Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Saint-John Perse

Marie René Auguste Alexis Léger, más conocido bajo el enigmático seudónimo de Saint-John Perse, fue un poeta del exilio y la vastedad, un arquitecto del verbo que supo alzar su palabra por encima de fronteras y océanos. Nació el 31 de mayo de 1887 en la caribeña Guadalupe, tierra de luz y tormenta que impregnó su imaginario con la cadencia del viento y la inmensidad del mar. Pero si la isla le brindó su primer aliento poético, fue en Francia donde su destino se forjó entre leyes y versos.

El joven Léger fue arrancado de su Edén natal en 1899, cuando su familia, en plena convulsión política, emigró a Pau. Este desarraigo temprano marcó su obra con una nostalgia luminosa, la de quien ha visto la plenitud y la añora sin remedio. Entre sus estudios en Burdeos y su paso por los círculos literarios, conoció a figuras como Paul Claudel, Valery Larbaud y André Gide, quienes reconocieron en él a un creador de imágenes fulgurantes. Con apenas veinticuatro años, publicó Éloges (1911), un poemario inaugural que revelaba su asombrosa capacidad para la exaltación sensorial.

Más allá de las letras, el destino lo llevó a las filas de la diplomacia francesa. Desde 1914 hasta 1940, su vida se entrelazó con la geopolítica, recorriendo España, Alemania, Reino Unido y, sobre todo, China, donde sirvió como secretario de la embajada en Pekín. En el lejano Oriente, la presencia de Madame Dan Pao Tchao adornó los rumores sobre su vida privada, pero fue su encuentro con Paul Valéry lo que selló su destino literario: en 1924 vio la luz Anábasis, su poema épico y errante, donde la imagen del viajero resuena con una potencia indomable.

Desde su puesto como secretario general del Ministerio de Asuntos Exteriores, fue testigo y protagonista de las tensiones previas a la Segunda Guerra Mundial. Enemigo declarado del nazismo, fue destituido en 1940 y privado de la nacionalidad francesa por el régimen de Vichy. Expulsado de su país, encontró refugio en Washington D. C., donde el exilio se convirtió en su patria definitiva. Fue en tierras americanas donde su voz se elevó con una renovada intensidad: Exilio (1942), Lluvias (1943), Nieves (1944), Vientos (1946), cada poema un eco de su errancia, cada verso una cartografía del espíritu.

El reconocimiento no tardó en llegar. En 1960, Saint-John Perse recibió el Premio Nobel de Literatura, un galardón que consagró su singularidad dentro de la poesía universal. Su discurso de aceptación, un modelo de elocuencia y fervor, selló su legado como uno de los grandes exploradores del lenguaje. Aún en los últimos años, su voz no se apagó: Crónica (1960), Pájaros (1963), Canto por un equinoccio (1971) fueron nuevas odiseas verbales, signos de un espíritu inextinguible.

Falleció el 20 de septiembre de 1975 en su retiro de Giens, Francia, dejando tras de sí un universo poético sin igual, donde el verbo es viento, horizonte y marejada. Saint-John Perse fue un poeta de la intemperie, un artífice de la vastedad, un exiliado que convirtió su errancia en inmortalidad.

El libro

Y qué queja entonces en boca del lar, una noche
de largas lluvias en marcha hacia la ciudad, removía
en tu corazón el oscuro nacimiento del lenguaje:
“…De un luminoso exilio -y más lejano ya que la rodante tempestad
-¿cómo guardar las vías, ¡oh Señor!, que me habíais entregado?
“…¿Sólo me dejarás esta confusión de la noche,
después de haberme, en un tan largo día, nutrido con la sal de tu soledad,
“testigo de tus silencios, de tu sombra y de tus grandes gritos? ”

-Así te quejabas, en la confusión de la noche.
Pero bajo la oscura ventana, ante el lienzo de muro frontero,
cuando no podías resucitar el esplendor perdido,
abriendo el Libro,
paseabas un desgastado dedo por sobre las profecías,
y luego, fija la mirada en el espacio, esperabas el instante de la partida,
el levantarse del gran viento que te desellaría de un golpe,
como un tifón, partiendo las nubes ante la espera de tus ojos.

Para celebrar una infancia

¡Palmeras…!
Entonces te bañaban en el agua de hojas verdes;
y era también el agua verde sol, y las sirvientas de tu madre,
altas mozas lucientes, meneaban sus cálidas piernas cerca de tu temblor…
(Hablo de una alta condición, antaño, entre los trajes, en el reino de gigantes claridades.)

