Poesía de Cuba
Poemas de Úrsula Céspedes
Úrsula Céspedes. Poetisa cubana, bayamesa, maestra por excelencia y fundadora de la Academia Santa Úrsula en Manzanillo, Cuba.
Úrsula Céspedes nace el 21 de octubre de 1832, en la Hacienda La Soledad, muy cercana a la ciudad de Bayamo, en el oriente cubano. Recibió la primera enseñanza en su propio hogar donde aprendió música y francés. En 1854 Úrsula visita Villa Clara, donde conoció a Ginés Escanaverino con quien, tres años después contrajo matrimonio. En 1858 obtiene el título de maestra y junto a su esposo, pensionado por el municipio, funda en Bayamo, La Academia Santa Úrsula para la enseñanza femenina. Se trasladaron a La Habana, donde permanecieron los años de 1863 a 1865. Posteriormente su esposo obtiene por oposición el cargo de director de la escuela superior para varones de San Cristóbal, Pinar del Río, donde Úrsula imparte clases para niñas en el mismo lugar.
Muertos sus hermanos y su padre, la persecución desatada contra su familia y la pérdida de todos sus bienes los hace trasladarse a Santa Isabel de las Lajas donde fallecería el 2 de noviembre de 1874.
A mi guitarra
Dulce encanto del alma, tú eres sola
la compañera de mis tristes penas:
tú acompañas mi voz, tierno bien mío,
cuando yo canto.
Tú eres mi amor, mi dicha y mi esperanza:
sólo en ti encuentro una ilusión ardiente,
y siempre sueño, cuando estoy dormida,
que estoy cantando.
Si en otros brazos te contemplo triste,
siento que el alma se desgarra y llora.
porque conozco, dulce lira mía,
que estás gimiendo.
¡Oh! nunca, nunca permitid, amiga,
que recorran tus cuerdas otras manos;
yo sola quiero sostener tu mástil
entre mis brazos.
Tú gimes, lira, cuando yo suspiro,
melancólicamente entre mis dedos,
y parece que gozas cuando alcanzo
algún contento.
Tú eras alegre y bulliciosa a veces,
otras tu son es lúgubre gemido,
luego parece que entusiasta expresas
dichas de amor.
Ya es tu sonido dulce y melancólico,
era furioso, irresistible y fuerte,
amargo y triste cuando a mi alma roe
dolor profundo.
¡Ah! Nunca debo permitir, bien mío,
que otros tus tonos deliciosos vibren;
mis dedos sólo tus divinas cuerdas
recorrerán.
¡Está dormida!
(En la corona fúnebre de mi querida y malograda
discípula, la Srta. doña Eudosia Palma y Pérez.)
No hagáis ruido, callad… está dormida
como un ángel de paz;
apartad esa luz enrojecida
de su cándida faz;
echad un velo, transparente y blanco
por su sien virginal,
mientras me acerco y de su mano arranco
el cirio funeral.
¿Por qué sollozos exhaláis del pecho,
si en cruel ingratitud
la pasáis de su dulce y blando lecho
a ese duro ataúd?
A qué abrir la ventana, ¿no es locura
exponerla al terral
que barre el suelo de la calle obscura
y traspasa el umbral?
Mas, perdonad mi delirante empeño,
haced lo que queráis;
yo velaré su misterioso sueño
que vosotros lloráis.
Ninguna nube, el azulado cielo
se mira obscurecer,
las blandas auras con su raudo vuelo
susurran como ayer.
Nada ha variado; con igual verdura
los árboles se ven;
y esa niebla que flota en la llanura,
flotó anoche también.
Mas suena una campana, da las once
con fatídico son;
¡ay! el agudo resonar del bronce
me rompe el corazón.
Pronto las cinco sonarán, la hora
que la hace despertar,
encendiendo la luz arrobadora
de su dulce mirar.
¡Oh!, yo la espero con los ojos fijos
casi fuera de mí,
como esperaban a Moisés sus hijos
al pie del Sinaí.
¿No es verdad que a las cinco, vida mía,
te vas a despertar,
como despiertan a la luz del día
las aves del pinar?
Yo no puedo partir si no te llevo;
por eso estoy aquí:
¿cómo el trabajo emprenderé de nuevo
si no estás junto a mí?
Cuando las gotas de sudor helado
resbalen por mi sien,
en tu rostro, risueño y sosegado,
resbalarán también.
Torna a mis ojos la perdida lumbre,
disipa mi ansiedad;
tu mirar de infinita mansedumbre,
de inefable piedad.
Mas, ya me canso de esperar: despierta
¡oh!, despierta, mi bien,
que ya del sol en la región desierta
los albores se ven.
Todo mi cuerpo desfallece y muere,
se hiela mi canción;
¡ay!, no sé lo que siento que me hiere
y arranca el corazón.
Ya es hora de partir: mi bien, despierta:
sólo espero por ti;
pero, ya lo recuerdo: estaba muerta
y yo no lo creí.
¡Muerta!; mentira… perderé la vida
si lo llego a pensar…
No hagáis ruido… callad… está dormida
como un ángel de, paz…!
El cementerio de La Habana
Aquí está el cementerio; mas en vino
buscan mis ojos en redor siquiera
la sombra de un ciprés;
aquí están los sepulcros, y mi mano
no halla una flor con que vestir pudiera
su estéril desnudez.
Ningún rumor se escucha; las abejas
de esta inmensa colmena, se han dormido
en sus celdas sin miel;
¿qué importan de los céfiros las quejas
entre las ramas del laurel florido,
ni qué el mismo laurel?
¡Muertos!, la paz que disfrutáis, empero,
en este rico panteón, me aterra,
me hiela de pavor:
pues yo para mi tumba mejor quiero
que estas puertas de jaspe, una de tierra,
un árbol y una flor.
