Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Manuel Sosa

Manuel Sosa, es un poeta y ensayista cubano. Nació en Meneses, Sancti Spíritus, Cuba, en 1967. Se graduó en Lengua Inglesa, y ejerció como profesor universitario hasta 1998, año en que emigró de Cuba. Escribió para revistas y periódicos de la isla, sobre todo reseñas de libros y temas culturales. Sus poemas han aparecido en antologías cubanas, mexicanas, chilenas y norteamericanas. Ha residido en Toronto, Charlotte y Atlanta, y en esta última trabaja desde el 2000 como supervisor de servicios sociales. Como escritor ha obtenido diversos premios. Entre estos, se encuentran el Premio Nacional de Talleres Literarios en 1990, el Premio David de Poesía en 1991, Premio Nacional de la Crítica por su libro Utopías del reino, en 1993, Premio “Heredia” de Ensayo en 1994, y Premio Pinos Nuevos en 1995, por su libro Saga del tiempo inasible.

El otro itinerario

También yo aguardo por un remanso
que simule al menos el alivio.
También yo aparento haber escuchado
las palabras que aún nos contienen
y llenan de credulidad.

Alguna vez rompieron el lacre
y proclamaron mi absolución:
una lista breve, un salvoconducto
que abriría la única puerta.
Y la calle oscura, la pobre calleja
de un pueblo oscuro atestiguó mi dolor
al salir con el frío y palpar las piedras.

También yo recuerdo la parca ceremonia
que fue despedirme de una casa irreal,
vencida por el marasmo y la fiebre.

Fueron mis pasos
los pasos de quienes suplicaban a lo lejos.
Sordo a los ruegos, cansado del polvo
también yo arrastro un grillete imaginario
y no por ello menos fatal.

Y las marcas del cuerpo
son luminiscencias, son vaticinio
de que todo termina en ergástula.

Nunca exentos del pasado, nunca libres
rogamos por ese espejismo
que son los horizontes, los privilegios,
las redenciones.

Y el bóreas nos sueña, insaciable.

La absolución

Han de tener razón para vedarme el paso
cuando ante el vestíbulo me descubro
y el fósforo restalla deslumbrante.
Mi fisonomía desmiente lo que anunciaban
las cartas de relación, las tablillas limpias de hiedra.
No es este el sitio, y se apresuran a desplazarme
hacia la verja con una expresión de asco.
No es esta la compuerta destinada a mi conversión,
por ser ya tarde y no haberlo previsto.
Han de saber que una silueta no suplanta al cuerpo
y que todo resplandor nace de una llama tan pobre.
Y pudiera ser lo más justo.
El humo sube incesante.
Unos dados prefiguraron este mutismo
que es percibir el gozo, sin poder paladearle jamás.
En el fondo no esperaba otra sentencia:
los dados rodaron por el mármol
y vi a cada augur mesarse los cabellos
al reconocer la costra que me retendría.
Han de estar en lo cierto, pues se aferran al picaporte
y trazan su línea con firmeza.
Yo debí faltar a un juramento. Yo tuve que defraudar
a alguien cuya altivez es inconmensurable.
Tiene que ser el reflejo de una justicia que no conozco
para que así me aparten y borren mi nombre
sin darme una razón, sin regalarme un manto
para el camino.

Las presencias

Nunca nos dejan a solas.
Lo sé por esa mano invisible
que nos retiene un instante
antes de pisar el vacío.
Lo sé por esa certeza inexplicable
de que las imágenes no bastan
y que toda verdad, siendo prístina,
no es para decir en alta voz,
sino para atesorar.

Nunca nos dejan a solas.
Un rostro nebuloso nos acecha
desde las viejas fotografías.
Un impulso de confesarnos antes del viaje
nos hace mirar por entre cada grieta
y cada intersticio.
La eventualidad, las convergencias,
las señales que pervierten a un signo
nos hacen doblar la página
y sumergirnos en el temor
de haber juzgado
a quien era juez y redención.

Esa breve felicidad
que puede ser el entrelazamiento de los verbos,
el misterio de sobreponerse a lo transitorio:
fragmentos como escalas
que los propios torreones dispensan
para escapar con el día.
Todo es presencia, todo es comitiva
que astutamente nos imanta.

Nunca nos abandonan.
En el candil arden las voces
y los tañidos
que resisten a esfumarse.

Nunca estamos solos
y somos salvos en ese desconocer
y en las obras que pulimos silentes,
sin esperar recompensa,
creyéndonos solos.

Viáticos

Nunca nos dejan a solas.
Lo sabemos por esa mano oportuna
que nos retiene un instante
antes de pisar el vacío.
Lo sabemos por esa certeza inconsciente
de que las imágenes no bastan,
y que toda verdad, siendo prístina,
no es para decir en alta voz,
sino para atesorar.

Nunca nos dejan a solas.
Un rostro caprichoso nos acecha
desde las viejas fotografías.
El impulso de confesarnos antes del viaje
nos hace examinar cada intersticio.
La eventualidad, las convergencias,
las señales que pervierten al signo
nos hacen romper la página
y sumergirnos en el temor
de haber juzgado
a quien era juez y redención.

Esa breve felicidad
que puede ser el entrelazamiento de los verbos,
el misterio de sobreponerse a lo transitorio:
fragmentos como escalas
que los propios arqueros dispensan
para escapar con la primera luz.
Todo es presencia, todo es comitiva
que astutamente nos imanta.

Nunca nos dejan a solas.
En el candil arden las voces
y los tañidos resuenan desde el barco fondeado.

