Poesía de Colombia
Poemas de Orietta Lozano
Orietta Lozano, nacida en Cali en 1956, es una destacada poeta colombiana cuya pluma ha dejado una huella indeleble en la literatura contemporánea. Su profunda conexión con las palabras se refleja en una obra diversa y rica en matices. Durante varios años, Lozano ejerció como directora de la Biblioteca del Centenario en su ciudad natal, contribuyendo al fomento de la cultura y la literatura en la comunidad.
La influencia de Orietta Lozano trasciende fronteras, con traducciones de sus textos al inglés, francés y portugués. Su voz poética ha sido seleccionada en prestigiosas antologías tanto a nivel nacional como en el ámbito hispanoamericano, consolidando su lugar en el canon literario.
Lozano no solo ha dejado una marca indeleble en la literatura, sino que también ha participado activamente en festivales de poesía en distintos rincones del mundo, incluyendo Francia, Estados Unidos y su amada Colombia. Su presencia en estos eventos ha contribuido a difundir su obra y a establecer puentes culturales a través de la poesía.
Entre sus obras más destacadas se encuentran “Fuego secreto” (1980), “Memoria de los espejos” (1983), y “El solar de la esfera” (2002), cada una de ellas una exploración profunda y evocadora de la condición humana y la existencia. Su capacidad para tejer emociones y reflexiones en versos la ha hecho merecedora de reconocimientos importantes, como el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en 1986 y el Premio Nacional de Poesía Aurelio Arturo en 1992. También se destacó al recibir el Premio al Mejor Poema Erótico Colombiano otorgado por la Casa de Poesía Silva en 1994.
La obra de Orietta Lozano es un testimonio de su sensibilidad literaria y su habilidad para explorar la profundidad de la experiencia humana. Su legado perdura en la inspiración que sus versos continúan brindando a generaciones de lectores y escritores, estableciéndola como una figura imprescindible en el panorama poético colombiano y más allá.
Ojos habitados
Ven, ciérrame los ojos con un beso
para que no pueda ver mi cielo,
y de nuevo
ábreme los ojos con un beso
para que así no pueda verlo entre mi sueño.
Oblígame al secreto
para que nada diga de los besos,
y pídeme que cante
para que pueda hablarte.
Eres el que puso en mis labios
la voz, desde hace mucho tiempo,
y has habitado
mis manos
desde que mi sangre sólo estaba creciendo.
Ibas a preguntarme
por mi cadena insomne,
y era mayor el hambre de mi acecho
y la estructura de mis huesos
estaba decayendo.
Ven, ciérrame los ojos
para que pueda descansar mi ruego.
A este triste animal que me soporta…
A este triste animal que me soporta
le duele el vuelo de mi espíritu,
la sagacidad de mi garganta
que huye de la soga,
la escueta salud de mis microbios,
el juego lúgubre de mi carne.
La recolecta está hecha,
la oreja de Van Gogh, para un poema
de agua y de dolor,
un rayo de sol para mi ombligo.
Todos me dieron la palabra
plena de sutiles formas,
todos me dieron el ayuno pleno de sus bocas,
ahora, mis brazos fatigados
recogen las flores funerarias
esparcidas en mi alcoba.
Amo en ti lo que en otros…
Amo en ti lo que en otros
hubiera despreciado:
tus pasos algo tardos,
tus pies casi pesados;
tu cabeza inclinada hacia la frente;
tu madurez,
y tu cansancio.
Amo el gesto de tus labios,
tus sonrisas,
trago a trago.
Tu traje también lo amo:
es tu presencia;
sus arrugas son la marca
de tus luchas.
Tus zapatos son un signo de mi espera,
cuando van tristemente hacia tus calles.
¿Por qué tienes
las manos desatadas?
¿Quieres llevar la frente levantada
y estar firme,
y regresar a tu voz
hoy, y mañana,
con la misma palabra
decantada?
Te hallarías
inundado de fango,
enturbiadas tus manos,
y los hombros
agobiados de pronto por un peso
acerbo
tan intenso
que te arrastraría encadenado hacia los años
venideros.
Un sabor cáustico de acíbar
purifica mis labios.
Tengo envenenada la garganta.
Gritaría con rabia,
tumbaría mis puertas, mis techos, mis aldabas,
destruiría sin conciencia mi casa y tu casa,
para romper las ataduras
de tu alianza.
Pero sería la derrota de lo que vale adentro,
y estarías
empequeñecido por ti frente a tus ojos,
débil para la lucha de los odios
no tan grande, no tan fiero, no tan alto,
cuando tu cruz se levante
sobre el altar de tus años.
Ascendiendo hacia el olvido
Redimí mi carne, la inmolé en el sagrado
bebedizo de la poesía
y me lavé en sus aguas de yerbas perfumadas.
Me liberté en el mítico olor del lenguaje
que me poseyó en los sueños.
