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Por favor la vida

A Nancy y a Edurman, figurantes de esta poética
Entonces se hace el canto: cuando todo se ha ido.
Oscar Rojas

 WHAT CAN I HOLD YOU WITH?

Por favor la vida, así decía ella como quien dice una mala palabra o como quien se asombra de que haya tanta hambre, o como quien dice mira que nubes más lindas en el cielo, tienen forma de cabecita de conejo, de poema de Rilke, o de una bella pinga hecha de algodón de azúcar. Podía decir todo eso o mucho más, o mucho menos. Pero yo no soy quien para dar una opinión sobre el tema, las mujeres son extrañas, decía el Poeta, yo digo, ella era extraña, pero en fin, esta no es la historia mía, ni la del Poeta: es la de ella, a la que llamaremos seguramente Rachel, aunque sin duda todos sabrán de quién hablo. Esta es la fábula de Rachel, la niña de ojos brillantes y de pelitos sediciosos; el relato de mi breve relación con el Diablo, un diablo rubio y afeminado y de ese lugar rojo, del infierno lleno de calderas y chimeneas inmensas que lanzan su fumada final al mundo (ay, ecologistas); del sitio donde toda la vida trascurre entre turnos de trabajo y entre silbidos horrorosos y llamas de gigantescos hornos Martin que arruinan el azul en lo alto, de esa zona de tierra arrasada que llaman Moa y que en el idioma extinto de nuestros aborígenes y sus perros mudos significa tierra muerta, o mejor dicho en idioma aruaco es el lugar adonde van los muertos (aclaración de nuestro mediocre historiador municipal). Ahora lo puedo contar todo, ya los principales hechos han ocurrido y son de dominio público, pero como toda ficción debe tener un comienzo el de esta inicia cuando me habían invitado al recital de poesía del municipio y yo estaba pensando que tal vez era mejor llamar a una chiquita que yo conocía desde sus histerias existencialistas y orgásmicas cuando llegando al teléfono público rayado y lleno de abolladuras me arrepentí. Y luego quise irme hasta la Universidad hasta que me volví a arrepentir y me dije, mira Victorhache mejor te vas para el lugar ese donde están los poetas y trovadores, te embruteces escuchando un poco de versos mediocres o heroicos, envenenándome con un poco de alcohol pagado por la Casa de Cultura y a lo mejor pegas una promotora de cultura y promueves tu sexo por esa noche. Y entonces, ah Rachel y también el Diablo.

Ahora creo que todo empezó esa noche en que el Poeta, fascinado sin duda por los fuegos del Canto IV del Inferno, me señaló con su mano agotada y trémula la calle y me dijo con una voz que no parecía de este mundo, mira detenidamente ese bello culo, Dios mío, es regio. Y pensé que esas nalgas me sacaban de la cotidianidad en que me hallaba ahogado, que eran el perfecto símbolo de la rebeldía que me estallaba por los poros, que constituía, en fin, un punto donde quería converger mi falo acuciante e irritado por el encierro monacal. Sí amigos confieso que quería desviar la vista del auditorio de poetisas tradicionales de blúmers llenos de transpiración, funcionarios venales de la maquinaria burocrática de cultura (sé que soy redundante), promotoras de mirada lánguida y tres borrachos de ánimo decaído que aplaudían a cada pausa de la conferencia magistral que mi amigo daba sobre Dante. Yo presentía que la vista de unos glúteos subversivos me llevaban a la seguridad de que algún hecho sobrenatural sucedería esa noche, abrir la puerta que da a la calle, pasar el dintel y entonces el unicornio mirándonos asombrado, quienes son estos infelices y calamitosos bípedos implumes, observando la mísera apariencia de Victorhache que le suplica le otorgue una espada para degollarse. Pero todos escuchaban el coloquio y yo no pude hacer otra cosa que concentrarme en una vieja que escupía con tenacidad en el piso sucio y lleno de colillas y gargajos que pisábamos infatigablemente y después Franchela y Paolo y la Bella Cubana que los equipos de música de Cultura se negaban a reproducir con calidad, más acostumbrados al buen reguetón. Yo miraba la acera del frente, la fila interminable, el eterno retorno de ninfúlas de nalgas imberbes y pomposas. Nalgas que solo habían sido un poco maltratadas por el uso familiar, me comentaba en voz baja alguien. Iban a la discoteca, de vez en cuando miraban con profundo desprecio al grupo de locos flacos y barbudos que hablaban y hablaban suaves mierdas que a nadie importaba, lo trascendental eran las cervezas Bucaneros, la Havana Club y los Marlboros. Espero que se entienda que hablo de nosotros, nosotros éramos la caterva de desequilibrados demacrados que hablábamos leves excrementos sin importancia, ni siquiera a los funcionarios de Cultura que estaban allí para llenar una estadística más en sus agendas; ese día confirmé lo que siempre supe, decir funcionario de Cultura equivale a decir engendro, a decir parásito de la sociedad, es como si la cultura fuera una fábrica de chorizos destinados a darle puntos al municipio para una fantasmal emulación por el 26. ¿Qué se emulaba?, nunca lo he logrado adivinar, pero estábamos allí formando una oscura cifra en las sucias y abultadas agendas.

