jubilado, después de cuarenta años ejerciendo la Medicina.

—¿No se ha vuelto a casar?

—No, hija mía —contestó el doctor y encendió un cigarro—. La verdad, el trabajo nunca me dio tiempo para disfrutar de muchísimas alegrías.

Y a ti en realidad no te gustan las mujeres, no lo olvides, dijo Raquel para sí, al acercar la taza a sus labios.

—¿Y tus medicamentos? ¿Cómo te va con ellos?

—Bien, sigo el régimen —mintió ella.

—¿Y no has tenido efectos adversos?

—Algún que otro, nada que no pueda manejar.

—Qué bien eso.

Raquel terminó de beber el café y emitió su dictamen:

—Muy rico.

—Bueno, se hace lo que se puede —replicó halagado el doctor, se colocó el cigarro en los labios y se incorporó—. ¿Quieres un poco más?

—Sí, gracias,

Tenía algo de tiempo, el café estaba bueno y, además, le faltaba revelar los motivos de su visita.

El doctor entró a la cocina, regresó y devolvió a Raquel la taza rellena. Luego, se sentó de nuevo frente a ella y formuló la pregunta esperada:

—¿Y qué te trajo por aquí?

—Nada, tengo que hacer unas gestiones y quise venir a darle una vuelta, para aprovechar y agradecerle.

—No, muchacha, eso no hacía falta —él negó con la cabeza, sacudiendo la mano—. Hice lo que me tocaba hacer, nada más.

—No, usted hizo más.

Hiciste mucho más, cabrón, mucho más.

—Aunque no se me olvida que no quiso creerme —añadió Raquel.

—¿Cómo?

—Lo que le dije cuando me ingresaron esa primera vez… ¿Se acuerda?

El semblante del doctor se tornó sombrío. Dejó de mirar a Raquel y posó sus ojos en el cenicero donde apagó el cigarro. De ahí no los apartó mientras decía:

—Entiéndeme. Eras una niña en ese entonces. Ni llegabas a los diez años. Y a todos nos pareció una coincidencia demasiado radical que llegaras con esa historia al mismo tiempo que debutabas con la enfermedad. Nunca aceptaste que fue tu condición la que plantó esa historia en tu cabeza.

—Tal vez fue al revés, o una coincidencia.

Pero nadie me creyó, nadie. Ni tú, cabrón, ni mi madre, la pobre victimizada.

—No es inaudito que eventos traumáticos disparen enfermedades subyacentes —cedió el doctor—. De todos modos, las acusaciones que hiciste eran demasiado serias y era mucha la duda alrededor. Ni tu madre, ni los vecinos, nadie confirmó la veracidad de los hechos. Ningún tribunal ni nadie en su sano juicio iba a creerte, muchacha, más con tu condición médica, que fue diagnosticada en ese mismo período. Y las coincidencias existen, pero a esos extremos, no tanto.

—Tal vez —cabeceó ella, ya dispuesta a dejar ese tema y pasar al otro.

Pero el doctor no se lo permitió. Finalmente apartó la vista del cenicero y volvió a mirarla.

—¿Y tu hermano? —quiso saber el doctor—. ¿Cómo están las relaciones entre ustedes?

—Desde aquello, más nunca me ha vuelto a dirigir la palabra —dijo Raquel. Ahora sí no mentía—. Se mudó de la casa poco después de que a mí me dieran el alta del hospital y más nunca volvió. Mi mamá lo visitaba a veces y trató de reconciliarnos, pero Gabriel no olvidó lo que pasó.

Ni yo tampoco.

—Hay que darle oportunidad al tiempo para que haga su trabajo.

—Ojalá —Raquel volvía a blandir la mentira con destreza de esgrimista veterana—. Oiga, ¿usted se acuerda de Sandro?

De nuevo, las sombras se posaron sobre la cara del doctor jubilado. Recurrió al humo del segundo cigarro que encendió, seguramente para apaciguar el peso de ciertos recuerdos.

—Sí, claro —admitió—. Entró al hospital unas semanas después que tú. Caso triste el de ese niño.

—Sí, él y yo siempre nos llevamos muy bien. Hasta nos hicimos medio novios.