Todo será conmigo en la hora inviolable,
todo se irá conmigo, el polvo de la luna,
tus uñas desgarrando mi fastidio,
el olor inviolable del deseo.
Los perros hambrientos del lenguaje
han dejado su presa abandonada en el silencio.
-Me duele el lenguaje que agoniza tercamente
entre mis carnes-
Olvídame
con tu recuerdo me desciendes,
me detienes.
-Lo perdido nunca más será hallado-
Déjame en la edad del olvido.
Un día me uní a esta violenta caravana
y la destrocé como a una jaula de gorilas,
destrocé la nave en que se detuvo el desespero,
la incineré como carne sagrada y su polvo
me dio la dimensión del tiempo y de la muerte.
Déjame en la edad de la nada.
Déjame ascender hacia el olvido.
La amante
Soy la amante
que estrenas,
la nueva, la eterna,
la de muslos trigueños,
columnas seguras
que se abren perfectamente
para dar paso
a tu mar ancho y espeso.
Soy la de paralelas montañas,
erectas, duras,
por donde han caminado
pájaros heridos de amor.
Soy la amante nocturna,
la de noctámbulos besos,
( mis ojos, túneles profundos
donde se pierde la soledad).
Soy la de siempre, la eterna,
la que te arranca el hastío
de cada costado,
la que se tiende plácidamente,
la que se para,
la que te sorprende,
la que se quita las vestiduras
y se lava en tu río claro.
Soy la que te crucifica
con mis ojos, con mi lengua,
la que se pierde
en tu mirada lela,
la que infatigable
recorre tu cuerpo,
la que vibra con devoción
en tu silencioso mundo.
Soy ella, la eterna,
la antigua, la nueva,
la de siempre
la que se cierra
la que se abre
la de ambivalentes tardes.
Soy la que renace,
la que se abre
la que se cierra.
Danza
Qué voz hace crujir el vestido de seda
de esta noche y entreabrir los muslos tiernamente
y desnudar su espalda de mujer?
Parece ser el canto ebrio de bacantes
o el susurro lejano de una viuda
o la lluvia entrecortada de una novia.
¿Qué voz extraña hace que el perro se levante y dance,
y la luna galope en el lomo de un caballo,
y el lago abra su ojo cristalino más que nunca?
¡Levántate, amor! La noche espera ser ungida
de vinos y perfumes,
sacrificada como una diosa frágil
entre los brazos de la tierra.
Estallido
El poema estaba por salir
pero las rejas milimétricas, las rejas metafísicas
las nerviosas rejas
lo sostenían en el lado horizontal de la memoria .
… El estallido se produce,
la línea horizontal deviene multitud de líneas
y el poema baja hasta la más tranquila hoja.
Intimidad
La noche vuelve secreta
a tantear mi cuerpo,
me penetra lenta y suave
me abro
como una flor nocturna.
Despojada
Dónde despertar, en qué momento,
lo inmediato duele, quema,
explota bruscamente entre mis cejas.
La búsqueda se ha perdido,
el tiempo cayó goteando por tus ojos
todo crimen quedó estático en mis sienes,
yo me hundo en cada flor como la abeja
y ningún fruto se perfila.
Me he despojado de todo encuentro,
sobre mi hombro se posa el pájaro del silencio
y a veces, sólo a veces, la carcajada del delirio,
viene a perforar los huesos a mi hastío.
Esta noche
Como duelen los vientos esta noche
cuando lejos los tambores de la guerra
se acarician tristemente y pedazos de cielo
se desprenden podridos, fatigados.
Esta noche en la habitación con aroma de durazno
los amantes susurran como soldados heridos
y recuerdan su primer beso como una suave bala.
En los vejados divanes, los abuelos de risa lánguida
sólo esperan la fría caricia de la muerte
y se entretienen, tejiendo, sus horas de recuerdos.
La noche avanza como un gran dios que hechiza en el
miedo
más allá de los bosques y las sombrías trampas,
más allá del salvaje amor de la hembra humillada.
En esta noche de mirada de lobo
cómo duele el silencio que reposa como muchacha febril
detrás de los cristales de las casas.
Día
El sol se enreda en mis pestañas,
y tú asistes al rito cotidiano del agua y del espejo,
henchido, vaporoso, con tu rostro esculpido de sueño
y de deseo,
como si fueras a un congreso de dioses azulados,
o al territorio de esperma del poeta.
El día danza complaciente y tu garganta sin sonido
como un espejo mágico, brindando el sí desnudo a mí
pregunta.
Tú buscas incansable el color de mi tristeza,
el agua matutina entre mis dedos,
el control de la luz sobre mi cuerpo,
las horas que se yerguen como caballos musicales.
Yo palpo mi deseo tirada como una fruta seca
y me interno entre los fragmentos que va
dejando el día.
La ruta de cigarras fluye circundada de atardecidos cantos.
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