Y ahora me tocaba el turno de hablar, ya la Mediadora Ingenua tomaba el micrófono y elogiaba con frases largas y solemnes el discurso del Poeta. Me tocaba a mí hablar, me tocaba a mí aburrirlos a todos, pero yo no quería, yo detestaba esas frases sueltas sobre Borges, la ceguera interminable de un hombre que nunca ha sido feliz. Porque la felicidad tal vez fuera esa muchacha que llegaba moviendo sus caderas flacas y angulares, sus pistolas de forajido insolente, y venía caminando como en éxtasis, como alguien que ha alcanzado el karma. Ah amigos, hermanos, llegaba Rachel, Rachel de los pitusas pélvicos gastados en las nalgas; Rachel, la maniática de pelo corto y rubio y rojo y verde, Rachel ahora sentada aquí, un poco borracha, con la blusa desordenada y sucia, el breve descuido de su mirada verde ahora sopesándome, escuchando mi palabrería insulsa sobre la vida, la felicidad y algo así como What can I hold you with? Recuerdo (esta palabra yo no debo decirla, solo había una mujer que podía expresarla y ahora no está) mi rostro de animal triste después del coito, mis manos sollozantes y gastadas, las frases precocidas del Aleph, de Schopenhauer, los enunciados que estaban tan lejos de la vida misma que estaba frente a mí, por favor, pero yo seguía en el suplicio y cuando llegué al fin un viejito barbudo, perteneciente a la más rancia intelectualidad municipal, me hizo una pregunta que le contesté con monosílabos para dar paso a la Mediadora Ingenua que comentó mi respuesta, hizo la paráfrasis del momento y presentó a un policía cómico, o un cómico aficionado que trabajaba en la policía y que siempre iba a las actividades de Cultura y en ese momento teatralizaba un sketch deprimente. Me daba la sensación de que si no nos reíamos sacaría la pistola y tiraría bum bum, y nosotros nos moriríamos de risa porque las balas caerían mansamente derretidas del cañón al piso plaf plaf. Se lo dije a Rachel y la violenta esencia de hembra alcoholizada me envolvió cuando ella empezó a reírse. Yo quería contarle de mis noches rojas en Moa, de las bacanales imaginarias donde me veía envuelto, decirle que la había conocido en otros tiempos, entre viñedos y odres, cuando corría desnuda, su espalda fugitiva frente a mí. Ay amigos, si les soy sincero yo quería otra cosa, besar sus pies chiquititos, rozar unos pelitos traviesos que erizaba en su vientre el aliento de la noche. Pero amigos soy tonto o cobarde, me puse a hablarle de la filosofía helenista, de Diógenes, de la flecha de Zenón. Yo sabía que todos esos nombres le sonaban raros, en un momento, adormecida, me preguntó si eran grupos nuevos de rock y me reí, le dije, sí chica, son grupos de metal. ¿Qué importaba eso?, si ella quería a Aristóteles con el pelo largo, sin bañarse y lleno de tatuajes, por supuesto que podría ser. Todo lo que ella quería podría ser, por favor la vida, me dijo, la vida es corta y hay que disfrutarla. Lo mío es vivir bien y sin preocupaciones. Después de este discurso hedonista, Borges, Dante y Francesca se quedaron mirándonos con escozor y envidia, y yo, el animal melancólico de ojos grandes, le decía que sí, que era verdad (imaginaba sus alegres pezones); y le decía que sí, que por supuesto y entonces Aristóteles cantando thrash metal se lanzaba al público (yo le preguntaba a ella si tenía novio), tiraba la guitarra hecha pedazos (ella me decía que no). La peña se terminaba, ya los poetas, borrachos y promotoras de cultura se iban, y ella también, ella se convertía en retazos de noche, en brumas, a lo lejos, en la discoteca, alguien cantaba, a lo lejos.

 A nuestro alrededor escuchábamos bufidos, gemidos, silbidos y bramidos que nos llegan desde las fábricas en sucesivas oleadas. Desde allí, no es posible ver ningún trozo de cielo digno de tal nombre, sino solo las rojizas convulsiones de las nubes.