—¿En serio? —el doctor sonrió—. Pero si eran un par de niñatos ustedes.

—Sí, ya sabe, noviecitos, bobería, aunque en un lugar como ese, boberías así ayudaban mucho.

—Claro.

Ayudaban mucho a olvidarnos de las cosas que hacías.

—¿Usted sabe? Ahora mismo no me acuerdo qué tenía Sandro —mintió Raquel, acompañando la caricia a su barbilla con una mueca de incertidumbre. 

—Era bipolar, seriamente bipolar —dijo enseguida el doctor—. Tratamos de todo, terapia, medicamentos. Nada funcionó.

La sábana que usó de soga para ahorcarse sí funcionó. La sábana que tus manos sucias pusieron alrededor de su cuello.

—¿Me podría dar más café? —pidió Raquel. Se inclinó un poco hacia delante en su silla, fingía rascarse la parte baja de la espalda, aunque realmente acariciaba el mango del cuchillo. Cuando el doctor se levantó, ella volvió a recostarse, segura de que el arma continuaba allí.

—Sí, claro, lo que tendrás que esperar un poco —dijo él—. Esa cafetera da si acaso para cuatro tazas y ya nos las tomamos, tendré que ponerla de nuevo.

—Si le es mucha molestia, no se preocupe.

—No, no, para nada.

Y el doctor volvió a perderse en el interior de la cocina. Raquel esperó unos segundos y se levantó, muy suavemente:

—¿Usted sabe que Sandro me dijo algo raro, unos días antes de morir? —dijo ella mientras extraía el cuchillo de su escondite. 

Se detuvo frente a la cortina que la separaba de la cocina, del doctor, cuya voz resonó de nuevo en sus oídos y la saturó con esa mezcla de pánico y odio, la misma de aquellos tiempos, la misma que experimentó cuando, unos minutos atrás, él le abrió la puerta y la invitó a pasar.

—¿Qué te dijo? —De nuevo, junto a la voz, salía el ruido de la cafetera siendo enroscada.

—Me dijo que uno de los médicos se metía a su cuarto y le hacía cosas.

—¿Cosas?

—Lo tocaba —especificó Raquel. Apretó bien el cuchillo, sintiendo cómo la convicción se colaba en su interior junto al aire que atraía al respirar hondamente—. Se lo hacía de noche, casi siempre los viernes.

Los días que tú estabas de guardia, te encantaban los viernes.

—¿Y no te dijo quién era ese médico?

—No, nunca me lo dijo —Raquel atravesó la cortina y se tropezó con el rostro del doctor, quien ladeó la cabeza hacia ella. Había algo de sorpresa en su expresión, de verla ahí, con la mano derecha detrás de la espalda—. ¿A usted no se lo comentó?

—Para nada.

—A lo mejor tenía miedo de que no le creyeran —ella se encogió de hombros—. Cómo mismo no me creyeron a mí.

Una vez más, la vergüenza obligó al doctor a alejar la vista de Raquel. Esta vez, eligió centrar sus ojos en la cafetera que reposaba ya lista encima de la meseta. La cogió y se volteó hacia la cocina, para encender la candela.

—Son situaciones distintas —dijo, de espaldas a Raquel, ciego como mismo fue la madre de ella a las cosas importantes, sin notar el brazo de la joven, ya fuera de su refugio, con el cuchillo empuñado.

—Sí, distintas. Éramos un par de locos en su parque de diversiones… —El doctor recién ponía la cafetera al fuego cuando Raquel, detrás de él, estiró la mano y en un movimiento veloz, le cortó el cuello con el cuchillo afilado durante meses en el mundo real y durante años en su cabeza. Y el doctor pudo ver el chorro de sangre salir disparado y trazar una línea oscura y deforme en la pared frente a él. Luego, perdió el control de sus piernas, de su vejiga, de todo.

—Ninguno de ustedes le creyó a Sandro, pero yo sí —dijo Raquel mientras rodeaba al doctor, a quien la muerte lo sacudía en espasmos antes de llevárselo de una vez por todas. La joven se colocó frente a la cocina donde la cafetera seguía al fuego—. Yo sí me escapé de mi cuarto aquel viernes por la noche y fui hasta el de Sandro. Yo sí lo vi a él, ahí en su cama, dormido.

