Poetas

Poesía de España

Poemas de Amparo Amorós

Amparo Amorós Moltó, nacida el 4 de febrero de 1950 en Valencia, es una figura central en la poesía española contemporánea. Su obra, profundamente vinculada a las corrientes humanísticas, refleja una sensibilidad lírica única que busca desentrañar los misterios del lenguaje y el ser. Amorós no solo es poeta, sino también ensayista y crítica literaria, disciplinas que le han permitido abordar la creación poética desde una perspectiva integral y rigurosa. Formada en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia, ha combinado su vida profesional como profesora de Lengua y Literatura con una carrera literaria que empezó a brillar desde muy temprano.

Su primera obra, Ludia, publicada en 1983, fue reconocida con un accésit del prestigioso premio Adonáis, abriendo las puertas a una carrera poética que ha sabido mantenerse fiel a su esencia, pero siempre en evolución. A este poemario le siguieron El rumor de la luz en 1985 y La honda travesía del águila en 1986, consolidando su voz en el panorama literario de la época. En 1992, con Visión y destino, poesía 1982-1992, Amorós ofreció una recopilación que abarcaba una década de creación poética, un testimonio claro de su crecimiento como autora.

Una de las claves para comprender la obra de Amparo Amorós es su relación con la llamada poética del silencio. Influenciada por pensadores y escritores como José Ángel Valente y María Zambrano, su poesía trasciende lo meramente lingüístico para adentrarse en el terreno de lo espiritual y lo filosófico. Amorós no escribe desde la búsqueda de la palabra exuberante, sino desde el silencio, desde lo no dicho, desde la pausa reflexiva que permite a los versos respirar y cobrar un sentido profundo.

Entre sus obras más destacadas, además de las ya mencionadas, encontramos Árboles en la música (1995) y Las moradas (2000), donde su exploración de los temas de la trascendencia y el tiempo alcanzan una madurez singular. Cada uno de sus libros es un viaje interior, una travesía que desafía al lector a participar de una experiencia estética que trasciende la superficie y ahonda en lo esencial de la condición humana.

Amparo Amorós ha tejido su trayectoria literaria con una sutil mezcla de rigor intelectual y una profunda intuición poética. Su voz, aunque silenciosa en apariencia, resuena con una claridad que pocos alcanzan, logrando que cada verso sea una ventana a lo inefable.

Poetas al salón que hay jurados

En el café se gestan las hazañas;
en el café los premios se reparten;
en el café se traman artimañas
sin que los camareros se nos harten.

¡Qué baratos nos salen los jurados-
amiguetes de mesa, copa y puro!
¡Qué solidarios, desinteresados,
ecuánimes y rectos!- os lo juro.

Si no vas al café ya estás perdido.
Cogerse una cogorza en compañía
para ganar es mucho más seguro
que ser el Rilke más empedernido
o escribirte las Rimas día a día
con el rigor más exigente y duro.

Por eso he decidido, cra Obdulia,
que esta tarde me voy a la tertulia.

El rostro

Los años han dejado este paisaje
a la medida exacta de mis dedos
y amor es recorrer sus calles hondas
que anegara una noche la llovizna tenaz
del corazón, cuando el viento trizó en nubes
los sueños encapotando el alma.
Transeúntes las yemas con su savia de cera
por el muro salobre de la mejilla
o el desconchado alero de las cejas.
Yo conozco la voz de esas ventanas
y ese bosque interior que me desvela
el postigo entornado de los párpados,
la hospitalaria luz de esa mirada
que siembra la caída de la tarde
con la espesura umbría que manan las caricias
y hoy quisiera adentrarme sobre las hojas húmedas
por el largo paseo de los tilos
que se aventura despacio en las pupilas
y abandonarme por su pensamiento
como se entrega la fresca habitación
a la penumbra cuando declina el día.
Eso es amar ahora, y es dulce este viaje
de mi mano en el óvalo
¡oh tibia empalizada del encuentro!
La cita y los cristales empañados
con el tímido vaho de la complicidad.

Vitral

Trascendida textura la del aire
en que la luz desvela su entidad
de ilusoria materia. Impasible
trasiego de traslúcidos cuerpos
en la serena suspensión de un ámbito
a cuya cualidad intemporal
propenderá el espacio.
El lugar del vacío
es la revelación de su forma absoluta.
Su realidad más cierta,
el envés de una sombra.

Así nosotros mismos.

Criaturas del gozo

A Edith Zippericg y Antoni Mari.

Fuera inútil ahora preguntarnos
por qué el estío nos reunió entre sus manos claras
como cabellos que trenzaran un nido,
descifrar el emblema del nombre sobre campo
de trigos,
abrir en gajos
as estelas de azar
o la cita acordada
y ¿por quién?
que allí nos convocaba.
¿Conocer? ¿Para qué?
Sentir, saber y basta.
Todo está vivo aún
y es suficiente
porque vuelve palabra
la piel de esta certeza
y traslúcido el tiempo.

El palomar. La isla. Una hoguera de miel
donde sólo escuchábamos el rumor de la luz.
Como aquella mañana
hoy trasmina la tierra y era música
su blanco aroma a lienzos en el arca
de la memoria
que reconoce idéntico el espacio
y tan distinto
en que habitó el milagro:
aquí creció una yedra
de venas asombradas,
estalló la ensenada
en un clamor de cuarzos
y el remanso crujió
de flores amarillas.
Ya nunca moriremos.
A pesar del dolor ya nunca moriremos.
Aunque es la entrega huida
de manos llenas y de pies ligeros
y apenas dura un mundo
la caricia total con que nos roza
como ala transparente la verdad.
¡Qué triste es el acorde fugaz de lo perfecto!
Pero escucha la voz
que nacía empozada
de la cueva:
franqueamos sus labios de verdines musgosos
y bajamos riendo al manantial oscuro
de la desolación.
Entreabría el destino la puerta
y aprendimos en su bisagra
el oxidado canto de la queja.
Pliegues de claridad nos iniciaban.
Pero afuera, cigarras calcinadas llamándonos a gritos,
crepitaban unánimes todos los girasoles
como un coro diáfano de astillas
y un pájaro de ámbar
cruzó de pronto el cielo.

Éramos puramente criaturas del gozo
a salvo del dolor por un instante,
no intactos sino indemnes
porque al regreso ya de tantas cosas,
entregados y plenos
a la tea que sacia momentánea
la escasez del exceso,
a la rama estañada que corona de dicha,
a los dátiles tibios que sonríe la tarde
con el mandil cuajado de manojos de agua,
en la fresca inocencia
de lo que ha derramado su medida
y grávido, rebasa y se concede
por gracia de esa tregua
con que a veces la vida nos regala:
ser y sernos tan sólo
y serlo todo
para justificar el universo.