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Poesía de Chile

Poemas de Salvador Sanfuentes

Salvador Sanfuentes fue un destacado intelectual chileno del siglo XIX, que se desempeñó como poeta, traductor, abogado, político y magistrado. Nació en Santiago el 2 de febrero de 1817, hijo de Salvador Sanfuentes Urtetegui y María Mercedes Torres Velasco. Estudió en el Instituto Nacional y se tituló de abogado en la Universidad de Chile en 1842. Desde joven se dedicó al periodismo y la traducción, vertiendo al castellano obras de autores como Tasso, Virgilio, Tácito, Racine, Humboldt, Byron, Víctor Hugo y Voltaire.

Su obra poética se inscribe en el movimiento romántico de 1842, del que fue uno de los principales exponentes junto con José Victorino Lastarria y Guillermo Blest Gana. Su poema más famoso es El Campanario, una leyenda en verso publicada en el Semanario de Santiago en 1842, que narra la historia de un marqués que se enamora de una joven campesina y la rapta con ayuda de un fraile corrupto. El poema tiene un valor histórico por ser el primero que intenta crear una poesía nacional basada en las tradiciones locales. Otras obras poéticas de Sanfuentes son Inami, El bandido, Ricardo y Lucía y Huentemagu, inspiradas en los mitos indígenas recogidos por Ercilla y Oña.

Sanfuentes también tuvo una destacada carrera política y judicial. Fue oficial mayor del ministerio de Justicia, secretario general de la Universidad de Chile, intendente de Valdivia, diputado por Vallenar y Freirina, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública en dos ocasiones y juez de la Corte Suprema. Falleció en Santiago el 17 de julio de 1860, a los 43 años.

A la ermita de Egaña

Grato respira el amoroso viento
entre estas flores y hierbosos pardos,
y las fuentes con ecos regalados
dan al inquieto corazón contento.

Tiene la paz aquí su dulce asiento
y los sentidos todos sosegados,
a dulces ilusiones entregados
abren un campo hermoso al pensamiento.

¡Ah, quiera el cielo que yo logre un día
al dulce lado de una tierna esposa
tranquilo así pasar la vida mía!

Distante de la turba bulliciosa
un paraíso la tierra me sería,
viendo aumentarse nuestra llama hermosa.

EL CAMPANARIO

Canto primero:

Cuando el siglo dieciocho promediaba,
cierto Marqués vivía en nuestro suelo,
que las ideas y usos conservaba
que le legó su castellano abuelo:
quiero decir que la mitad pasaba
de su vida pensando en irse al cielo:
viejo devoto y de costumbres puras,
aunque en su mocedad hizo diabluras.

Y amaba tanto las usanzas godas,
que él hubiera mirado cual delito
el que se hablase de francesas modas,
o a París se alabase de bonito.

Sobre la filiación de casi todas
las familias de Chile era perito,
de cualquier conquistador la historia
recitaba fielmente su memoria.

Como era en esta ciencia tan adepto,
aducía argumentos con destreza
para hacer verosímil su concepto
de derivar de reyes su nobleza.
Nosotros hoy llamáramos inepto
al hombre que albergase en su cabeza
de loca vanidad tales vestigios;
mas esto era frecuente en otros siglos.

Y bien podía mi Marqués sin mengua
alarde hacer de pretensión tan loca,
porque él era muy rico, y ¿a qué lengua
no hace callar tan fuerte tapaboca?
En vano contra el oro se deslengua
un moralista, y su valor apoca:
lo que yo siempre he visto desde chico,
es que hace impune cuanto quiere el rico.

En el año una vez sus posesiones
visitaba el Marqués por el verano,
ejerciendo en sus siervos y peones
la amplia jurisdicción de un soberano;
y luego a los primeros nubarrones
que anunciaban el invierno cano,
exento de molestias y pesares,
tornaba con gran pompa a sus hogares.

Y ora mandando hacer un novenario
en que sonaban cajas y cohetes,
ora una procesión con lujo vario
de arcos triunfales, música y pebetes,
de admiración llenaba al vecindario,
y daba a las beatas y vejetes
para conversación fecundo tema
en que ensalzaban su piedad extrema.

Como ningún quehacer le daba prisa,
dormía hasta las ocho este magnate:
en su oratorio le decían misa,
y tomaba después su chocolate.
La comida a las doce era precisa,
y la siesta después, y luego el mate,
y tras esto, por vía de recreo,
iba a dar en calesa su paseo.