El doctor, boca arriba en el suelo, rodeado de sangre y orine, la vio girarse hacia él y apuntarle con el cuchillo:

—Yo te vi a ti, haciéndole esas cosas.

Y Raquel relajó sus facciones, ya libres de la máscara de cortesía y amabilidad que debió echarles encima para no delatar el verdadero propósito de la visita. Antes de que el doctor Cabrera se marchara para siempre, ella le permitió vislumbrar su rostro, el legítimo, saturado con esa expresión de placer que, desde hacía años, más de quince, no la habitaba. Era la segunda ocasión en el día que experimentaba ese goce, de magnitudes casi orgásmicas, y su instinto le sugería que tales sensaciones solo iban a ir in crescendo

El olor a café reclamó la atención de Raquel, quien decidió tomar otro poco más antes de seguir su viaje.

55% – 2:43 PM.

Gabriel es su hermano y los hermanos se aman. O eso le decía él las noches en las que entraba al cuarto de Raquel. 

La gente empezó a decir que ella estaba loca, pero fue después de eso. Mucho después de eso. Gabriel lo sabe. Él mintió. Él dijo lo mismo que los otros, dijo que ella estaba loca. 

Gabriel es su hermano y los hermanos se aman. O eso le decía él las noches en las que entraba al cuarto de Raquel y metía las manos debajo de su pijama. Y él la tocaba y gemía. Y ella temblaba y entonces él decía que no tuviera miedo. Que los hermanos se aman y a veces así lo demuestran. Que nadie entendería porque ese amor de hermanos era entre ellos y nadie podía saberlo. Y Raquel dijo está bien y lo tocó donde él decía que lo tocara, puso su boca donde él le dijo que la pusiera. 

Por varias noches fue solo tocarse, fue solo besarse. Luego él se iba y al otro día eran hermanos de la misma forma de siempre, jugaban, reían, peleaban. La mamá no los vigilaba mucho porque casi siempre andaba con el marido de turno, o detrás de la próxima botella de ron. Por suerte, existía Ana Luisa, la vecina de enfrente. Ella siempre les daba almuerzo o comida y algunas noches los dejó quedarse a dormir en su casa. Esas noches no le gustaban a Gabriel porque dormían con Elena, la hija de Ana Luisa. Y con ella ahí, no podían ser los hermanos que se amaban y así lo demostraban a veces. Porque Elena no tenía hermanos y no iba a entender. Tenían que dormir y punto.

Elena tampoco le creyó cuando Raquel habló. Elena también le dijo que estaba loca. Tal vez por eso le presta a Raquel su moto eléctrica cuando se la pide. Porque se siente culpable. Porque piensa que sus manos fueron de las tantas que arrojaron a Raquel al hospital aquel donde lo único bueno sería Sandro. Elena estaba medio enamoradita de Gabriel, por eso no le creyó a Raquel.

Y Gabriel también lucía tan serio, tan bonito y mayor a sus doce años; y Raquel tan loca, tan enferma a sus nueve, que nadie le creyó. Pero Gabriel sabe bien que todo eso pasó antes de que empezaran a aparecer las lengüetas de fuego en el techo de la casa, antes de que el piso de la casa se rajara y surgieran tentáculos que buscaban los pies de Raquel. Antes de que viera sombras caminando hacia ella en pleno día, antes de que la llevaran al médico por primera vez, cuando Raquel le dijo a todos lo que Gabriel y ella hacían y nadie le creyó.

Pero él, él que se lo hizo, lo negó. Era el único que no podía negarlo. Era su hermano y los hermanos se aman. O eso le decía las noches en las que entraba al cuarto de Raquel y metía las manos debajo de su pijama. Y la tocaba y gemía. Y ella temblaba y Gabriel le decía que no tuviera miedo.