¡Palmeras…! ¡y la dulzura
de una vejez de las raíces…! la tierra
entonces deseó ser más sorda, y el cielo más
profundo en donde los árboles demasiado grandes,
fatigados de un oscuro designio, anidaban un pacto
inextricable…
(He tenido este sueño, en la estimulación: una segura
permanencia entre las telas entusiastas.)
Y las altas
raíces curvadas celebraban
la partida de los prodigiosos caminos, la invención de las bóvedas y las naves,
y la luz entonces, en más puros hechos fecunda,
inauguraba el blanco reino al que lleve tal vez un cuerpo sin sombra…
(Hablo de una alta condición, antaño, entre hombres y sus hijas, que masticaban cierta hoja.)
Entonces, los hombres tenían
una boca más grave, las mujeres tenían brazos más lentos;
entonces, de nutrirse como nosotros las raíces, grandes bestias taciturnas se ennoblecían;
y más largos sobre más sombra se levantaban los párpados…
(Tuve ese sueño, nos ha consumido sin reliquias.)

El muro

El lienzo de muro está enfrente, para conjurar el círculo de tu sueño.
Pero la imagen lanza su grito.
La cabeza contra una oreja del sillón grasiento, exploras tus dientes
con tu lengua: el sabor de las grasas y las salsas infecta tus encías,
y sueñas con las nubes puras sobre tu isla, cuando el alba verde
crece lúcida en el seno de las aguas misteriosas.
Es el sudor de las savias en exilio, la suarda amarga de las plantas silicuosas,
la insinuación acre de los manglares carnosos y la ácida delicia
de una negra sustancia en las vainas.
Es la miel silvestre de las hormigas en las galerías del árbol muerto.
Es un sabor de fruto verde que acidula el alba que bebes:
el aire lechoso enriquecido con la sal de los alisios…
¡Alegría!, ¡oh alegría desatada en las alturas del cielo!
Las telas puras resplandecen, los invisibles atrios están sembrados de hierbas
y las verdes delicias del suelo se pintan al siglo de un largo día.

La ciudad

La pizarra cubre sus techos, o bien la teja en que vegetan los musgos.
Su aliento se vierte por el tiro de las chimeneas.
¡Grasas!
¡Olor de los hombres ungidos, como de un soso matadero!,
¡agrios cuerpos de las mujeres bajo las faldas!
¡Oh ciudad contra el cielo!
Grasas, aspirados alientos, y el vaho de un pueblo contaminado
-pues toda ciudad se ciñe de inmundicia.
Sobre la lumbrera del tenderete -sobre los cubos de basura del hospicio
-sobre el olor de vino azul del barrio de los marineros
-sobre la fuente que solloza en los patios de la policía
-sobre las estatuas de piedra mohosa y sobre los perros vagabundos
-sobre el chiquillo que silba, y el mendigo cuyas mejillas tiemblan
en la cavidad de las mandíbulas,
sobre la gata enferma que tiene tres pliegues en la frente,
la noche desciende, entre el vaho de los hombres…
-La Ciudad por el río mana hacia el mar como un absceso…
¡Crusoe! Esta noche, cerca de tu Isla, el cielo que se aproxima loará al mar,
y el silencio multiplicará la exclamación de los astros solitarios.
Corre las cortinas; no enciendas:

Es la noche sobre tu Isla y en su contorno, aquí y allá,
dondequiera se curva el impecable vaso del mar;
es la noche color de párpados, sobre los caminos entretejidos del cielo y del mar.
Todo es salado, todo es viscoso y pesado como la vida de los plasmas.
El pájaro se arrulla en su pluma, bajo un sueño aceitoso;
el fruto vano, sordo de insectos cae en el agua de las caletas, cavando su ruido.
La isla se adormece entre el circo de vastas aguas,
lavada por cálidas corrientes y grasas lechadas,
en la frecuentación de légamos suntuosos.
Bajo los manglares que lo fecundan, lentos peces entre el cieno
han descargado burbujas de su cabeza chata; y otros que son lentos,
manchados como reptiles, velan. -Los légamos son fecundados.
-Oye chasquear a las huecas bestias en sus conchas.
-Sobre un trozo del cielo verde hay un humo apresurado
que es el enmarañado vuelo de los mosquitos.
-Los grillos bajo las hojas se llaman dulcemente.- Y otras bestias que son dulces,
atentas a la noche, cantan un canto más puro que el anuncio de las lluvias:
es la deglutición de dos perlas hinchendo su gollete amarillo…
¡Vagido de las aguas girantes y luminosas!
¡Corolas, bocas de moaré: el duelo que apunta y se ensancha!
Son grandes flores móviles en viaje, flores vivientes para siempre,
y que no cesarán de crecer por el mundo…
¡Oh el color de las brisas circulando sobre las aguas calmas,
las palmas de las palmeras que se menean!
Y ni un lejano ladrido de perro que signifique la choza;
que signifique la choza y el humo de la tarde
y las tres piedras negras bajo el olor de pimiento.
Pero los murciélagos cortan la noche blanda con pequeños gritos.