Gunter Wallraff

 EL PRINCIPIO

En el Principio se me presentó el Hombre Nuevo, un gordito con un pulóver de Superman y un casco amarillo de obrero en la mano. Recuerdo que decía así literalmente, ni pinga, si me quitan los dólares de la estimulación en divisa me voy de la fábrica. Su acompañante lo escuchaba y asentía en silencio mientras caminaban frente a mí. Yo estaba cansado porque acababa de llegar y escuchaba sin interés las diferentes formas en que el Hombre Nuevo robaba piezas de la fábrica Che Guevara para venderlas y poder mantener a su querida, y me informaba de paso del coste en el mercado negro de las varillas de soldar y las resistencias para hornillas eléctricas, me ponía al corriente de las diferentes posiciones sexuales en que el gordito ponía a su querida y corroboraba mi opinión de que la estupidez no es oficio de pocos. Y la querida del rechonchito superman decía que por ahí sí y ay que rico papi, y de que hacía poco le habían robado el video a una negrita, sí esa misma, mi vecina, la chuchumeca esa que está con el italiano viejón ese. Y entre videos, orgasmos y la cháchara del Hombre Nuevo la avenida se estiraba más y más, como en sueños. Hasta que desembocó en una rotonda coronada por una extraña escultura de hierro oxidado que se enroscaba en sí misma y que se estaba cayendo a pedazos. La figura surrealista era un monumento al olvido, a la desidia, a la herrumbre, a los soviéticos que nos habían abandonado. Era obra de un artista local, según supe después. Representaba algo así como un espiral metálico torcido, un elogio de tiempos pasados.

Muchas veces me pregunté que significó Moa esa noche para mí, pues lo único que recuerdo era un coro invisible de jineteras que me perseguía cantando la marsellesa y unos baches inmensos y oscuros llenos de agua roñosa y que podían contar la historia del pueblo desde la época de la colonia.

Luego fui a la Universidad.

La Universidad. Unos edificios cuadrados y salpicados de fango rojo, como si una enorme mano hubiera decapitado a alguien y la sangre manchando las paredes con reminiscencias de blanco.

Mi cuarto. Tres metros por cuatro, montones de libros míos en el piso sucio, percudido de púrpura, una litera desvencijada, unos CDs rallados y el Che sentado en el piso, mirándome fijamente, vestido de ropa de campaña, las botas enfangadas, viniendo del trabajo voluntario. ¿Y llegaste tan rápido?, solo me dijo sentándose en la litera, al lado de los libros de Truman Capote y Orwell. Sí, le dije medio cansado y mirando la perspectiva de una ciudad envuelta en volutas que caían desde el cielo hasta el suelo y donde las personas salían de sus casas tosiendo y los niños vomitando sobre la tierra roja. Es el infierno, dijo él, pero un infierno necesario para la construcción del futuro. Y yo pensé en el Hombre Nuevo y me tiré en la litera desvencijada, sin bañarme, barbado y hambriento.

 CRONOLOGÍA DEL REPARTO ROLO MONTERREY ANTIGUO CANSAI O CAMP SIDE

Tomado de un trabajo de secundaria sobre la historia de Moa

 1953–1959

Vivían allí los técnicos e ingenieros norteamericanos que explotaban la industria del Níquel a favor de las grandes trasnacionales norteamericanas llevándose la riqueza de nuestro país para el desarrollo de la industria de la guerra.

Vivían allí los ingenieros cubanos que apoyaban con sus conocimientos la extracción del Níquel y eran jefes de plantas y demás.

Las mujeres iban allí a vender su cuerpo.

1959–1989

Vivían allí los técnicos e ingenieros soviéticos que explotaban la industria del Níquel a favor del CAME llevándose la riqueza de nuestro país para el desarrollo del futuro socialista.

Vivían allí los ingenieros cubanos que apoyaban con sus conocimientos la extracción del Níquel y eran jefes de plantas y demás.

Las mujeres iban allí a vender su cuerpo.

1989– 2010

Viven allí los técnicos e ingenieros extranjeros que explotan la industria del Níquel a favor de una gran trasnacional llevándose la riqueza de nuestro país según las cláusulas de la empresa mixta que se ha creado.

Viven allí los ingenieros cubanos que apoyan con sus conocimientos la extracción del Níquel y son jefes de plantas y demás.

Las mujeres van allí a vender su cuerpo.

LA LEVEDAD DE LA SIEGA

 El comedor obrero de la Universidad.

Las tías que sirven la comida con sus dientes cariados.

