Poemas:
El mundo como voluntad y representación
Cuando era niño mi padre todas las mañanas,
algunas mañanas, por un tiempo, cuando yo tenía como diez años,
le daba a mi madre una droga llamada antibús,
que te hace vomitar si tomás licor.
Eran unas píldoras pequeñas y amarillas. Él las aplastaba
en un vaso, las disolvía en agua, le acercaba
el vaso y se quedaba mirando atentamente mientras bebía.
Era a finales de los años cuarenta, una época,
una sociedad, en la que los hombres se levantaban,
se iban al trabajo y dejaban a las mujeres con los niños.
Él me guiñaba el ojo al estilo de los años cuarenta.
La observaba de cerca para que ella no pudiera “salirse
con la suya” o “vacilar” a un par de tipos
jugados como nosotros. Escucho esas frases
en películas viejas y empiezo a divagar.
La razón para aplastar las medicinas con tanto cuidado
era porque una píldora puede esconderse debajo de la lengua
y escupirse después. El motivo por el que este ritual
era llevado a cabo tan de mañana ─me decían,
y sabía que era verdad─ era que ella podía,
si quería, provocarse el vómito,
así que había que vigilarla hasta que su organismo
absorbiera el medicamento. Difícil expresar, en estas líneas,
el ritmo de todo el acto. Él molía dos píldoras
en un vaso hasta pulverizarlas, lo llenaba de agua,
se lo daba a ella y la veía tomar.
En mi recuerdo él está usando un traje gris,
de punto de espiga, y una camisa blanca que ella había planchado.
Algunas mañanas, como en aquellas historietas
en las que Dagwood se largaba pronto para aplacar
al señor Dithers y dejaba a Blondie con boronas
de tostadas y riachuelos de yema de huevo
por recoger antes de irse de compras
─lo que la historieta llamaba maratón de compras─
con Trixie, nuestro vecino de al lado, mi padre
tomaba uno de los primeros buses y me dejaba a mí
la vigilancia. “Echale un ojo a mamá, compañero”.
¿Conocés aquel pasaje de la Eneida? El hombre
que abandona la ciudad que arde con su padre
en hombros y que sostiene la mano de su pequeño hijo
con la intención de ayudar entre los tapices en llamas
y las columnas que se caen mientras el profeta ciego,
con los brazos elevados al cielo, aúlla desde la recámara interior:
“La gran Troya se derrumba. La gran Troya ya no existe”.
Deprimida en su albornoz, arrepentida y dócil,
en la mesa de la cocina mi madre sentía náuseas y bebía,
bebía y sentía náuseas. De algún lugar tomamos nuestra primera idea
moral sobre el mundo, sobre la justicia y el poder,
el género y el orden de las cosas.
EL BANQUETE
Los amantes holgazaneaban charlando en cubierta,
los hombres con hombres y los hombres con nuevas mujeres,
un poco chillonas y eléctricas, y con las esposas
que mantenían la compostura y tenían caras bellamente perfiladas
y una piel cobriza. Ella había sacado el pavo del horno
y sus amigos estaban charlando en cubierta
bajo la constante luz del sol. Los imaginaba
dirigiéndose a la comida, en pequeños grupos, acabando
frases, levantando un pepinillo o una tajada de pavo,
mordisqueando un trozo con placer inconsciente. E
imaginó disponerlo todo ingeniosamente, la carne blanca,
los panes, los entrantes, los hongos y la ensalada
colocados diestramente bajo el mostrador de roble, y cómo
llegaban todos como en un baile cuando los llamaba. Trinchaba
la carne y después lloraba. Después estaba en la oscuridad
llorando. No sabía que es lo que quería.
EL PRIVILEGIO DE SER
Muchos están haciendo el amor. Muy arriba, los ángeles,
en el inalterable éter cristalino de los anhelos humanos
se trenzan unos a otros el pelo, que es de un rubio rojizo
y tiene la textura de un río helado. De tanto en tanto
le echan un vistazo al torpe éxtasis
–les debe parecer como si unos pájaros sin plumas
chapotearan en el charco de una cama–
y luego una mujer, a punto de correrse,
separa los párpados cerrados del hombre y dice:
mírame, y él la hace. ¿O es el hombre
el que tira de la cuerda del telón en el teatro a oscuras?