A oraciones se vuelve, y si del templo
llama a Escuela de Cristo el campanario,
el Marquésy los suyos dan ejemplo
de infalible asistencia al vecindario.
Si no hay distribución, ya le contemplo
rezar con la famillia su rosario,
y luego ir a palacio diligente
para hacerle la corte al Presidente

A las diez de la noche se despide,
sin propasarse un punto de esta hora,
y vuelto a su mansión, la cena pide,
porque ya el apetito le devora.
Con su cuerpo en seguida un lecho mide,
donde cabrían bien sus cuatro ahora,
y viniéndole el sueño dulce y blando,
a las once el Marqués se halla roncando.

Tenía este dichoso personaje
un hijo y una hija; y al primero,
por no hacer una injuria a su linaje,
sólo de paso describir yo quiero;
leía no muy bien: su aprendizaje
de la escritura fue tan pasajero,
que en vez de letras con trabajo hacía
garabatos sin ley ni ortografía.

En la aula de un convento procuróse
que aprendiese a Nebrija de muchacho;
pero en llegando a quis vel qui, estancóse,
sin poder digerir aquel empacho.
Al fin su sabio preceptor cansóse,
y recibió el alumno su despacho
para vivir, cual viven tantos otros,
laceando vacas y domando potros.

¡Valientes ejercicios!, a los cuales
se aficionó bien pronto a tal extremo,
que el andar en rodeos de animales
era su dicha y su placer supremo.
Con tal educación, con gustos tales,
muchos lectores pensarán, yo temo,
que cuando Cosme a la ciudad venía,
en sociedad ridículo sería.

¡Error!, ¡solemne error! Desde el momento
que el señorito Cosme se mostraba,
la atención general y el rendimiento
de su persona en rededor volaba:
el mismo sexo hermoso, ¡qué portento!,
con su conversación se deleitaba,
aunque hablar de otra cosa no le oyera,
que de pechadas, lazos, y carrera.

¡Tanto es lo que valía y lo que vale
ser hijo de Marqués! Mas si discurro
mucho tiempo sobre esto, el cuento sale
muy prolongado, y al lector aburro.
Así, evitando que mi esplín se exhale
en duras voces, a pintar me escurro
a la bella Leonor, digna, por cierto,
de tener un hermano más despierto.

A su edad, si la cuenta bien se ajusta,
para enterar dieciocho poco falta.
Su estatura es crecida: a mí me gusta
como a lord Byron la mujer que es alta;
y no se tache esta opinión de injusta,
que en pigmea mujer nunca resalta
ese gentil y seductor donaire,
de que habla aquel proverbio: amor es aire.

Su delicado talle es tan esbelto,
que sin duda las Gracias le han formado:
breve es su planta, su ademán resuelto,
y su seno gracioso y abultado:
cuando el negro cabello ondea suelto
alrededor del cuello torneado,
ver en todo su cuerpo me imagino
la obra mejor del Hacedor Divino.

Luce en sus ojos el color obscuro,
pero chispeando de celeste fuego,
y su mirada al corazón más duro
en blanda cera lo convierte luego.
Más ¿habré de meterme en el apuro,
yo, pobre bardo que a escribir me entrego,
cuando ya tantos otros han escrito,
de pintar lo que miles han descrito?

Frente espaciosa, y un si es no es henchida,
en que los signos del talento lucen,
boca pequeña y a la vez pulida,
donde las perlas y el coral relucen:
tanta gracia mil veces repetida,
que los poetas sin cansarse aducen
para pintar sus bellas heroínas,
son, describiendo a mi Leonor, mezquinas.

Baste, pues, sobre prendas corporales,
y hablemos de su noble entendimiento,
que es como fértil planta entre breñales
nacida sin cultivo ni fomento;
mas su despejo y su vigor son tales,
que a tener el más leve pulimento,
daría en profusión rico tributo
de sazonado y exquisito fruto.

Por desgracia, en los tiempos de que trato
poco servían tan brillantes dotes,
y era en las niñas excesivo ornato
el saber algo más que hacer palotes:
coser, bordar y por la noche un rato
leer devotamente unos librotes
donde raros prodigios se ingirieran,
los ejercicios femeniles eran.

Y si Leonor tenía letra hermosa,
era porque copiaba de contino
novenas que su madre religiosa
juzgaba flores del amor divino;
y siempre que ocurría alguna cosa
en que importaba el escribir con tino,
desde el amo de casa hasta el sirviente,
hacían de Leonor su confidente.

Un viejo motilón, que era muy diestro
en tocar en el órgano una misa,
y con su canto lúgubre y siniestro
causaba a veces a los niños risa,
fue de clave y de canto su maestro,
y si bien la enseñanza anduvo a prisa,
de tal manera adelantó la dama,
que hizo adquirir al motilón gran fama.

En casa de Leonor no se permite
visitar sino a Condes y Marqueses;
gente de estado llano no se admite,
sino por grande precisión a veces.
El padre confesor hace en desquite
mas de veinte visitas en dos meses
y siempre su persona gorda y santa
a la familia con su vista encanta.