¡Alegría!. ¡oh alegría desatada en las alturas del cielo!

…¡Crusoe!, ¡estás ahí! y tu rostro se ofrece a los signos de la noche,
como una invertida palma de la mano.

Imágenes para Crusoe

1. Las campanas

Anciano de manos desnudas
repuesto entre los hombres, ¡Crusoe!
llorabas, imagino, cuando desde las torres de la
Abadía, como un flujo, se derramaba el sollozo de
las campanas sobre la Ciudad…
¡Oh Despojado!
Llorabas recordando los rompientes bajo La luna;
los silbos de más distantes riberas; las músicas extrañas
que nacían y se asordaban bajo el ala cerrada de la noche,
semejantes a los encadenados círculos que son las
ondas de una concha, a la amplificación de clamores bajo la mar.

2. El muro

El lienzo de muro está enfrente, para conjurar el círculo de tu sueño.
Pero la imagen lanza su grito.
La cabeza contra una oreja del sillón grasiento, exploras tus dientes
con tu lengua: el sabor de las grasas y las salsas infecta tus encías,
y sueñas con las nubes puras sobre tu isla, cuando el alba verde
crece lúcida en el seno de las aguas misteriosas.
Es el sudor de las savias en exilio, la suarda amarga de las plantas silicuosas,
la insinuación acre de los manglares carnosos y la ácida delicia
de una negra sustancia en las vainas.
Es la miel silvestre de las hormigas en las galerías del árbol muerto.
Es un sabor de fruto verde que acidula el alba que bebes:
el aire lechoso enriquecido con la sal de los alisios…
¡Alegría!, ¡oh alegría desatada en las alturas del cielo!
Las telas puras resplandecen, los invisibles atrios están sembrados de hierbas
y las verdes delicias del suelo se pintan al siglo de un largo día.

3. La ciudad

La pizarra cubre sus techos, o bien la teja en que vegetan los musgos.
Su aliento se vierte por el tiro de las chimeneas.
¡Grasas!
¡Olor de los hombres urgidos, como de un soso matadero!,
¡agrios cuerpos de las mujeres bajo las faldas!
¡Oh ciudad contra el cielol
Grasas, aspirados alientos, y el vaho de un pueblo contaminado
-pues toda ciudad se ciñe de inmundicia.
Sobre la lumbrera del tenderete -sobre los cubos de basura del hospicio
-sobre el olor de vino azul del barrio de los marineros
-sobre la fuente que solloza en los patios de la policía
-sobre las estatuas de piedra mohosa y sobre los perros vagabundos
-sobre el chiquillo que silba, y el mendigo cuyas mejillas tiemblan
en la cavidad de las mandíbulas,
sobre la gata enferma que tiene tres pliegues en la frente,
la noche desciende, entre el vaho de los hombres…
-La Ciudad por el río mana hacia el mar como un absceso…
¡Crusoe! Esta noche, cerca de tu Isla, el cielo que se aproxima loará al mar,
y el silencio multiplicará la exclamación de los astros solitarios.
Corre las cortinas; no enciendas:

