Poesía de Chile
Poemas de Miguel Arteche
Miguel Arteche (nacido Miguel Salinas Arteche; Nueva Imperial, 4 de junio de 1926 – Santiago, 22 de julio de 2012) fue un escritor chileno, perteneciente a la generación literaria de 1950, que destacó especialmente en poesía. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1996.
Dama
Esta dama sin cara ni camisa,
alta de cuello, suave de cintura,
tiene todo el temblor de la hermosura
que el tiempo oculta y el amor desliza.
Esta dama que viene de la brisa
y el rango lleva de su propia altura,
tiene ese no sé qué de la ternura
de una dama sin fin, bella y precisa.
Aunque esta dama nunca duerma en cama
parece dama sin que sea dama
y domina desnuda el mundo entero.
Esta dama perdona y no perdona.
Y para eso luce una corona
esta dama que reina en el tablero.
Amargo amor
Teje tu tela, teje de nuevo tu tela;
deja que el mes de junio azote el invierno de mi patria;
teje la tela de acero y de cemento;
junta tus hilos uno a uno, oh hermoso tejedor;
forma tu tela con fuertes lazos,
con orgullosos rastros de sueño.
Toda la tierra está en las colas del amor;
en las ciénagas del amor podridas están las manzanas.
Cada día tiene un eco, un paso, un rastro, gemido;
cada día la estancia recibe la visita del cuerpo en el lecho;
cada día hay una mano que desnuda;
cada día descansa la ropa en las sillas brillantes por el polvo.
Teje tu tela, oh hermoso tejedor;
teje los restos de los cuerpos que se unieron.
Entre tus hondos pechos de relámpagos quietos,
entre tu vientre oculto de cesto dividido,
en la cálida ráfaga que viene de tu abrazo,
fui un día tu sombra, el ‘cuándo’ entristecido,
el ‘adónde’ que lleva hacia una muerte cierta.
Ya moriré algún día sin preguntar qué pasa,
qué pasa entre tus hombros, en el temblor de espiga
de tu escorzo de nieve,
qué viene por los ecos que acarician tu pelo,
qué flechas encendidas acumulan tus manos,
qué enamorado encuentro ha de tocar tu beso.
No es para volver, no es para cantar
sino tu verde corazón transfigurado,
la melodiosa sombra que duerme en tus pupilas,
el afán escondido que tenía tu ausencia.
Recógeme, amor mío, con tus cálidas plumas;
recógeme y húndeme tu ternura llagada;
colócame en tu olvido, recógeme cantando.
No es para que preguntes, no es para que indagues
el sitio donde puse mi corazón hundido;
recógeme, ahora, para estar en lo ausente,
sin preguntar qué ocurre, qué pasa, por qué vuelves
tu cabeza de ausente firmamento.
Cae ahora hacia mi lado; vuelve
a dividir tu cuerpo, a derramar tu furia,
hasta que te estremezca el nombre del combate
que a muerte libraremos, esa pasión a muerte
entre tú y yo: un huracán de manos
nos hallará apretados en los dones sin término
de una tierra total.
Hay hombres que nunca partirán
Hay hombres que nunca partirán,
y se les ve en los ojos,
pues uno recuerda sus ojos muchos años después de que han partido.
Pueden estar lejanos,
pueden aparecer a medianoche
(si están muertos)
y jugar a que viven.
Pero siempre, con la desolación de su ausencia,
uno comprende que no han vivido en vano,
y que su esperanza
es la única esperanza digna de ser vivida.
Y los hombres que nunca partirán
suelen no aparecer en los periódicos,
no se habla de ellos en las radios,
su imagen no gesticula en la televisión:
no son gente importante,
no circulan entre las altas esferas.
…Son aquellos
que aceptaron el sufrimiento
y lo hicieron suyo para la salvación de otros hombres
sin decir una sola palabra:
pero dejaron abiertos, bien abiertos sus ojos
para que nunca los olvidemos cuando ellos hayan partido.
La encantada
La encantada, la ofendida,
la trocada y trastocada,
la que a mí me mudaron
como árbol sin hojas,
como sombra sin cuerpo.
Dios sabe si es fantástica o no es fantástica,
si en el Mundo se encuentra o no se encuentra.
La que veo y se esconde,
la que los niños siempre miran,
la que jamás verán los Mercaderes,
la que aparece
y desaparece.
La que conmigo muere
y me desmuere.
La visible,
la invisible
Dulcinea.
