Poetas

Poesía de Perú

Poemas de Manuel Scorza

Manuel Scorza, nacido Manuel Escorza Torres en Lima el 9 de septiembre de 1928, es una figura esencial en la literatura peruana, reconocido por su contribución al indigenismo y al realismo mágico andino. Su vida y obra se entrelazan con la historia y los conflictos sociales del Perú, revelando una profunda conexión con las luchas y esperanzas de su pueblo. Desde muy joven, Scorza mostró una gran sensibilidad hacia los fenómenos sociales que marcarían su obra.

Scorza pasó parte de su infancia en Huancavelica, donde vivió en el pequeño pueblo de Acoria, una experiencia que influyó notablemente en su visión del Perú profundo. Estudió en el Colegio Militar Leoncio Prado, una institución que también vio pasar a figuras como Mario Vargas Llosa y César Hildebrandt. Posteriormente, ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde se involucró activamente en la política, militando en el APRA.

En 1948, a los 20 años, Scorza se exilió en París debido al golpe de Estado del general Manuel Odría. Durante su estancia en Francia, trabajó como lector de español en la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud y aprendió francés. Fue en este exilio donde escribió muchos de los versos que compondrían su primer poemario, Las imprecaciones (1955), reflejo de su desconsuelo y añoranza por su patria.

De regreso en Perú, Scorza dirigió la colección Populibros desde 1956 hasta 1965, democratizando el acceso a la literatura mediante ediciones asequibles de obras indigenistas y progresistas. Sin embargo, fue en la narrativa donde halló su verdadero espacio de expresión. Su primera novela, Redoble por Rancas (1970), es una joya literaria que da inicio al ciclo «La guerra silenciosa», donde combina poesía, mitos ancestrales e historia para retratar la lucha de los campesinos por recuperar sus tierras.

El ciclo incluye las novelas Historia de Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). Estas obras, traducidas a más de cuarenta idiomas, mezclan realismo social con fantasía poética, consolidando a Scorza como un maestro del realismo mágico andino y un cronista de las injusticias y esperanzas del Perú rural.

En 1968, debido a su activa participación en movimientos políticos indigenistas y en medio de luchas campesinas, Scorza se exilió nuevamente, llevando consigo manuscritos de gran valor literario. En sus últimos años, fue invitado a Nápoles por el diario Il Mattino para escribir sobre la ciudad tras un devastador terremoto, demostrando así su reconocimiento internacional.

Manuel Scorza falleció trágicamente el 27 de noviembre de 1983, en un accidente aéreo cerca del aeropuerto de Madrid. Poco antes, había publicado La danza inmóvil (1983), una novela que marca una ruptura con su ciclo anterior, mostrando su capacidad para reinventarse literariamente hasta el final de sus días. Su legado permanece vivo, inmortalizado en la literatura peruana e internacional, como un testimonio de su amor por su tierra y su gente.

Rumor en la nostalgia antigua

Cuando la luz cansada de embestir al día
vara en los muelles su cadáver dorado,
y está el silencio entre los ausentes
y las golondrinas,
poniendo huevos lentos,
¿vuelve el agua a los pétalos del rayo?
¿torna el cristal a desplumarse en la azucena?
¿escuchas al otoño, bandada por bandada, aterrizar
entre los resortes ruinosos del poniente,
me oyes llegar pisando el olor que humea
de las manzanas sumergidas, me escuchas…?

Yo recuerdo que el día en que la luciérnaga
se puso su anillo de barcos perdidos,
el tiempo bajó a mirarte hasta las cosas mudas.
¿Quién se acordó entonces del rocío sujetando
a las palomas?
¿quién racimo de planetas enfermizos?
¿quién soledad desfondada por los muertos?
¿quién cuchillo afilado en la luna?
Era el mes de las olas arrodilladas esperando
tu corona.
Era la mitad desde el plumaje deshecho de la tarde,
desde las corrientes, desde el olvido.

¡Y ahora estoy en medio de los meses invadidos,
entre las finales cáscaras del día!;
oigo que te pones el vestido sucio de un fantasma
siento que un sol ciego
te llueve con plumas aguas, y ya no te conozco.
¿Quién, pues, eres tú que desaguas eternamente
al otoño con tu cubo?
¿quién que enroscas tu barba al horizonte?