Es la noche sobre tu Isla y en su contorno, aquí y allá,
dondequiera se curva el impecable vaso del mar;
es la noche color de párpados, sobre los caminos entretejidos del cielo y del mar.
Todo es salado, todo es viscoso y pesado como la vida de los plasmas.
El pájaro se arrulla en su pluma, bajo un sueño aceitoso;
el fruto vano, sordo de insectos cae en el agua de las caletas, cavando su ruido.
La isla se adormece entre el circo de vastas aguas,
lavada por cálidas corrientes y grasas lechadas,
en la frecuentación de légamos suntuosos.
Bajo los manglares que lo fecundan, lentos peces entre el cieno
han descargado burbujas de su cabeza chata; y otros que son lentos,
manchados como reptiles, velan. -Los légamos son fecundados.
-Oye chasquear a las huecas bestias en sus conchas.
-Sobre un trozo del cielo verde hay un humo apresurado
que es el enmarañado vuelo de los mosquitos.
-Los grillos bajo las hojas se llaman dulcemente.- Y otras bestias que son dulces,
atentas a la noche, cantan un canto más puro que el anuncio de las lluvias:
es la deglutición de dos perlas hinchendo su gollete amarillo…
¡Vagido de las aguas girantes y luminosas!
¡Corolas, bocas de moaré: el duelo que apunta y se ensancha!
Son grandes flores móviles en viaje, flores vivientes para siempre,
y que no cesarán de crecer por el mundo…
¡Oh el color de las brisas circulando sobre las aguas calmas,
las palmas de las palmeras que se menean!
Y ni un lejano ladrido de perro que signifique la choza;
que signifique la choza y el humo de la tarde
y las tres piedras negras bajo el olor de pimiento.
Pero los murciélagos cortan la noche blanda con pequeños gritos.

¡Alegría!. ¡oh alegría desatada en las alturas del cielo!

…¡Crusoe!, ¡estás ahí! y tu rostro se ofrece a los signos de la noche,
como una invertida palma de la mano.

4. Viernes

¡Risas bajo el sol,
marfil genuflexiones tímidas, las manos en las cosas de la tierra…
¡Viernes!, ¡qué verde era la hoja, y qué nueva tu sombra,
las manos tan largas hacia la tierra cuando, cerca del hombre taciturno,
meneabas bajo la luz la azul corriente de tus miembros!
-Ahora te han obsequiado un rojo andrajo.
Bebes el aceite de las lámparas y robas en la despensa;
deseas las faldas de la cocinera que es gorda y olorosa pescado;
miras en el cobre de tu librea tus ojos que se han hecho embusteros
y tu risa, viciosa.

5. El loro

Este es otro.
Un marino tartamudo lo había dado a la vieja que lo venció.
Está sobre el rellano, cerca de la lumbrera, allí donde se mezcla al negror
la sucia bruma del día color de callejón.
Con un doble grito, a la noche, te saluda, Crusoe,
cuando, subiendo de las letrinas del patio,
abres la puerta del pasillo y levantas ante ti el astro precario de tu lámpara.
Vuelve su cabeza para volver su mirada.
Hombre de la lámpara, ¿qué quieres de él?…
Miras el ojo redondo bajo el polen averiado del párpado;
miras el segundo círculo como un anillo de muerta savia.
Y la pluma enferma se remoja en el acuoso excremento.
¡Oh miseria! Apaga tu lámpara, El pájaro lanza su grito.

6. El parasol de piel de cabra

Está entre el olor agrio del polvo, bajo el alero del granero.
Está bajo una mesa de tres patas: está entre la caja de arena para la gata
y el tonel desaherrojado en que se hacina la pluma.

7. El arco

Ante los silbos del hogar, transido bajo tu hopalanda floreada,
miras ondular las dulces aletas de la llama.
-Pero un chasquido agrieta la cantante sombra: es tu arco, guindado,
que se rompe. Y se abre a todo lo largo de su fibra secreta,
como la vaina muerta en las manos del árbol guerrero.

8. La semilla

En una maceta la enterraste: la purpúrea semilla
adherida a tu traje de piel de cabra.
Y no ha germinado.

9. El libro

Y qué queja entonces en boca del lar, una noche
de largas lluvias en marcha hacia la ciudad, removía
en tu corazón el oscuro nacimiento del lenguaje:
“…De un luminoso exilio -y más lejano ya que la rodante tempestad
-¿cómo guardar las vías, ¡oh Señor!, que me habíais entregado?
“…¿Sólo me dejarás esta confusión de la noche,
después de haberme, en un tan largo día, nutrido con la sal de tu soledad,
“testigo de tus silencios, de tu sombra y de tus grandes gritos? ”

-Así te quejabas, en la confusión de la noche.
Pero bajo la oscura ventana, ante el lienzo de muro frontero,
cuando no podías resucitar el esplendor perdido,
abriendo el Libro,
paseabas un desgastado dedo por sobre las profecías,
y luego, fija la mirada en el espacio, esperabas el instante de la partida,
el levantarse del gran viento que te desellaría de un golpe,
como un tifón, partiendo las nubes ante la espera de tus ojos.