Poemas:
Es la verdad. La tarde de aquel día…
Es la verdad. La tarde de aquel día
lo sorprendió clavado en el madero,
como al hijo de un simple carpintero
cuya mujer llamárase María.
Asombróse. La frente le dolía,
los miembros parecíanle de cuero.
Miró a sus pies: el valle… Un agujero
con alguna ciudad, vaga y sombría.
Sintióse con los párpados muy viejos.
Tres mujeres lloraban a lo lejos.
–¿Por qué lo harán…?, se dijo tristemente.
Un centurión dormía sobre el lodo.
Pensó: –¡Qué cosa extraña…! Y de ese modo,
cerró los ojos e inclinó la frente.
La tierra que me den cuando me muera…
“Tierra le dieron…”
La tierra que me den cuando me muera
la quiero de llanura, entre colinas;
tierra de labrador, con golondrinas,
con caballos de sol y primavera.
Bajo la Cruz del Sur, si se pudiera,
entre tallos y sombras cristalinas,
en esos sitios claros que imaginas
cuando el alma es igual a la madera.
Quiero habitar mi muerte como el canto
la garganta del aire, como el cielo
la gruta del espacio luminoso.
Y olvidado del párpado y del llanto,
estar allí, dispuesto a todo vuelo,
como un pájaro inmóvil y dichoso.
Saldría a dar excusas por ser hosco…
Saldría a dar excusas por ser hosco,
si eso significara
alguna mejoría para el árbol;
si con ello lograra separarme
de los legisladores, de los pulcros
inspectores del ocio. Sí, saldría
con la inocencia del titiritero,
alejado de tóxicos, llevando
una higiénica flor, una estampilla
de carácter azul, algún diploma
de fascinante título y ornato.
Me iría con un perro de diamante,
con un lacustre amigo vagabundo,
y en un mercado o en un templo griego
dejaría mis vendas, mostraría
mi brusquedad de origen argentino.
La gente, a lo mejor, los contratistas,
los empresarios, los patrocinantes
del infortunio, los subastadores
de la piedad, quizá me disputaran,
quizá ofrecieran bolsas de sal gema
por mi disculpa pública, por eso
que justifica a los desventurados
ante los mercaderes y los jueces;
pero sucede que no estoy dispuesto,
sucede que me acuerdo de un enano,
de un caballo ulcerado, de un recorte
mostrando a un desgarrado centinela,
a un niño de alcanfor, a una chalupa
volteada por el mar, y no transijo.
Vuelvo la espalda. Sé que para entonces
sobrarán las excusas y rituales.
Vino el amigo, el lúcido gitano…
A Eduardo Squirru
Vino el amigo, el lúcido gitano,
el que tiene guitarra y seis mujeres,
y los dientes azules y la vida
inscripta en un notable crucifijo,
y se quedó a comer, después de abrirse
la frente y el perímetro del pecho.
Eduardo vino desde su sonrisa,
desde su muerte, desde su cigarro,
y habló en mi casa, como los petreles
hablan sobre la nieve y el mar hosco.
Durmió después, donde mis hijos duermen,
y se fue para hallar una esmeralda,
un caballo de pelo silencioso,
o tal vez el nostálgico amuleto
que le robó el invierno, cuando niño.
Es natural que dios se comunique…
Es natural que Dios se comunique
con mi melancolía; que comparta
mi pan, mi techo aciago y que me ofrende,
de vez en cuando, un búho, una botella,
una hoja de menta, un libro viejo
escrito sobre un vidrio de colores.
Es natural que llegue sin anuncio,
definido y abierto como un árbol,
y que se instale cerca de la leña
desatada en crujidos ardorosos
sin dirigirme nunca la palabra,
alto y ritual, hermoso como un sable.
Suele irritarme su actitud, la espera
brillante de sus ojos, la implacable
actividad oculta de sus manos
quemadas por dos vírgulas de hierro.
Yo soy un hombre y Él lo sabe. Tengo
arrebatos de hombre, no de insecto,
ni dulzura animal para mis actos
manejados por turbia inteligencia.