Ahora es un hombre y tiene miedo. Se ha puesto más hermoso todavía en esos largos años que no ha querido hablar ni por teléfono con Raquel, que ni fotos de ella quiso ver. Tal vez por eso la dejó entrar cuando Raquel tocó a su puerta. No tenía cara de loca la mujer en el umbral. No aparentaba ser la loca que él vio por última vez cuando su mamá lo arrastró a la visita en el hospital. La loca que, desbordada de medicamentos, le pidió disculpas por haberlo acusado de algo que hizo. Y Gabriel dijo que aceptaba las disculpas, sin medicamentos que lo obligaran a hablar. Su medicamento era la mamá; ella lo obligó a decirlo. Pero después, cuando supo que a Raquel le darían el alta, tantos años después, Gabriel huyó a la primera oportunidad.

¿Fue el odio lo que lo hizo poner distancia? ¿O tal vez el miedo a que pasara esto mismo? ¿El miedo a que Raquel, la única dueña del secreto que él mismo negara, viniera a recordárselo? Raquel dijo quién era cuando Gabriel abrió la puerta, y él dudó sobre si dejarla entrar. Pero ella añadió que venía a disculparse, otra vez, que necesitaba hacerlo; lloró mientras lo decía y Gabriel le creyó, sin saber que el acelerador para las lágrimas de Raquel no era esa culpa que todos siempre le achacaron, que él le achacó. Era el recuerdo de lo que hacían cada noche, de niños, el recuerdo de lo que Gabriel le hizo. Y la dejó entrar, hambriento de una disculpa que nunca sería entregada.

En la casa de su hermano, Raquel vio fotos de una familia. Una mujer y una niña. Su cuñada y su sobrina. Lástima que no las conocería. Gabriel explicó que su esposa se había ido a trabajar y la niña estaba en la escuela. Mejor así, pensó Raquel. Mejor que no vean a Gabriel cómo está ahora, desnudo sobre esa silla, las manchas de sangre oscureciendo su piel, la cabeza gacha, sin vida ya que la mantenga erguida. Y Raquel de rodillas ante él, probando otra vez el filo del cuchillo, arrebatándole a Gabriel aquello que tanto usó para demostrarle su amor de hermano. 

Ahí lo dejó, marchito y pequeño, a sus pies. 

Una última ofrenda para demostrarle su devoción a él, su hermano del alma.

22% – 10:10 PM

Sucumbirás al deseo de ver nuevamente a tu madre. Y manejarás de regreso a la casa, a sabiendas de que contradice todo lo planeado.

Sin embargo, al hallarte en las proximidades de la casa, notas una congregación de vecinos allí. Observando, tratando de captar algún detalle que les sirva para futuras narraciones de lo acontecido. Ves también a los carros patrulleros, una ambulancia, y los forenses. Una cinta amarilla impide la entrada a tu casa. No, no puedes arriesgarte a nada. Tienes un último viaje que hacer.

Aprovechas que nadie ha reparado en ti y arrancas la moto.

Te alejas del barrio.

En el trayecto, mientras tus ojos se fijan en el porcentaje de la batería y tu mente calcula si te alcanzará, piensas un poco en tu madre. En si merecía o no esa última visita que pretendías hacerle.

Tu madre, que no te creyó cuando le dijiste que tu hermano te tocaba. Tu madre, que después de la muerte de su esposo, no fue la misma. El mundo desapareció completamente, solo quedaron el alcohol y la tropa de maridos que vinieron a aliviarle su eterno duelo por el amor de su vida extinto demasiado pronto. Sus hijos apenas existían. Estuvo ciega a tantas cosas, a pesar de nunca dedicarle siquiera una hora de su tiempo al oculista. Ni los años maltrataron su capacidad física para ver. Visión aguda, perfecta. Y fue ciega al mismo tiempo.

Pero tu madre, después de que te diagnosticaran tu condición, fue otra madre. Una madre distinta. Acudió a cada visita, escuchó los consejos de los médicos. Y te escuchó a ti. Te escuchó siempre que el tema de conversación no involucrara a tu hermano, o lo que hacían por las noches, lo que él te hacía. Entonces ella tapiaba sus oídos y devolvía una sola respuesta, hermética: eso es tu enfermedad hablando. Lo veías en su cara, te decía que eras una loca por siquiera alimentar semejante idea.