De cualquier manera, lo hacen, se miran el uno al otro;
dos seres de ojos evolucionados, voraces,
sorprendidos, conectados por el vientre por un increíblemente dulce
pegamento lúbrico, que se quedan mirándose,
y los ángeles se desesperan. Lo odian. Se estremecen lastimeramente
como litografías de mendigos victorianos,
de facciones perfectas y la piel de alabastro, vestidos con harapos
en el sórdido callejón de una novela.
Toda la creación se siente ofendida por esta angustia.
Es como el sonido lastimero que la luna hace en ocasiones,
al elevarse. Los amantes en particular no lo soportan,
los llena de una tristeza indescriptible, de modo que
cierran los ojos de nuevo y abrazan, cada uno,
sintiendo la mortal singularidad del cuerpo
que le han arrebatado a la muerte durante una hora o así,
y un día, mientras corren al atardecer, la mujer le dice al hombre,
me levanté tan triste esta mañana porque me di cuenta
de que no puedes, por mucho que quiera,
amor mío, ponerle remedio a mi soledad,
a la vez que le acaricia mejilla para dejarle claro
que no pretende herirle al decirle esa verdad.
Y el hombre no se siente herido exactamente,
entiende que la vida tiene límites, que la gente
muere joven, fracasa en el amor,
fracasa en sus ambiciones. Corre a su lado, piensa
en cuánta tristeza han jadeado, esquivado a base
de hablarle suavemente, aferrados el uno al otro con antiguas, inventadas
formas de cortesía y torpe gratitud, listos
para encontrarse solos de nuevo, o insatisfechos, o simplemente
complacientes como las parejas que en verano en la playa
leen artículos de revistas acerca de las relaciones intimidas entre los sexos,
para sí mismos, o en voz alta para el otro,
y para los inmensos, analfabetos, reconfortantes ángeles.
LEVE MÚSICA
Quizá necesitas escribir un poema acerca de la gracia.
Cuando todo lo quebrado está quebrado,
y todo lo muerto está muerto,
y el héroe se ha mirado en el espejo con absoluto desdén
y la heroína se ha estudiado la cara y sus defectos,
sin piedad y el dolor que pensaron que podría,
como una señal de su sinceridad, liberarlos de ellos mismos
ha perdido novedad y no los ha liberado,
y han empezado a pensar, amable y vagamente,
al observar a los demás afanarse en sus rutinas
—gustos y antipatías, razones, hábitos, miedos—
que el amor propio es el débil pedúnculo
de todo florecimiento humano, y entendido,
por tanto, por qué habían estado, toda su vida,
tan enconados en defenderlo, y que nadie
—excepto algún santo inconcebible en su remanso
de pobreza y silencio—puede nunca escapar de este
violento, automático
compañero de la vida, quizá entonces, luz indiferente,
leve música tras las cosas, aparece una revoloteo
semejante a la gracia.
Como en la historia que un amigo contó de cuando
trató de matarse. Su chica le había dejado.
Abejas en el corazón, después escorpiones, gusanos, y
después cenizas.
Se subió a la viga más exterior del puente,
del lado que da a la bahía, una azul, lúcida tarde.
y en el aire salino pensó en la palabra“marisco”,
que algo había en ella ligeramente ridículo.
Nadie dice “tierrisco”. Pensó que era degradante para la
perca amarilla
que sacó brillando de los acantilados, la perca de roca
negra,
escamas como carbón pulido, en lechos de alga
a lo largo de la costa; y se dio cuenta de que el porqué
de la palabra
eran los cangrejos, o mejillones, o almejas. Si no
los restaurantes podrían poner simplemente“pescado”,
en sus carteles
y cuando se despertó —había dormido durante horas, acurrucado
acurrucado
en la viga como un niño— el sol estaba descendiendo
y sentía un poco mejor, y asustado. Se puso la
chaqueta
que había usado de almohada, saltó la valla
con cuidado, y condujo de vuelta a una casa vacía.