Esta es la hora
en que la luz se arranca las pestañas,
tirita el lirio en la cama polvorienta del relámpago
viaja el toro al dorso del bramido.
Esta es la hora,
en que a tu isla de párpados recién cernidos,
llega la lluvia desangrándose de ruiseñores.
¡A ver la niebla, que él está mirando!

¡A ver la hierba, que yo no tengo la culpa
que empañe el paisaje como un vaso!

¡Ah, combatiente, qué dirías si vieras
el resplandor que te encuaderna las entrañas!
¡Ya no es posible que no sepas que tus dedos
emergen de los golfos trayendo aquí
todos los días una flor de luz petrificada!
¡Ya no es posible, ni tampoco quiero,
que mi corazón se vaya
en el carruaje amarillento de las hojas!

Mas no lloradlo.
A Él lo construye perpetuamente el agua.
En el principio, cuando la lágrima vuelve
a su trono transparente, lo edifica
el viento que borra los sepulcros.
¿Qué lo han visto en los malecones
por donde llega el otoño,
de jazmín en jazmín desde el fondo de la tierra?
Levántate,
las gentes no quieren creerme
que por todas partes limitas con el alba,
que estás en la gota donde, ya en ruinas,
agitando los brazos se despide el horizonte…

Epístola a los poetas que vendrán

Tal vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas
por donde venía la ardiente cólera.

Yo respondo:
por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la Poesía
una solitaria columna de rocío?
Tenía que ser un relámpago perpetuo.

Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire el pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras llueva sobre el pecho de los mendigos,
mi corazón no sonreirá.

Matad la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
No digáis el romance de los lirios.
Hay cosas más altas
que llorar amores perdidos:
el rumor de un pueblo que despierta
¡es más bello que el rocío!
El metal resplandeciente de su cólera
¡es más bello que la espuma!
Un Hombre Libre
¡es más puro que el diamante!

El poeta libertará al fuego
de su cárcel de ceniza.
El poeta encenderá la hoguera
donde se queme este mundo sombrío.

Canto a los mineros de Bolivia

Hay que vivir ausente de uno mismo,
hay que envejecer en plena infancia,
hay que llorar de rodillas delante de un cadáver
para comprender qué noche
poblaba el corazón de los mineros.

Yo no conocía
la estatura melancólica del agua,
hasta que una tarde, en el otoño,
subí a El Alto, en La Paz,
y contemplé a los mineros ascendiendo al porvenir
por la escalera de sus balas fulgurantes.
¡Cómo olvidar a los obreros
luchando por la vida en los fusiles!
¡Cómo olvidar a los ausentes
combatiendo, de memoria, en los suburbios!

Miré sus casas
edificadas sobre el trueno,
entré a sus vidas como al carbón ardiendo,
toqué sus cuerpos
capaces de contener odio y relámpagos,
cuando era todavía la edad inclinada de sus frentes.

Yo fui a Bolivia en el otoño del tiempo.
Pregunté por la Felicidad.
No respondió nadie.
Pregunté por la Alegría.
No respondió nadie.
Pregunté por el Amor.
Un ave
cayó sobre mi pecho con las alas incendiadas.
Ardía todo en el silencio.
En las punas hasta el silencio es de nieve.

Comprendí que el estaño
era
una
larga
lágrima
petrificada
sobre el rostro espantado de Bolivia.
¡Nada valía el hombre!
¡A nadie le importaba si bajo su camisa
existía un cuerpo, un túnel o la muerte!

En vano cavaban los mineros
tratando de enterrar su gran fatiga;
durante siglos buscaron sus ojos ciegos en el metal,
sin saber que en la altura el llanto era neblina.
¡No haberlo sabido me avergüenza!
Porque en las ciudades los poetas
lloran la ausencia nostálgica del aire,
pero no saben lo que es vivir bajo la lluvia,
confundiendo el hambre con la sed,
y la sed con un pájaro pintado.

Yo fui uno de ellos.
Yo no sabía por qué los ríos
se secan en el sueño
y ciertos rostros en los Andes
son puras miradas melancólicas.

Hasta que los mineros,
cansados de tener una sola vida para tantas muertes,
domesticaron truenos,
nutriéronse de piedras,
bebiéronse las lluvias,
rompieron con sus manos la jaula de la vida.

En La Paz.
Era otoño.
Recordadlo.
Era otoño.
Velad por los muertos -recordadlos-.

