Poemas:
Epístola de antínoo
«Había mucho de angustia en mi necesidad de herir
aquella sombría ternura que amenazaba complicar mi vida.»
M. Yourcenar, Memorias de Adriano.
Tenía mi juventud, mi niñez casi,
y toda la belleza de la vida que empieza.
Libertad sin saberlo.
La tristeza de un sol que se apaga al ocaso
para volver de nuevo sobre montes y valles
más brillante, más dulce.
Tú eras el poder: hombres, legiones, reinos
a ti se doblegaban.
Tuyo era el placer, los amantes, la intriga
hasta llegar al crimen, a la sangre, la guerra.
Yo admiré todo eso, también tu inteligencia,
y me sentí halagado cuando tú me elegiste
para hablarme de amor,
de cosas ignoradas y apenas presentidas
cuando me entretenía en el vuelo de un pájaro
o en el canto de un grillo al caer de la tarde.
Cuánto aprendí contigo, amigo padre, amante.
Sólo empecé a temerte al descubrir tu miedo.
Supe que estabas solo. Habías elegido
hace mucho un destino: el que te condenaba
a ser dios, soberano;
el mismo que te trajo aquel día en Bitinia
a una fuente, a un patio, y hasta mi vida en fin.
Ya pasado algún tiempo odié tu indiferencia,
cuántas veces fingida, por el mundo, los hombres,
la adulación o el tiempo.
Ese afán de mostrarme de la vida lo oscuro,
la mentira, traiciones… Lo que yo presentía
y tan sólo se aprende al correr de los años.
Me estabas preparando para tu propio miedo.
Sentí piedad por ti.
Y te quise mostrar que podía enseñarte
algo que no sabías o ya no recordabas.
Lo que yo te ofrecí era el mejor regalo
y quizá el más terrible.
Porque tengo certeza de que al menos un tiempo
yo seré el soberano y tú tan sólo el hombre,
el amante que espera solo el postrer consuelo,
la hora del olvido.
No fue sólo soberbia. Yo te quise y lo sabes.
Con mi muerte renuncio a una tristeza áurea.
Huyo así de mi miedo y también de tu olvido.
De esa vida que tú me mostraste y presiento,
de los días sombríos, los míos y los tuyos.
Renuncio a todo eso, y aunque ahora te duela
y en medio del dolor me llames o maldigas,
en el futuro un día, cuando ya seas viejo,
recordarás a un joven que te amó y que quiso
recordarte que hay seres que aman y renuncian
sin esperar por ello fidelidad o gloria.
No, no es sólo soberbia. Es algo que te entrego
sabiendo de antemano que es terrible y precioso
porque es mi propia vida. No podrás rechazarla
tú que todo lo puedes.
Y con ella en tus manos olvidarás el miedo.
Itaca
Tal como prometió ha vuelto el rey de Ítaca.
Ha sido un largo viaje.
Por ti desafié la ira de los dioses.
Atrás quedaron tierras, caricias de otros brazos.
La música más bella que un mortal escuchara.
Hoy brilla el mismo sol en este hermoso cielo
que iluminó violento los días de mi dicha.
Bajo él vi muchachos que luego fueron hombres.
—Ambición y codicia cambiaron sus miradas
como cambian al mar el viento y las tormentas.—
Y aunque rogué a los dioses no ver esta mañana
de nada me ha servido.
Cumplido he mi destino: de mi astucia y mi fuerza
guardarán fiel recuerdo los hombres y los mares.
Todo valió la pena pues me esperaba Ítaca.
Mas Ítaca eras tú, mi prudente Penélope
que guardaste mi casa, defendiste mi hacienda.
Quien osó despojarnos lo pagó con la vida.
Al igual que esta tierra he sido sólo un sueño.
Demoré cuanto pude tu estancia lejos de ella.
Yo fui Circe, Nausícaa… Ítaca no existió.
Tu vuelta me condena al reino de las sombras.
Muertos los pretendientes ya todo es como antes.
Nada importa si el tiempo dejó huella en tu rostro:
para mí serás siempre aquella que me espera,
tejiendo mi regreso.
¿Los pretendientes, dices?… Soy demasiado vieja.
Casi no te recuerdo y nunca esperé a un héroe.
Sí, mi nombre es Penélope.
Biografía:
Teresa Ortiz (1950). Poeta española. Nació en Madrid en 1950. Periodista radiofónica y crítica social y política, publica sus primeros poemas en revistas como Fin de siglo y Litoral.