¡Oh!, cuán solos estáis, qué silenciosa
ven de las tumbas vuestros ojos fijos
reinar la obscuridad!;
¡qué lejos está el esposo de la esposa!
¡qué apartada la madre de los hijos
que dejó en la orfandad!
¡Oh!, cuán solos estáis; la santa ofrenda
que a vuestro umbral depositó una madre,
la llevó el aquilón;
no hay un sollozo que las piedras hienda,
ni un dolor que los mármoles taladre
de esta yerta mansión.
Si abren las flores su argentado broche
y el Euro blando silencioso orea
las ramas de la vid;
si la lluvia de mayo por la noche
en vuestra losa sepulcral golpea,
¿qué os importa, decid?
¿Qué os importa, decid, que suave y lenta
resbale por los aires una nota
del arpa universal;
si sólo el estridor de la tormenta
o el granito que en mármoles rebota
pudierais escuchar?
¡Muertos!, la paz que disfrutáis, me aterra;
esos sepulcros en el muro fijos
me hielan de pavor:
yo no quiero en mi cuerpo más que tierra
empapada en el llanto de mis hijos,
un árbol y una flor!
El tiempo
(Fragmentos)
Vuelas ¡ay!, vuelas incansable y mudo
Como la eternidad que te circunda,
Con los brazos abiertos y extendidos
Para abarcar la inmensidad con ellos.
Minero infatigable,
Cada grano de arena que desprendes
Una sonrisa de placer te arranca,
Porque pasan los siglos y al fin miras
Desmoronados a tus pies los muros
Sobre mudos escombros levantados
De otros muros que fueron
Y vacilaron y a su vez cayeron.
Al pasar por su lado, silencioso,
Te saludan los bosques seculares
Inclinando sus copas, agostados
Por el gélido soplo de tu aliento;
Los peñascos vacilan en su base
Y rodando al abismo
En arena y en polvo se convierten,
Las aves descendiendo de las nubes
Desfallecidas sin aliento caen
Y se mezclan al cieno;
Las fieras de las selvas enmudecen
Y sin dientes ni garras
Abandonan las cumbres alterosas
Y se arrastran gimiendo por los valles;
Y a tus torvas miradas
Se derriban las torres desquiciadas.
Todo sucumbe; tus pisadas sordas
Marcan del hombre la orgullosa frente,
Que impávido se lanza,
Ya cubierto de gloria en los combates
De sangre y de matanza,
Ya de púrpura y oro en los salones,
De harapos y miseria entre la plebe,
De ignominia y baldón en las mazmorras.
Siempre soberbio y arrogante siempre,
Sigue midiendo su tortuosa vía,
Y aun encorvado por tu enorme peso,
Y la frente marchita y coronada
Por las hebras plateadas de tu manto,
Vuelve el rostro arrugado
Hacia los gustos del amor pasado,
Hasta que siente resbalar su planta
En los húmedos bordes de la tumba
Y ve que el astro de la suerte asoma:
Entonces fatigado
En tu profundo ceno se desploma.
Nada en el mundo tu poder resiste,
Impune delincuente,
Tus grandes alas impasibles bates
En la atmósfera helada de tus reinos,
Y en tu inmenso taller forjas los días,
Los años y los siglos
De escombros y de huesos coronados,
Que llegan silenciosos
Los unos tras los otros alineados
Al gran teatro del soberbio mundo
Contemplándole absortos los primeros,
Apagando las luces los segundos
Y los terceros como hambrienta hiena
Tragando espectadores,
Candelabros, actores,
Sangrientos dramas y terrible escena.
¡Padrón del infinito!
¿Cuántos crímenes, dime, has presenciado?
¿Cuántos grandes y reyes sepultados
Bajo ruinas de alcázares y tronos
Has visto sucumbir bajo los golpes
De alevoso puñal y del veneno?
Dime ¡cuántas supremas desventuras
Y bárbaros martirios han sufrido
Las míseras criaturas
Desde que el mundo germinó del caos
Y los hombres salvajes se internaron
En las selvas oscuras,
Donde rugiendo de impotente ira
Disputábanle al tigre y al leopardo
Los palpitantes restos del cordero,
Hasta que llenas de esplendor brillaron
Las luces del saber, y los humanos
Difundieron las leyes,
Reyes haciendo y destronando reyes?
Y vuelas ¡ay! y aun vuelas
Por los yermos espacios de los cielos,
Y rasga las tinieblas
La segur corruscante de los siglos,
Y con tus alas cobijando el mundo
Vuelas ¡ay! vuelas y mis tristes ojos
Doquier tus huellas sigilosas miran,
Mientras tétrica y muda
Espero que a su vez mi frente caiga
A tu golpe fatal; y cuando ansioso
Hayas sorbido los revueltos mares,
Pulverizado los eternos bronces,
Roído huesos, demolido escombros,
Y en sus ejes, impávido, hayas visto
Vacilar carcomido el Universo,
Desprenderse y rodar a los abismos
Con horrísono estruendo, dime Tiempo,
¿En qué te ocuparás? ¿dónde tu vuelo
Tenderás silencioso y vagabundo
Con doliente gemir? ¿tus mismas armas
Contra ti volverás, y condenado
También a perecer, daráste muerte…?
¡Ah! no ¡tiempo implacable!
Tú, sacudiendo las enormes alas
Llegarás ante Dios, y allí postrado
Con sorda voz le contarás tus triunfos;
Y él, al ver tu misión ya terminada,
Como a nuevo Luzbel hará que gimas
Del ángel vengador bajo las plantas
Sujeto eternamente;
Porque no mine su brillante trono,
Siempre incansable, tu terrible diente.
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