Arrojo el vino. Tiro de la mesa
los mendrugos, las moscas, los papeles;
tenso mis antebrazos, crispo el nervio
más hondo y, con rudeza, lo fustigo,
lo invito a que se mida con mi angustia
crecida en los confines de su obra.
No responde. Se ubica acomodando
su codo en la madera y, sin testigos,
pulseamos al igual que dos labriegos
en honesta y tristísima disputa.
Elegía C
Otras mujeres vienen a buscarme;
me ofrecen vino, duros girasoles,
vientres de menta, músculos de harina,
bocas de fiebre púrpura. Se acercan
como resortes blancos, como flejes
de acero perfumado. Son hermosas.
Tienen los ojos niquelados. Visten
géneros nuevos; hablan con voz curva
y queman cigarrillos africanos
fundando un ecuador de luz caliente,
haciendo que las cosas resplandezcan
entre vagos vapores y gomeros.
Vienen otras mujeres. Sus corpiños
son de pulpa agresiva. De sus piernas
desciende un bosque medular, compacto;
sus manos se conjugan en el aire;
ocultan en el sexo rojos tigres,
acróbatas de aliento estremecido.
Y ríen ondulando entre mis huesos,
al pie de mi garganta, en las arrugas
que me talló un ciprés, siendo muchacho.
Quieren que me divierta seriamente,
que me acueste detrás de la tristeza,
que me desnude arriba de los muertos;
que me escape de pronto a cualquier parte
despeñándome al lado de sus muslos,
en torno a sus cinturas de magnolia;
que les amarre el oro de la nuca
con mis dientes de lobo encanecido.
Quieren que me separe de tu sombra,
que me vaya de ti; que te destruya
como a un enebro en medio de la zarza.
No pueden concebir mi disciplina;
no entienden mi lugar. Soy el poeta,
el hombre de pupilas forestales,
el cavador de peces, el sombrío
curtidor de crepúsculos, el hosco
cantor de tu memoria. Vienen, vienen
sobre zapatos de metal astuto,
cautelosas de amor. Por sus collares
corren formas eléctricas, sonidos,
compromisos ocultos, reprimidas
escobas de ansiedad. Vienen a verme.
Me tocan con hirvientes abanicos,
hacen pausas de piel, me compran nubes,
pantalones de gin. Me ofrecen viajes
donde la muerte no figura nunca,
donde el espacio y la razón se ignoran,
donde no existen hijos, donde nada
ha sido consignado. Las escucho
a estas mujeres breves. Y las dejo
para quedarme cerca de tu hiedra
que Aldebarán conserva inalterable.
Soneto al grillo del poeta
A mis hijos
No es tu grillo, Nalé, tampoco el mío
este grillo que escucho aquí, en mi hueco,
dándole a clavo estéril golpe seco
y a caliente lugar punzón de frío.
Aquel otro, sonoro desvarío,
gota de yunque, cuerda para el eco,
se murió en mi niñez, como un muñeco
que atravesaran balas de rocío.
Igual mi corazón, igual la mano,
la estrella, el ademán. El hombre sabe
que el verde, para abril, será amarillo.
Y, sin embargo, con el gesto cano,
sigo pensando que este grillo en clave
es tu grillo, Nalé, mi eterno grillo.
Biografía:
Roberto Themis Speroni (La Plata, 29 de septiembre de 1922 – City Bell, 28 de septiembre de 1967) poeta argentino. Nieto de José Speroni. Nacido en La Plata, ciudad capital de la provincia de Buenos Aires el 29 de septiembre de 1922. Colaboró en diversos diarios y revistas locales y en los principales diarios de la ciudad de Buenos Aires. Fue fundador de “El potro al viento” e integrante del grupo de las “Ediciones del Bosque” junto a María Dhialma Tiberti, Raúl Amaral y otros. Dio conferencias y recitales en el Círculo de Periodistas, en La Prensa e instituciones culturales. Falleció en City Bell, Buenos Aires, el 28 de septiembre de 1967. Hoy en día Institutos de Enseñanza Superior llevan su nombre en su honor.