Las tías que sirven la comida chupándose los dientes y los fragmentos de lo chupado cayendo en cámara lenta a nuestros almuerzos.

Las tías del comedor con sus frentes y axilas sudorosas, sacudiéndose el sudor que nos baña convertido en una ducha infinita que cae en nuestros rostros, ropas, en los magros alimentos.

Las tías del comedor peleándose con nosotros, profesores universitarios y entre ellas por llevarse para la casa los restos del potaje de chícharos, olorosos a mierda y sebo de puerco.

Son una raza aparte, me decía el Diablo sentado en una de las silla de cabilla del comedor y saboreando un sucedáneo de puré de papa, son intocables hasta para mí; lo que ellas hacen está por encima del bien y el mal; se roban la comida para alimentar en sus casas a sus hijos, perros, maridos, cerdos, y muchas veces se confunden y no saben a quién alimentan en la batalla campal que se forma entre ellos por el alimento.

Frente a la Universidad la gente corre. El viento las derriba, ellas se levantan ensangrentadas y corren de nuevo.

El viento pesado arremolinándose polvoriento, los tocones grises dondequiera impiden a los coches de caballos pasar, los árboles y arbustos cortados de tajo al borde el camino. No queda un árbol en pie, de lo que había sido bosque solo queda la tierra devastada, roja, asolada por los vientos del norte y los temibles huracanes de amoníaco que venían de las fábricas de níquel. Las calles, aceras y parques estaban llenas de baches que los pocos y viejos autos que quedaban se arriesgaban a sortear; las depresiones en el suelo variaban su diámetro, entre uno y cinco metros y otros tantos de profundidad, del oeste venía todos los días una lluvia ácida, espesada con los gases de las industrias, y sin el parabán natural que eran los árboles esta ya no se detenía, caía sobre nuestros cuerpos macilentos y con hambre, en las placitas de moneda nacional donde solo se podía hallar sazonador en polvo de diferentes sabores y unos pequeños fongos medio podridos. Pequeños tifones levantaban los papeles del suelo, los hacía volar, armaban pequeñas travesuras con las latas de cerveza vacía que sumaban millares, tomaban vida propia en ese aquelarre de selvas decapitadas. Luego de la lluvia venía una nube de cenizas de las chimeneas, con residuos sólidos del níquel, cenizas que llenaban nuestros ojos y bocas, cenizas con sabor a metálico, residuos de metal empobrecido que llenaba nuestras vidas y ennegrecía nuestras ropas con un color chillón a sangre herrumbrosa. Y de repente aparecían enormes agujeros en la tierra roja de la que salían los mineros con el gesto exhausto. Las caras sudorosas, las manos ansiosas. Tomaban cerveza a granel en el Teatro del Pueblo echándola en los cascos sudorosos y llenos de pelo y churre bermellón.

El calor mataba a los pájaros que caían derretidos sobre nuestras cabezas y matando a muchos. La gente se volvía loca con el calor y andaba desnuda por las calles, con la jaba vacía de viandas a la diestra. Los niños jugaban a ver quien se quemaba primero, a ver cuál iba perdiendo primero los piececitos, las caritas, las blancas manos. Las aceras se derretían suavemente, y hacían un suave blof cuando convertidas en un blanco riachuelo caían al mar. Ya no habían arboledas, el río siseaba secándose, evaporándose al momento, ya solo quedaban piedras en el fondo, chinas pelonas que la gente, muerta de sed, chupaban y chupaban hasta que estás quedaban al rojo vivo y después seguían chupándolas hasta que morían quemadas. Nadie vendía comida, estaba prohibido vender yucas corruptas, que era nuestro principal alimento, nos comíamos los tocones de los árboles recién cortados y hacíamos refresco para los niños con la resina. Ya el polvo rojo, incesante, lo acababa de cubrir todo, y nos levantaba y nos dejaba caer a un mar plomizo, vacío de peces, sin corales, llenos de desechos de las explotaciones del níquel que los tiraban por la noche y Flora y Fauna se hacía de la vista gorda. Todos iban vomitando por las calles, las tripas, el corazón, la vida misma. La piel se iba arrugando hasta llegar al hueso, una especie de nuevo cáncer que consumía a los hombres y mujeres desnudos que corrían detrás de las auras para comérselas. Y detrás un reguero de plumas sanguinolentas. Así quedó Moa después de la tala de los árboles.

