Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Robert Lowell

Robert Traill Spence Lowell IV (Boston, 1 de marzo de 1917-Nueva York, 12 de septiembre de 1977) fue un poeta estadounidense. Nació en el seno de una familia perteneciente a la alta sociedad de Boston, una “casta” denominada satíricamente brahmines de Boston, de la cual se pueden rastrear los orígenes hasta el Mayflower. Tanto el pasado como el presente de su familia fueron temas importantes en su poesía. Crecer en Boston fue también uno de los temas que dio forma a su obra, a menudo emplazada en la región de Boston y Nueva Inglaterra.​ La académica literaria Paula Hayes sostiene que Lowell mitificó New England, particularmente en sus primeras obras.

Leyéndome a mí mismo

Como muchos, me enorgullecí lo justo y más aún,
prendí fósforos que me hicieron hervir la sangre;
memoricé los trucos para prender fuego al río:
en cierta forma jamás escribí nada a lo que regresar.
¿Puedo dar por sentado que acabé con flores de cera
y me he ganado mi jardín en las bajas laderas del Parnaso…?
Ningún panal se construye sin una abeja
añadiendo cerco a cerco, celda a celda,
la cera y la miel de un mausoleo;
esta redonda cúpula demuestra que su autor está vivo;
el cuerpo del insecto sobrevive embalsamado en miel,
ruega que su perecedera obra perviva
lo suficiente antes de ser profanada por el oso glotón:
este libro abierto… mi ataúd abierto.

Epílogo

Esas benditas estructuras, trama y rima…
¿Por qué no me sirven ahora
que quiero trabajar
desde la imaginación, y no desde el recuerdo?
Escucho el sonido de mi propia voz:
La visión del pintor no es una lente,
tiembla para acariciar la luz.
Pero a veces todo lo que escribo
con el raído arte de mis ojos
parece una instantánea,
morbosa, apresurada, estridente, apiñada,
más elevada que la vida,
pero paralizada por la realidad.
Toda una unión mal avenida.
¿Pero por qué no decir lo que pasó?
Reza por la gracia de la precisión
que Vermeer otorgó a la iluminación del sol
avanzando como la marea sobre un mapa
hasta esta muchacha, toda anhelo.
Somos pobres realidades pasajeras,
advertidos por ello a que otorguemos
a cada figura de la fotografía
su nombre exacto.

El delfín

Delfín mío, solo me guías por sorpresa,
cautivo como Racine, el hombre de ingenio,
atraído en su laberinto de férrea composición
por la incomparable y errante voz de Fedra.
Cuando andaba mal de la cabeza, te acercaste a mi cuerpo
atrapado en su nudo de ahorcado de sedales hundidos,
el vidrioso inclinarse y arrastrarse de mi voluntad…
Me he sentado y escuchado demasiadas
palabras de la musa que colabora conmigo,
y tramado quizá demasiado libremente mi vida,
sin evitar hacerle daño a otros,
sin evitar hacerme daño a mí mismo;
para pedir compasión… este libro, mitad ficción,
una red tejida por el hombre para luchar con la anguila:
mis ojos han visto lo que mi mano hizo.

La buena vida

Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno de la vida;
servicial, la descomposición se quema…
y no por las medallas lamer culos en el prado del pavorreal,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.

El nihilista como héroe

“Una línea inspirada es todo lo que entregan nuestros poetas,
¿mas qué francés ha escrito seis líneas aceptables, una atrás otra?”
dijo Valéry. Para Satán ése fue un día feliz.
Uno anhela palabras colgadas de la carne del buey vivo,
pero la llama fría del papel de estaño lame el leño metálico;
el inmutable hermoso fuego de la niñez
traiciona las visiones monótonas.
Del cambio y por definición se alimenta la vida,
en cada temporada nos deshacemos de guerras, mujeres y automóviles nuevos
A veces, cuando enfermo o lleno de malestares,
miro verdear la llama contraída de este fósforo,
el tallo de maíz adquiere florescencias y verdes prolongaciones.
Un nihilista debe vivir el mundo como es
mirando a lo imposible ascender al desecho.

Afeitándome

Al afeitarme veo, en toda su extensión,

sólo por esta vez, mi cara en el espejo.
La miro de reojo como si se tratase
de un problema de carpintería…
Aunque la encuentro un poco más delgada,
es la cara de siempre,
con ojos acechantes al ritmo de mi mano..

Nunca tienen los días las suficientes horas…
Según estoy tumbado, confinado, anhelante,
monomaniaco,
celoso incluso de la intrusión más mínima
(me resulta imposible rechazar
la diminuta espina de algún cardo).
Incapaz de imitar la manera espontánea
con que exigen los niños sus respuestas.

Tan inflamable es para mí una piedra
como una cerilla de cartón.

La marea doméstica ha cesado;
y, tú también, inclinas la cabeza
sobre lo que has escrito
y corriges, a veces disgustado,
con cara inexpresiva, como los girasoles.

Tenemos suerte
de haber podido juntos realizar tantas cosas.

Hombre, Esposa

Domados por las pastillas yacíamos en el lecho de mamá; la pintura guerrera del sol naciente nos teñía de rojo;
en la amplia luz matutina los dorados tubos de la cama brillaban,

abandonados, casi dionisíacos.

Por lo menos los árboles son verdes en la calle Marlborough,
los capullos en nuestras magnolias encienden
las mañanas con sus mortíferos cinco días de blancura.
Toda la noche sostuve tu mano,
como si hubieras
enfrentado por cuarta vez el reino de la locura –
su sólita locura, su ojo homicida –
y me arrastraste vivo a casa… Oh, mi pequeña,
la más limpia de todas las criaturas de Dios, toda aire y nervio aun:
tenías veinte años y yo,
cierta vez vaso en mano
y corazón en la boca,
emborraché a los rabinos en el calor
de Greenwich Village, desfalleciendo a tus pies –
demasiado borracho y tímido
y de rostro inmutable como para dar un paso,
mientras que el agudo brío
de tu invectiva arrasaba el tradicional Sur.

Ahora, doce años más tarde, das la espalda.

Insomne, aprietas la almohada

contra tu vientre, como un niño;
tu anticuada perorata –
amorosa, rápida, despiadada –
rompe en mi cabeza como el Océano Atlántico.