Había un par de braguitas amarillo limón
colgadas de un picaporte. Las estudió. Exceso de lavados.
Una tenue rojez en la entrepierna que le puso enfermo
de rabia y de tristeza. Sabia más o menos
dónde estaba ella. Un piso en algún lado de Russian Hill.
Habrán acabado de hacer el amor. Ella tendrá lágrimas
en los ojos y le acariciará la mandíbula, agradecida. «Dios»,
dirá, «me haces tanto bien». Luces parpadeantes,
un paisaje de niebla colina abajo hasta el puerto y la bahía.
«Estás triste», dirá él. «Sí». «¿Pensando en Nick?».
«Sí» dirá ella y llorará. «Me esforcé», ahora con sollozos,
«de verdad que me esforcé». Y después él la abrazará
durante un rato
—tejidos guatemaltecos de sus trabajos de campo en la
pared—
y después follarán otra vez, y ella |Iorará algo más,
y después se dormirán.
Y él, él reproducirá esa escena
solo una vez, una vez y media, y se dirá a si mismo
que va a cargar con ella durante mucho tiempo
y que no hay nada que pueda hacer
aparte de cargar con ella. Salió a la galería, y escuchó
el bosque en la oscuridad del verano, la corteza de los
madroños
agrietándose y rizándose según iba surgiendo el frío.
No es, no obstante, la historia, ni el amigo
que se inclina hacia ti, diciendo «Y entonces me di cuenta…»,
que es la parte delas historias que uno nunca acaba de creerse.
Se me ocurrió que el mundo esta tan lleno de dolor
que algunas veces debe realizar de alguna manera un canto.
Y que la secuencia ayuda, tanto como ayuda el orden:
primero un ego, después dolor, y más tarde el canto.
MEDITACIÓN EN LAGUNITAS
Todos el nuevo pensamiento trata acerca de la pérdida.
En esto se parecen al viejo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada detalle
borra la luminosa claridad de una idea general. De que ese pájaro
carpintero con cara de payaso, que está horadando la corteza muerta
y ya tallada de ese abedul negro, por su sola presencia,
es una suerte de desprendimiento trágico de un mundo primigenio
hecho todo de luz indivisa. O aquel otro concepto
de que como no existe en este mundo nada
que equivalga a la zarza de la mora,
toda palabra es elegía de lo que significa.
Anoche, tarde, hablábamos con un amigo de eso,
y había en su voz un dejo de tristeza, un tono casi quejumbroso.
Después de un rato comprendí que cuando se habla de esta forma
todo termina disolviéndose: justicia,
pino, mujer, cabello, tú y yo. Pensé en una mujer
con la que hacía el amor, y me acordé de cómo, algunas veces
al agarrarle los pequeños hombros con las manos,
sentía un violento asombro ante su presencia,
como una sed de sal, del río de mi infancia,
con sus islas de sauces, la música pueril del barco de recreo,
lugares enlodados donde atrapábamos
aquellos pececillos color naranja y plata
que se llamaban semillas de calabaza. Nada tenía que ver con ella.
Anhelo, le decimos, porque el deseo está lleno
de infinitas distancias. Me parece que yo fui lo mismo para ella.
Pero me acuerdo tanto de la forma en que sus manos
partían el pan, o aquello que su padre le dijo que la había lastimado,
las cosas que soñaba. Hay algunos momentos en que el cuerpo y las palabras
son igualmente numinosos, días
que son como la continuación de la carne,
Tanta ternura, de esas tardes y esas noches,
diciendo zarzamora, zarzamora, zarzamora, zarzamora.
Biografía:
Robert Hass es un poeta estadounidense nacido el 1 de marzo de 1941 ganador del Premio Pulitzer. Fue Poeta Laureado de Estados Unidos de 1995 a 1997.