El viento pesado arremolinándose polvoriento, los tocones grises dondequiera, los árboles y arbustos cortados de tajo y tirados al borde el camino. Locura. Esa sería la palabra con la que yo designaba el estado de todos los habitantes de Moa, hacha en mano, machetes, cuchillos, sierras eléctricas, navajas, viejas pistolas makarov: instrumentos útiles para el asesinato. Esa es otra palabra que me gusta porque no se podría designar de otra forma la tala de los árboles de la ribera del río que alguna vez fue navegable hasta la ciudad, los árboles que cubrían las casas, los pocos arbustos que quedaban en los parques. El secretario lo había dispuesto así para evitar amenazas ciclónicas, habían sido sus palabras textuales, con las cuales se ganó el apelativo de Fulanito el Leñador. Los proletarios no entendían como el corte de miles de pinos y casuarinas que beneficiaban a sus pulmones debía evitar los ciclones pero así lo había dicho el funcionario y así debían ser, y entonces tiraban sus hachas contra los cuerpos resinosos y le decían corta hacha, corta hacha, y esta hacía sola el trabajo; y así todos los días hasta que no quedó un árbol, mata o arbusto mediano en la ciudad sembrada de bloques grises, de viejos edificios Girón que se mojaban por todas partes. Esto era una tradición en Moa, allí habían existido varios dirigentes que habían hechos sus aportes a la ciudad, desde S. Parquecito, que había llenado el pueblo de pequeños, bellos e inútiles parques, hasta V. Fanguito que había arreglado algunos baches y calles, en un año de duro bregar donde todo estaba lleno de fango y polvo rojo.

DE LOS PROBLEMAS POLÍTICOS E IDEOLÓGICOS DE LOS LAGARTIJOS VERDES

 El Diablo y yo estábamos en el evento de pintura municipal, discutíamos, no recuerdo si sobre la fenomenología del espíritu de Husserl o sobre su amigo Kafka; argumentaba no sé qué cosas raras sobre la realidad, más impresionante que la literatura misma y me hablaba de cuando había conocido a Kafka, hombre de orejas puntiagudas, y lo había atormentado noche por noche con pesadillas llenas de cucarachas. Luego le había puesto por la mañana una viva en el tazón de leche que la mamá judía de Kafka le ponía como desayuno antes de irse para las sórdidas oficinas donde trabajaba. Pero ese día era la inauguración de una muestra de pintura en la galería de arte, que formaba parte del complejo del Sectorial de Cultura, una enorme y sólida herencia del realismo ruso, una copia liliputiense de la embajada rusa en La Habana. Ese día estaban todos expectantes frente a la galería, los jineteros, el Hombre Nuevo con su casco sucio bajo el brazo, la chiquita que se acostaba con los chilenos de la expansión, el dirigente de la fábrica, celular al costado y Mitsubishi plateado aguardando con los motores encendidos, en fin, la población de Moa. La cinta era de nailon rojo y decía en letras negras No pase y Stop. Esperábamos al alto dirigente que cortaría la cinta final para entrar al recinto, y este no aparecía, alguien protestaba a mi costado diciendo que es una falta de respeto que llegara tarde porque nos estaba haciendo esperar a todos y la gorda cuadro de Cultura dio el paso al frente diciendo que de seguro estaría en asuntos más importantes, gestionando el aceite de la comida o la leche en polvo para nuestros niños, además, compañera, prosiguió, los dirigentes no llegan tarde, se incorporan. Y al frente se iba llenando más de personas, hasta que llegó el otro cuadro en su yipe verde, un hombre de baja estatura, camisa de cuadros, carpeta deslucida bajo el sobaco sudado, bigote Jorge Negrete y cortó la cinta, pero antes de que eso ocurriera yo estaba dentro porque me habían llamado a una discusión con el director cochinito, un engendro pequeño de cara lechonil y con espejuelos verdes que dirigía la fábrica de chorizos culturosos de Moa, él decía que una obra tenía problemas políticos-ideológicos, y nosotros que explicara eso, que cómo una obra iba a tener problemas así, que a lo mejor las ollas arroceras y los DVDs pero no esa pintura y él señalaba al culpable, un cuadro surrealista que sobre el lienzo tenía pegadas hojas de papel del periódico oficial y sobre él pintada con óleo una ciudad destruida como por un terremoto y en llamas con unos lagartos verdes aterrorizados huyendo de la ciudad, y discutíamos y él se mantenía en su postura, hasta que sorpresivamente empezó a empujar con esfuerzo el piano, puso una silla, se subió en el piano (un pie sobre las teclas, sonido incluido) y arrancó los hilos que sostenían al cuadro en la pared, creando un vacío en ella que el público se preguntaba después donde estaba la pieza que anteriormente ocupaba ese lugar.