Pues si bien su moral es algo estricta,
son sus discursos fáciles y amenos,
y al mismo tiempo que consejos dicta,
cuenta pasajes de chuscadas llenos.
Y sobre todo su elocuencia invicta
parece despedir rayos y truenos,
cuando por blanco de su arenga toma
a los herejes que condena Roma.

Este oráculo vivo de la casa
del Marqués, tiene en ella tal imperio,
que por precepto incuestionable pasa
cuanta regla prescribe su criterio;
con cuidado especial no se traspasa
lo que él decide sobre baile serio,
siendo sólo el minuet lícita danza,
e invención infernal la contradanza.

En los días también de alguna fiesta
dice que puede haber gran manducacio,
y mesa de manjares bien repuesta,
pero con el licor se ande despacio:
que haya un poco de canto, que haya orquesta,
mas que se deje suficiente espacio
entre ambos sexos, pues la vil lujuria
con la proximidad se vuelve furia.

Y a las diez de la noche cada uno
se retire a su casa sin desvelo,
que el pasar de esta hora es importuno
y anuncia planes que reprueba el cielo.
Yo estoy con este padre: yo me aduno
a los consejos de su santo celo,
y de ver tal mutación en años pocos,
exclamó: “¡Oh tempora corrupta! ¡Oh locos!”

Vivió Leonor tranquila y satisfecha
en tan mística vida algunos años.
A pesar que ha llegado ya a la fecha
en que amor suele hacer terribles daños,
y en la niña a la virtud más hecha,
por más que la refiera desengaños,
empieza a desear con ansia mucha
triunfar de un pecho en amorosa lucha.

Llegando a tal edad, la mujer siente
una vaga inquietud, gustosa mira
de dos palomas el cariño ardiente,
y apartando los ojos, ¡ay!, suspira;
ama a los niños con ardor vehemente,
y su inocencia encantadora admira;
se vuelve hacia un espejo, y se alboroza
al notar con rubor que es buena moza.

Y luego va a mirar si está el zapato
ajustado a su pie; si el chal es rico:
examina el vestido un largo rato,
y abre y cierra con gracia el abanico;
se hace de crespos un pomposo ornato,
y ufana se acomoda el sombrerico;
y al fin, después de agitación tan viva,
viene a quedarse mustia y pensativa.

Mas Leonor no ama aún: no, quien lo crea
se engañará por cierto; ella conoce
de Condes y Marqueses la ralea,
pero la encuentra insoportable, atroce;
y por más bellos jóvenes que vea
de una clase inferior, los desconoce,
e imbuida en las ideas de su rango,
cree que es fijar sus ojos en el fango.

Ella siente que falta algún encanto,
para ser más completa su ventura;
mas de advertir cuál! sea dista tanto,
que se jacta de ser cual bronce dura.
Viendo tal perfección, lleno de espanto
dice su confesor que alma tan pura
no ha encontrado jamás desque confiesa,
y que al fin ha de ser una abadesa.

Por mi parte, doctores, es preciso
confesaros que pienso de otro modo,
y de un sabio francés sigo el aviso,
pues que se amolda a mi experiencia en todo.
Dice, pues, la Bruyere en su conciso
lenguaje, que a mis versos acomodo,
que la mujer que de tibieza charla,
aún no ha visto al que debe enamorarla.

Y prueba con un caso sucedido
en la ciudad de Esmirna a cierta dama,
que niña que hasta tarde no ha querido,
cuando llega a querer, de veras ama;
y las aguas del ancho mar tendido
no son bastantes a extinguir su llama.
¡Ojalá que esta máxima absoluta
la desmienta Leonor con su conducta!

Lo vamos pronto a ver, porque se acerca
la hora decisiva de su suerte,
y si aún consigue mantenerse terca,
ya diré con razón que es mujer fuerte.
Figúrese el lector que ya está cerca
el día del Marqués, que de su inerte
reposo él sale, y quiere que haya boda
a que se invite la nobleza toda.

Brillando como el día los salones
me imagino ya ver con los reflejos
que despide la luz de los blandones,
repetida en finísimos espejos.
Las techumbres ornarlas de florones
y portentosos figurones viejos,
mas de ricos dorados esmaltadas,
se atraen de los curiosos las miradas.

Ocupan los asientos de cojines
las damas de purísimo linaje
con ricos y plegados faldellines
y ligeras mandilas por ropaje.
Los adornos de perlas y rubines,
el bordado de plata y el encaje
con que su lujo y su riqueza ostentan,
de sus encantos el poder aumentan.