Arpa rota bajo la lluvia
Cuando la lluvia tenue detiene los recuerdos
sobre el mar solitario; cuando el tren ha pasado
dejando en los durmientes sus metálicas furias;
cuando tiembla el almendro tocado por los muertos;
cuando la breve música te borra las distancias
y silencioso escuchas que tu cuerpo ha partido,
que sólo estás en otro cuerpo que te recuerda,
vibra tu mano rota mordida por la lluvia.
Murmullos de la muerte, que ascienden lentamente
por tu cuerpo deshecho, hace brotar la lluvia,
cuando alguien pisotea tu cabello extendido
y tu ramaje yerto poblado por el viento.
Lágrimas que dejé
Lágrimas que dejé tras la montaña.
Ojos que no veré sino en la muerte.
A través del adiós, ¿quién me acompaña
si mis ojos que ven no pueden verte?
Lágrimas y ojos que estarán mañana
tan atrás del ayer.
Aquí, donde no se abre la ventana:
aquí la tierra mana
lágrimas y ojos que no te han de ver.
Los que llamaron a la muerte
Los que llamaron a la muerte en la muerte han caído.
Los que cavaron la fosa yacen dentro de la fosa.
Estériles alimentos nos trajeron, pesadumbre de panes:
de culpa fue su palabra, su boca y su mirada.
Sobre las cordilleras se lamentan ahora,
dispersos por el mundo, rodeados por el llanto de las moscas.
Devorados serán los que ejercieron la noche,
ahogadas sus lenguas.
Creyeron que vivirían para mirar mil soles,
y ahora yacen en tinieblas.
…La nieve
brilla bajo la luna.
Los días que la ausencia ha devorado
Nunca olvidarás la calle bajo la luz extraña
de septiembre, una tarde; no olvidarás
olores del café que dormía en la taza,
pero tal vez olvides algo, tal vez se ausente algo.
Y ahora sólo escucho el sonido de la noche
que cae de la playa, y no hay nadie,
nadie que te recuerde, nadie
sino los vientos
marítimos, las voces de los niños, y el perro
que duerme todo el día como espejo aburrido,
nadie sino el azul dormido por la playa.
Entonces la penumbra rodeaba los sillones
y desde alguna parte la música subía,
la música mojaba tu ardiente corazón,
y desde alguna parte, desde una parte gloriosa,
tu voz que conversaba derramaba los días
futuros de nuestras vidas, acentuando, invisible,
lo que apenas pensaba la memoria lejana.
Compañero presente, no queda nada
sino el silencio de la casa,
los días que el amor ha devorado,
tu rostro que brilla en las paredes
acentuando la nostálgica luz de la luna,
los pasos que acercaron su carga de deseos
hacia el río desierto; y sólo el eco
de esas largas conversaciones rotas
en la orgullosa y perdida tarde final de un año,
las palabras llenas de alcohol bailando
delante de nuestros ojos; es decir, queda un nombre
que recorrió veredas sucias, pobres, tiznadas
por la luz de un crepúsculo;
y ahora, compañero, las mañanas ansiosas
de estudio interrumpido caen entre mis manos
y desde el parque viene la bocanada amarga
de aquello que responde sólo a un pasado muerto.
Abrid, abrid las puertas silenciosas
que el tiempo no ha tocado; dejad que entren los cuerpos
a ocupar su lugar; dejad que el lecho curve
un arco distendido de pieles ardorosas;
dejad que alguien devore los días. Sólo queda
en la casa de antaño un viento que recorre
cuerpos aletargados: un viento que levanta
días donde las ciénagas reciben cuerpos muertos,
días que retroceden del día que dejaron,
días que sostenían una nueva estela,
una burbuja apenas
sobre el agua callada que alguien bebiera solo.
Nocturno a la distancia
Ahora, allá en los años, en los lejanos años,
desde ese tiempo de oro, desde esos días altos,
vuelves, niño lejano, tapia bajo la luna.
Regresas a esta ventana, tarde llena de viento
sobre el mar. Regresas, noche llena de angustia,
y doblas tu cabeza, oh niño ya perdido.
¿Dónde estarán los seres que atravesó tu infancia,
desde dónde regresan, desde dónde la nieve
que ama el volcán lejano penetra por tus ojos?
¡Oh fauno impalpable, caza los restos
de los perdidos rostros, júntalos esta noche,
reúne sus amores, sus mentiras, sus rabias,
y deja que yo acaricie aquello de sus vidas
que en otro tiempo pude haber amado; deja
que viva en cada uno -¡oh cazador nocturno!-,
deja en mi pecho ahora para siempre una noche,
y por lejanas costas, en países sin nombre,
déjame que abandone un poco de mi muerte!