Miré de repente la entrada y allí estaba Rachel con su jeans gastado, y quise llegar hasta ella, olvidarme de esa algazara de pintores naif con faltas de ortografía que me rodeaba, olvidarme del Diablo, pero cuando logré salir afuera solo soplaba el maldito viento y el Che me esperaba sentado en uno de los banquitos fumando un gran tabaco que lo haría famoso en una de sus fotos de los años sesenta, ¿adonde fue?, pregunté y se empezó a reír con su risa amplia y comenzamos a buscarla por toda la ciudad, pasamos frente a la casa de cambio de divisas y un vendedor de dólares le cantaba a un grupo de pioneritos de pañoleta roja y sonrisa inocente que pasaba por allí, amiguitos vamos todos a comprar, porque tenemos el corazón feliz. Y el Che y yo huimos de esa terrible imagen y buscamos a Rachel por el Rincón de Pepe, una hondonada al lado del río con un ceiba enorme, donde estaban unos tristes borrachos bebiendo su ron en unos pomos plásticos de oscuro aspecto y cantaban acongojados que ellos seguían siendo los reyes aunque no tuvieran dinero. Tomamos un coche tirado por un jamelgo y el Che suspiró, en el Congo yo tenía uno así y alguien me dijo que si yo estaba loco, que hacía hablando solo. Nos bajamos en el antiguo Cansai y miramos las minas, esas heridas abiertas a Pacha Mama y sonreímos. La tierra estaba surcada como por mil explosiones, sobre las montañas se elevaban enormes fuegos y polvaredas y humos oscuros; las montañas vaciadas por monstruosas excavaciones y los hombres moviéndose entre ellas pareciendo una hilera de hormigas que trabajan sin saber por qué bajo el mando de la reina. Más acá la ciudad, un conglomerado de miserias humanas, con aceras irregulares y las calles trituradas por los pesados camiones de cargar níquel transitando sobre una increíble mezcla de fango, cascaras de yucas fermentadas y sudores. Había pocos faroles que apenas lograban alumbrar una hilera de casas de madera salpicadas de tierra roja, que constituían el centro de Moa. Ella es un fantasma me dijo el Che, no existe, no la busques más y se marchó a una de sus reuniones en el Banco Nacional de Cuba, a firmar billetes de tres pesos.

DEL QUÓRUM DE LAS ACTIVIDADES DE CULTURA

 Ese día conocí al Diablo. El Poeta me había dicho que fuera con él a escuchar unos poemas que había escrito un médico que estaba de misión y que cantaba a los pubis afeitados de las venezolanas y a las arepas, un voyage de forcé, una merde, me había dicho el Poeta, pero se lo habían encomendado en el Sectorial de Cultura y no podía hacer otra cosa porque lo amenazaron con no pagarle una Ley 35 que le debían y que era los míseros despojos con que Cultura pagaba su talento. E íbamos borrachos por la calle y no sé en qué momento éramos tres los que bebíamos el ron barato y gritábamos poemas de Bukoswski a los transeúntes que se quitaban asustados, y el Diablo, un adolescente rubio y delicado, le dijo algo a una vieja que pasaba y ella gritó, trío de borrachos asquerosos y lanzó una maldición sopera que de seguro está gravitando sobre mí todavía, y pasó una muchacha que estaba muy buena con su madre y el Diablo volvió a gritar madre vaya con Dios que yo me voy con su hija, y así pasamos el día en el Espigón, un gigantesco ranchón de guano a orillas del mar, hasta que el Poeta cayó borracho sobre la mesa y vomitaba y gritaba consignas patrióticas y lloraba y decía que le gustaban los hombres que la tenían grande. O todo a la vez. El Diablo de repente me miró sin embriaguez, y dijo, este lo que es maricón, pero es de los míos, luego dio un paso atrás, hizo una leve reverencia y se presentó. Hubo un instante en que yo lo pude ver tal como era, entre fuegos y gritos de los condenados en el infierno, hasta que recuperé su visión cotidiana y supe que los gritos de los condenados no eran tales, sino el pregón de un vendedor de plátano burro y alguna mujer a quien estaban golpeando, como cada día pasaba en Moa en cualquier lugar.