Sentado en un macizo taburete,
y de grandes señores rodeado,
preséntase el Marqués con más copete
Que si fuera un monarca coronado;
parece tener algo que le inquiete,
porque ya varias veces ha cortado
el hilo del discurso de improviso,
y se ha puesto a escuchar como indeciso.

De conjeturas se halla en un barullo,
porque en venir el Presidente tarda,
cuya honrosa visita con orgullo,
por un aviso anticipado aguarda;
y si un leve rumor, cualquier murmullo
hiere su oído, que se encuentra en guarda
con dulce sobresalto se detiene
creyendo ya que Su Excelencia viene.

Ultimamente un ruido no engañoso
de coche y de caballos se percibe:
“¡El Presidente”, grita sonoroso
clamor al punto, y el Marqués revive.
Con los demás señores presuroso
se precipita hacia el zaguán, recibe
en él al noble amigo, y muy ufano
le va llevando adentro de la mano.

Pronto al salón do en impaciencia viva
las señoras esperan su llegada,
don Antonio Gonzaga y comitiva,
hacen con pompa y majestad su entrada.
Era el tal don Antonio de atractiva
presencia y de estatura algo elevada,
cortés, afable y amador de gloria,
según le pinta la chilena historia.

Pero a pesar de ser tan halagüeño
y popular su trato, bien se observa
en cierto aire sombrío de su ceño,
que un mal oculto su interior reserva:
el ver frustrado el favorito empeño
de hacer vivir en pueblos la caterva
de indomables indígenas, le causa
dolor que mina su salud con pausa.

Gran uniforme viste, y rico manto
bordado de oro el personaje tiene,
sobre cuyas labores con encanto
la vista de las damas se detiene.
En pos de él, aunque no con lujo tanto,
lucida escolta de oficiales viene,
jóvenes, viejos y de edad mediana,
que han sido asombro de la hueste indiana.

Entre ellos se halla uno, a quien parece
un cariño especial tener Gonzaga,
joven gallardo, que en su aspecto ofrece
cuanto al capricho mujeril halaga:
el valor en sus ojos resplandece
si corre al campo de la lid aciaga,
mas si a un estrado por ventura asoma,
tiene el blando mirar de la paloma.

De castaño color es el cabello
que cubre su cabeza en leve rizo,
de extraña agilidad su cuerpo bello,
y su conversación llena de hechizo,
Un clásico poeta al conocerlo,
diría pronto que el amor lo hizo,
a fin de que las damas insensibles
aprendiesen a ser más accesibles.

Tal fue el joven a quien el Presidente,
luego que se sentó, llamó a su lado;
y al Marqués que le asiste diligente,
presenta el oficial afortunado,
diciendo: “Amigo mío, este valiente
joven, que siempre como a hijo he amado,
es el ilustre capitán Eulogio,
de que os hablé mil veces con elogio.

Es el que me ha sacado del barranco
en que he estado metido sin remedio,
y derrotando al fiero Curiñanco,
libró a Cabrito de su duro asedio.
En vano de mil tiros se hizo el blanco,
rompiendo con sus bravos por el medio
del ejército infiel que a Angol cercaba,
pues su próspera suerte le guardaba.

Para honor de su patria. Bien merece
que le titule Salvador la España.
¡Gloria al mancebo que tan pronto ofrece
a nuestra imitación tan noble hazaña!”
Así dice Gonzaga, y se enternece,
ocasionando admiración extraña
con su tierno discurso laudatorio,
a todo el nobilísimo auditorio.

La vista general clavóse al punto
en el joven así favorecido,
y todos alabaron el conjunto
de las prendas que Dios le ha concedido.
Mas Eulogio entretanto era el trasunto
de un hombre que se encuentra confundido,
y no hallando expresión que satisfaga,
con cortesías respondió a Gonzaga.

También le hizo el Marqués gran agasajo,
aunque fue más forzado que sincero,
porque al momento a su memoria trajo
que Eulogio no era un noble caballero;
y aunque es verdad que en su linaje bajo
se podía citar más de un guerrero
que se cubriera de esplendente gloria,
ésta no era bastante ejecutoria.

Dióle las gracias el garzón modesto
por la falsa afección que le mostraba
y de aquel sitio retiróse presto,
porque en completo aturdimiento estaba.
Pero ya Leonor, ¡ trance funesto !,
no sé qué cosa en su interior notaba
que daba a sus ideas raro giro;
ello es que sin querer lanzó un suspiro.

Y a una amiga de su íntima confianza
que allí se hallaba, con misterio dijo:
“Lástima es que ese joven de esperanza
no sea de ascendientes nobles hijo.”
Que la respuesta fue maligna chanza,
esto cualquiern lo tendrá por fijo,
y con sorpresa tal llena de susto,
hizo Leonor un gesto de disgusto.