Retrato de una estudiante
Todas las cosas del tiempo, todas las cosas del viento,
vibran entre las suaves calles en el crepúsculo.
Nombres derramados, habitaciones solas,
viejas conversaciones derramadas un día,
voces de mis parientes, una tarde que sale
desde el mar sumergido, la soledad de la arena
a mediodía bajo la luz del sol ardiente:
sobre el caudal lejano de mi memoria irrumpen,
mientras escucho ahora las campanadas hondas
surgir desde muy lejos y el tiempo que se lleva
sobre el río las cosas del hombre y su trabajo.
Fluyen, caen, se escapan
las vidas silenciosas, y sólo el río se oye
rodar bajo la noche sin detenerse, oscuro,
en dirección al mar, al mar que muere un poco.
¿Es el viento el que aúlla sobre la mar delgada
de las caras marchitas? ¿Es el viento el que escapa
sobre las hojas muertas que arrastran sus tormentos,
en el oscuro y triste mes de abril que presencia
las cosas desvanecidas, la caediza estela
de la niebla moribunda? No hay presencia en su cuerpo;
no hay ríos, ni tierras, ni barcos, ni crepúsculos;
sólo hay un tiempo amargo que miro aquí en la tarde
bajo la luz eléctrica mientras allá en la esquina
dos estudiantes pasan cantando suavemente.
Y ahora irrumpe, irrumpe la cansada vida
de mi memoria, y ahora pienso, leo, y mientras canto,
o me miro al espejo, o rezo, o cuchicheo
grises palabrerías con una vieja amiga,
escucho ya los sonidos silenciosos
del pueblo de mi infancia, oigo las notas, miro
los rostros y los gestos de mi familia, y vuelve
su rostro joven; su mirada
regresa entre los ecos de la calle, penetra
mis ojos que le vieron partir oscuramente.
Quisiera recordar tantas cosas: el amor desolado
que yo entregara un día; cómo quisiera darle
la ternura, entregarle palabras
como las que él mismo un día me dejara,
y no esta cansada lejanía que escucho
rodar desde la noche, ahora que contemplo
las construcciones rojas de ladrillos que esperan
una vez que el día ha terminado. Y recuerdo un tranvía
que rodaba, metálico, con su carga cansada
-a las tres de la tarde, un día de verano
ardiente y doloroso-, y en la calle quedaba
el silencio, la siesta del sometido asfalto.
¡Escucho las alas del tiempo que desciende
en mi pobre cabeza! Una, dos, tres veces siento
el batir de sus alas:
¡Una vez en la noche!
(Hasta que el tiempo vuelva.)
¡Dos veces en la noche!
(Hasta que el tiempo escape.)
¡Tres veces en la noche!
(Hasta que el tiempo muera.)
Y ahora veo a mi madre, los vestidos usados,
las canciones de una tarde en la sombra
para el tiempo angustioso; miro los escenarios
que un día frecuentaba, el telón, las butacas,
esperando, esperando, las clases interrumpidas,
las gloriosas mañanas, la música querida;
y todo se aleja cabalgando
de mi memoria ausente, y todo vuelve
lentamente a traerme un poco de nostalgia
y de alegría efímera.
¿Es el viento el que pregunta en la noche?
¿Es el viento, es el viento el que interroga
sobre mi triste y débil cabeza de muchacha,
es el viento el que reúne estas cosas lejanas
en mi cama pequeña? ¿Es el viento el que escapa
cerca del patio viejo? ¿Es el viento el que vuelve?
No. Nada vuelve. Nada ocurre. Pero todo sucede
a veces en la noche. Y si regresa el tiempo
una vez, dos veces, tres veces, en la noche:
¡Una vez en la noche!
(Hasta que el tiempo vuelva.)
¡Dos veces en la noche!
(Hasta que el tiempo escape.)
¡Tres veces en la noche!
Última primavera
La luz bajaba desde la colina.
El sonido de un tren, un paso que he perdido.
Juventud, herida de otro tiempo,
te alejas soñolienta
como una verde lámpara sepultada en la noche…
Algo silencioso
estaba junto a mí. La lluvia
penetraba los techos perfumados.
Juventud, perdiste tu campana antigua,
tu yelmo mágico,
tu vara transparente.
Ésta es mi habitación. Ésta tu llama.
Éste el vestido. Ésta tu cintura.
‘Tu nombre’, dijiste, ‘se ha perdido en la sombra.
Búscalo más allá, detrás de las colinas’.
Era yo el que cantaba.
Nadie ha de saciar nuestro encuentro perdido.
Me perdí en el bosque. Partiste a los canales.
La luz bajaba desde la colina.
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