Nunca estamos solos
y somos salvos en ese desconocer
y en las obras que pulimos silentes,
sin esperar retribución,
creyéndonos solos.

El inconverso

Dejadme recoger los residuos que del convite arrojan
para envilecer en la opacidad de los ministerios,
y como alma descuidada regar la sementera pútrida
sobre cada libro, sobre cada éxtasis.

Buscar así la otra persistencia, una energía
paralela al amor, pero más mitigante:
crispación del folio en la pira,
golpe fuerte contra el fuerte pórtico,
cuerda tensa y prematura.

Cuando alcancen a elogiar mi poca voz
habrán dado con el aliciente que les cegará.
Mi poca voz se adentra en la yema del rencor
y maldice más los coros, las cortes.
Mi túnico embriagan los tañidos desde el barco,
el badajo que halan sobre el reo abatido
y desangrado ante el bauprés.

Dejadme rehusar este reclinatorio
y tiritar contra los peldaños, despierto en las plazas
donde se refocilan las estatuas con sus profanadores.
Destilar así esta altivez, bruma sobre los balidos
y los cencerros del amanecer.

Yo me reclino a ver pasar los desfiles
y escribo estrofas que me perderían para la causa.
Lo predicaban los que crecían en donaire:
es amor lo que espera junto a la cancela abierta
si insistes y te proclamas ungido.
Pero yo cierro los ojos y aprieto los labios
para no vaticinar tanto provecho estéril.

Dolor o frialdad no vibran en mis refutaciones.
Lo que me ensancha como un pendón al viento
es la ojeriza, la alegría de la elección contraria.
Dejadme aborrecer sin contornos que me recluyan
y sea la indiferencia mi laurel,
mi purificación.

Suspensión de la incredulidad, sin el poema

Falta el milagro de reconocer las pocas ofrendas
que dispersaron ante los altares vacíos, y animarlas
en otra ofrenda posterior, sin palabras, más allá del asedio:
la sumisión innata de quien versificaba, apartado
y tejiendo su propia fábula, buscando similitudes entre abismos
y enigmas, hombres guiados por mano insegura
que podía borrarles o tejerles el mismo tapiz;
el ingenio de quien seguía limando la fuerza del tribuno
sin corregir la agudeza de sus dardos;
la delicadeza del enunciador, sus devociones
repartidas como lenguas sedientas; la exactitud
del dibujante que ansiaba retratar el basilisco, sin salir
del sueño ni apartarse de su radio insólito;
la exasperación del invitado tratando de zafarse
del último estertor, una historia de barcos y círculos
que se repetían en cada horizonte, y la música
vibrando en las ventanas impacientes; la embriaguez
del padre poseído, clamando por su hija muerta
que ya no le dejaba retocar el retrato, su sombra
latiendo a la luz de la lámpara, el país a oscuras;
el desaliento del celador que adivinara el camino donde
nadie habría de renacer: la torre nocturna, asustándole
y robando sentido al oficio más despreciable, el suyo;
la perplejidad del artífice, mudándose a un estado
más tentador, donde sus provocaciones agitasen
el agua sucia (la escritura, la liturgia) y le diesen
razón de acumular obras y rédito; la vanidad del guía,
que ausculta con su vara la miseria de servirse
de los caminos y buscar amparo en las ciudades,
confirmando así su naturaleza solícita, sirviendo
al viajero que es lector y mendigo a la vez; el azoro
de los copistas, que no se resisten al martirio
de su propia especie y fatigan los manuales herméticos;
las obsesiones del ciego; el apetito del enfermo;
la altivez de quienes cierran los portones y condenan
las ventanas; la ingenuidad de admitir que se fabula
para armar alianzas… Nunca el freno, nunca el coraje
de detener el reloj con un gesto inesperado; nunca
la renuncia ante los altares y la quema de los bocetos
para defraudar a Dios; nunca el impulso contrario
ni la vejación de la realidad simulando un estado de estupor,
fingiendo degustar el treno, socavando su armazón
antes de que nazca e invada las galerías impacientes;
nunca la verdadera cesación del fluir y la conjuración
del milagro que pudiera ser el poema,
sin rebajarse a escribirlo.

Arte obediente

Enumerando derrotas: así también confirmamos
que alguna espontaneidad sobrevive
fuera de las murallas, donde todo es rastro
de tiza y de sangre, y alaridos.
Un evasor más, como nosotros, entra y sale
abrazando pliegos olorosos, su tinta tan fresca
que mancha la piel; pasa sin reconocernos
y se pierde en la planicie, sin mirar atrás.
Ha dejado esa fragancia, señal de que sabe desmarcarse
y aquietarse a la vez.
Un evasor más, a quien dejan regresar
porque sabe guardar silencio y recoger la ceniza.
Leemos sus derrotas en un registro que permanece
intacto, el novicio que sigue escribiendo
como novicio, el tiempo detenido
en el mismo libro que insiste en ofrecer.
Yo intuyo otra derrota más, dejada afuera
por desconocimiento: haber callado
obstinadamente para no contaminar su arte
hecho de palabras ambiguas, y no saber
qué hacer con tanta mudez y tanto ingenio
cifrados por la obediencia.

Cruz de tiempo

Es aquí donde se cruzan
conjetura y realidad:
ayer, un discípulo adivinando el futuro,
esclavo de la obsesión por lo que vendría
y que ahora se le ofrece
sin resistencia;
hoy, el dueño que reniega de sus posesiones
y se refugia en lo irrecuperable,
en lo que tuvo ayer, sin saberlo.