Y llegamos al lugar de la lectura. A los promotores de Cultura los habían amenazado con sancionarlos y botarlos del trabajo si ese día no reunían un público digno de las poesías del médico, una mayoría que llenara las sillas de la Casa de Cultura, y cuando llegamos estaban atiborradas. Ellos habían llevado allí a los alumnos de una escuela especial que había cercana y a los abuelos de un asilo. Y entre los Síndromes de Down, la Mediadora Ingenua, los retrasados mentales que babeaban constantemente, las promotoras culturales y las loquinas que nos miraban con lascivia nos sentamos el Diablo, el Poeta borracho y yo. A mi derecha estaba sentado un viejo vestido con unos pantalones rotos en las nalgas que cabeceaba constantemente y pegaba su barba mugrienta y apestosa a mi camiseta, y junto al Diablo una de las viejas grasientas que venden maní en el parque de las Tres Auroras, ella intentaba venderle un cucurucho al Diablo y a esto ni él podía negarse. Y comíamos maní mientras el médico misionero cantaba sus hazañas por Venezuela, y comíamos maní mientras una jinetera convencía a un turco y este se la llevaba en el Mitsubishi hasta el CUPET de la fábrica Che Guevara, y comíamos maní mientras el sol ya caía y Rachel pasaba frente a mí como una visión, como un fantasma de Canterville o como aquellas imágenes eróticas que tiene un templo indio en sus paredes y que se aparecían de vez en cuando en mis sueños. Pero soy tonto, no me levanté, no amigos míos, me quedé escuchando la perorata del director cochinito de Cultura, sobre las nuevas hordas de jóvenes destructores de arte que ya trabajaban en la Casa de Cultura y que le enseñarían a nuestros niños y adolescentes los arcanos de la danza, el teatro, la música, ah y la tristeza amigos, la simple tristeza. Salimos y el Diablo me tomó de la mano y volamos sobre la ciudad que intentaba dormir, yo veía a través de los techos de las casas, todas los pequeñas y grandes infortunios de los moenses, aquella que se vestía con zapatos adidas y cenaba un vaso de agua con azúcar; el Hombre Nuevo acostado de bruces sobre la mesa con una botella vacía y un vómito verdoso; el director cochinito que llegaba a su casa después de ver a su amante promotora de cultura y le decía a su horrible mujer que venía de una actividad que se había dado tan buena como hacía rato no ocurría, una buena actividad cultural que sin duda el pueblo de Moa agradecería; un enfermo de tisis, antiguo obrero de los hornos de las fábricas, acostándose y tosiendo, esputando su vida, sus vísceras, la tierra roja que había sido obligado a digerir, beber, respirar por años; en otro lugar eran felices, sus barrigas gordas, las papadas indecentes, el plato de comida lleno y los lapiceros y consignas a mano; allá hacían el amor sin deseos, hasta que la vi. Rachel estaba acostada en un segundo piso de un edificio gran panel y parece que soñaba con algo bueno porque se reía entre sueños y el flequillo rubio le bajaba hasta los labios y un seno blanco con una pequeña aureola rosada se le escapada debajo de la sábana y esa aureola parecía de momento todo para mí en el mundo, la leche, el cielo, la vida misma, esa aureola era la justificación mía para estar en ese terrible lugar, pero de repente ya no veía más nada porque el Diablo me llevaba sobre una de las industrias que expulsaban una ceniza fuliginosa por todas sus chimeneas, y yo pasé por entre la fumada y de pronto yo era negro, y el Diablo también, y veía su cola y su risa maléfica, debajo nuestro miles de hierros retorcidos, blasfemias, gritos, metal al rojo vivo, botas rotas.

Llegué cansado a mi cuarto, el Che jugaba ajedrez contra sí mismo y me miraba, la vi le dije, pero no pude alcanzarla, no la toqué y le detallé su pezón que ahora en la distancia me parecía un sueño de una noche de verano. Le describí sus irregularidades, sus líneas infinitas, su casi indescriptible color rosado o grana. Hubo un momento, comenté, que hubiera podido tocarlo pero sus trazos eran tan dispersos que parecía que estaba cerca y cuando extendía la mano me daba cuenta de que estaba a la izquierda o a la derecha o se desfiguraba como una figura surrealista de Dalí. Tenía, eso sí, cuatro pelitos rubios, casi invisibles sobre la piel blanca, pero nada más. Y ahora tocar esos pelitos era el fin de toda mi vida. El Che suspiró y estirando sus botas de campaña me invitó a una guerra a la que se iba, a liberar de la dictadura algún país de América Latina, sería el mejor remedio para olvidarme de ese pezón que ahora acostado pendía sobre mi cabeza como una espada de Damocles, y me dormí dulcemente pensando en ese saliente fresa que sobresalía del techo de mi cuarto.

LA SACERDOTISA LITERARIA

Ah, la Mediadora Ingenua, funcionaria de la Casa de Cultura municipal, una señora gorda de tetas caídas que mediaba entre el Dios-Literatura y nosotros, humildes amanuenses; una señora gorda cuya principal función era establecer las normas de los talleres literarios en el municipio y acostarse de vez en cuando con el director cochinito de Cultura. No tenía más funciones, pero era una especie de voz omnipresente que nos decía por donde iba la literatura, si por Buesa o por Cofiño.