Ya cuando te dieron el alta y tu hermano se marchó de la casa, tu madre volvió a ser la misma de antes. Esa versión que casi habías olvidado, enterrada bajo la señora cariñosa que te visitaba en el hospital, resucitó de súbito y con fuerzas redobladas. Ahora tu hermano se marchaba, otro hombre que se perdía de su vida y tu madre puso a hibernar su versión amable, despertando a la amante de la bebida y la compañía frecuente de hombres.

Las medicinas hicieron tantas cosas, aliviaron tantos pesares, pero jamás sepultaron lo que recordabas. Ni siquiera el mejor de los fármacos podía aniquilar esas imágenes y sensaciones. Porque habían ocurrido, porque estaban ahí, grabadas en tu memoria, esculpidas con los trazos indelebles de la realidad. Nada sofocó el asedio de esos recuerdos, nada les impidió buscar cada noche hospedaje en tus sueños. Nada, ni los medicamentos ni los años transcurridos.

Tu madre, tan ahogada en licor y hombres, ni siquiera se percató cuando dejaste de tomar las pastillas.

Y ayer en la noche, por primera vez en muchos años, te dijo que te amaba cuando le regalaste una botella de ron. Hasta te ofreció un trago que no tomaste. En cambio, te sentaste a verla tragarse cada mililitro del alcohol y caer inconsciente en el sofá de la sala. 

Ahí la dejaste. Era temprano, así que fuiste a ver a Elena para pedirle su moto eléctrica. Mañana necesitabas hacer unas gestiones. Ella, otra de las que nunca te creyó y ahora sentía culpa, al verte así, tan estable, cedió sin rechistar. Te advirtió que estaba floja de carga la moto.

Ya en la casa, encontraste a tu madre donde mismo la habías dejado. Pusiste a cargar la moto eléctrica, te diste un baño y fijaste el despertador para las cinco.

Y a las cinco menos diez despertaste, sin necesidad de alarmas. Sin las pastillas era difícil dormir. Tu madre seguía en el sofá, soltando ronquidos mientras respiraba. Dejó de roncar cuando usaste por primera vez el cuchillo que habías afilado, durante meses en el mundo real, durante años en tu mente. Hizo otros sonidos, raros, grotescos, sus ojos se abrieron un momento y su expresión de pánico te arrancó una leve sonrisa. Sus ojos se quedaron abiertos, la boca también, exigiendo un aire que ya no le pertenecía.

Te acercaste cuando la sangre dejó de brotar y le dejaste un beso en su frente sudada. Su sabor quedó en tus labios. Después, afuera, ya montada en la moto, trataste de eliminar ese sabor. Y aun ahora, cuando casi llegas al último punto de tu recorrido, cuando el porcentaje de la batería está en menos de diez, todavía sientes ese sabor a piel vieja, envilecida, no victimizada. Nunca victimizada.

3% – 11:41 PM

Raquel deja encendida la luz frontal de la moto eléctrica. Sabe que eso drenará en cuestión de minutos la escasa carga que sobrevive, pero no le importa. Ya llegó a la última etapa del viaje. Mira a su alrededor, no hay nadie en la calle, tan solo ella y el silencio de la noche ya asentada. 

Levanta el asiento de la moto y hurga en el compartimiento debajo. Coge la foto y el frasco de pastillas. Arroja adentro el cuchillo antes de bajar el asiento. Se coloca delante de la moto para que la luz le permita ver al niño de la foto, el niño que sonríe. A Sandro, que le entregó esa foto un día antes de ahorcarse, en ese mismo hospital que se alza en la acera frente a la cual está Raquel.

El farol de la moto parpadea, cada vez más seguido. Raquel destapa el frasco de pastillas y empieza a tragárselas por puñados. Apenas distingue ya el rostro sonriente de Sandro cuando traga la última. Una débil luminiscencia logra si acaso rasguñar las penumbras pero Raquel quiere seguir mirando la foto otro poco más. Solo otro poco más…

Un último estertor, el porcentaje de la batería marca cero. Finalmente, muere.

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).