Yo iba buscándola, yo iba evadiendo los baches, yo iba rehusando mirar los anaqueles llenos de latas de carne, pollo, aceite, queso de las tiendas de divisas, la peor tortura de los moenses.

Quería enseñarle un cuento que había escrito pero en la entrada de la Casa de Cultura me detuvo la CVP y me pidió el carnet, le dije que solo iba a ver a la especialista de literatura pero ella me dijo que para subir hacía falta un carnet que dijera que yo pertenecía al Taller Municipal de Literatura, y de pronto una voz aflautada repiqueteó en mi defensa detrás de mí, ¿y por qué un escritor debe mostrar un carnet?, ¿usted sabe, funcionaria, si Reinaldo Arenas tenía alguno?, y era mi ángel de la guarda, el Diablo y subimos juntos a ver a la Mediadora Ingenua dejando detrás a una perpleja CVP. Él se reía y se retorcía las manos con alegría, esto ya lo he dicho antes, confesó, sin vergüenza alguna por repetirse.

Allí arriba estaba la Mediadora Ingenua con Rachel, ella hablaba con ella, la tocaba y yo no sabía que decir. El Diablo me empujó metiéndome unos pesos convertibles en el bolsillo y yo me quedé sin palabras nuevamente. Y nos fuimos ella y yo a beber cerveza en el Rápido de la esquina, la cafetería de divisas llena de rastas, turcos, jineteras, dirigentes de las fábricas, chilenos, pingueros, canadienses, perros callejeros, locos y pedí dos cervezas. Alguien hacía una historia de una cruz que había existido sobre el puente de los Loros y que un conductor borracho la derribó trayéndonos la maldición a todos y de repente las latas de Bucanero empezaron a crecer en la mesa y yo era un Gulliver liliputiense que corría entre ellas sorteando obstáculos y los jineteros y el Diablo y todos apostaban a quién ganaría en la carrera, si yo o la enorme yuca que me perseguía y que amenazaba con aplastarme, y sentía dentro de mi cabeza que la yuca me hablaba, y me decía que el panteísmo era una doctrina que identificaba a Dios con el mundo y dios era una roca, un chivo, ella misma y eso era un castigo por mi concupiscencia y yo corriendo entre las latas, entre las cervezas de Cuba, ay tan cara y frías, los chavitos pasando encima de mí de mano en mano, las apuestas, hasta el borde de la mesa, casi me caigo y me caí, empujado por la esa maldita yuca que de seguro no se ablandaba.

Cuando me recuperé estaba en mi cuarto y el Che me daba unos masajes en el cuerpo, el alcohol es bueno me dijo, pero es como el espray para el asma, en pequeñas cantidades, ¿y ella?, pregunté. El viró la cara y me dijo, se va al más allá, ella no es de aquí, va pasar a otra vida.

Corrí al mar, que es el fin de todos los cubanos, esa leve circunstancia que nos rodea y que nos alimenta y que nos sala la vida, y solo quedaban los restos de la construcción de la balsa, unas gomas viejas y nada más.

Desde entonces no he regresado más a la Casa de Cultura de modelo soviético, sé que mi amigo el Diablo se ha marchado a seguir sus extensas conversaciones con Kafka en el infierno y los estudiantes me han dicho que por estas fechas se ha celebrado un aniversario más de la caída del Che Guevara en Bolivia. Cuando escuché esto me eché a llorar, y bajé corriendo al Teatro de Pueblo a ahogar mis penas con esta cerveza aguada que ahora bebo con mi reciente amigo, el Hombre Nuevo, que hace poco me ha confesado tímidamente que está enamorado del Poeta. Moa es una ciudad que se deshace poco a poco en la lobreguez del tiempo, se va confundiendo entre los gases de las descomunales fábricas de níquel y los gritos libidinosos de las jineteras y su séquito, pero por favor, yo quiero seguir pensado en un futuro mejor en contra de las opiniones de los funcionarios de Cultura y sus promotoras. Y de repente, saboreando la cerveza, he recordado oscuramente las primeras palabras del Hombre Nuevo y la tarde en que la rotonda se extendía frente a mí y el poeta, obcecado por unas nalgas gansteriles nos declamaba la Divina Comedia y yo viera al Diablo y a Rachel, riéndose juntos, y sus inmensos pezones rosados atravesando la blusa y diciéndome adiós desde la orilla del Norte revuelto y brutal que nos desprecia. Y el polvo rojo, incesante, cubriéndolo todo. Era eso en fin, la vida.

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