La sangre derramada
-era otoño-
es el oído secreto de la tierra
-en el otoño-
y a través de su silencio
-era otoño-
descifra la raíz el idioma futuro de las flores
-en el otoño-
y el aire siente que su cuerpo
-era otoño-
acaba en verde campanada.
Recordadlo.

Ya lo veis desde la altura.
Aquí empieza
la dinastía sucesora del rocío.
A mi patria rota me voy.
Mas antes de partir, decidme, mineros:
¿Cuándo veré esta luz en los ojos de América?
¿Hasta cuándo jugarán a los dados
la túnica sangrienta de mi patria?
Oh, hermanos, ruiseñores verdaderos del metal,
¡prestadme vuestra muerte para edificar la vida!

América, no puedo escribir tu nombre sin morirme

América,
no puedo escribir tu nombre sin morirme.
Aunque aprendí de niño,
no me salen derechos los renglones;
a cada sílaba tropiezo con cadáveres,
detrás de cada letra encuentro un hombre ardiendo,
y no puedo ni cerrar la a
porque alguien grita como si se quedara dentro.

Vengo del Odio,
vengo del salto mortal de los balazos;
está mi corazón sudando pumas:
sólo oigo el zumbido de la pena.

Yo atravesé negras gargantas,
crucé calles de pobreza,
América, te conozco,
yo mismo tendí la cama
donde expiró mi vida vacía.

Yo tenía dieciocho años
yo vivía
en un pueblo pequeño,
oyendo el diálogo de musgo de las tardes,
pero pasó mi patria cojeando,
los ahogados empezaron a pedir más agua,
salían de mi boca escarabajos.
Sordo, oscuro, batracio, desterrado,
¡era yo quien humeaba en las cocinas!

¡Amargas tierras,
patrias de ceniza,
no me entra el corazón en traje de paloma!
¡Cuando veo la cara de este pueblo
hasta la vida me queda grande!

¡Pobre América!
En vano los poetas
deshojan ruiseñores.
No verán tu rostro mientras no se atrevan
a llamarte por tu nombre, ¡América mendiga,
América de los encarcelados,
América de los perseguidos,
América de los parientes pobres!
¡Nadie te verá si no deshacen
este nudo que tengo en la garganta!

Alta eres, América

Alta eres, América,
pero qué triste.
Yo estuve en las praderas,
viví con desdichados,
dormí entre huracanes,
sudé bajo la nieve.
¡En tu árbol
sólo he visto madurar gemidos!

Alta eres, América,
pero qué amarga,
qué noche,
qué sangre para nosotros.
Hay en mi corazón muchas lluvias,
muchas nieblas, mucha pena.
La pura verdad, en estas tierras
golpean a los hombres hasta sacarles chispas,
y uno, a veces,
con sólo mirar envenena el agua.

Alta, tierna, bella eres,
mas yo te digo:
¡no pueden ser bellos los ríos
si la vida es un río que no pasa!
¡Jamás serán tiernas las tardes,
mientras el hombre tenga que enterrar su sombra
para que no huya agarrándose la cabeza!

Entonces,
¿de dónde trajeron los poetas
la guitarra que tocaban?
Te conozco:
dormí bajo la luna sangrienta,
despintaron mis ojos las lluvias;
el cruel atardecer
me dio su enredadera de pájaros violentos;
en salvajes llanuras
destejí implacables tinieblas,
en las casas entré y en las vidas,
pero jamás miré sonrisas habitadas.

¡Ay, tu corazón al fondo de la noche!
Ya fui lo que seré y todo ha sido sangre.
Ya se quemó el pez en las sartenes.
Ya caímos en la trampa.
Por favor, ¡abran las ventanas!
Aquí el pájaro no es pájaro
sino pena con plumas.

Soy el desterrado

América,
a mí también debes oírme.
Yo soy el estudiante
que tiene un solo traje y muchas penas.
Yo soy el desterrado
que no encuentra la puerta en las pensiones.
Te digo que en las calles
y en las azoteas y en las cocinas,
y al fin de cada día y en mi pecho,
algo está muriendo.
Escúchame:
Yo soy el desterrado,
yo vagué por las calles
hasta que los perros
lamieron mi amor desesperados.
¡Acuérdate de mí!
Hay días que no tengo ganas
de ponerme los ojos,
días en que hasta los pájaros
se pudren a la mitad del vuelo.

¡Amor, amor,
tú no has dormido
en cuartos inmundos;
tú no sabes lo que es vivir
con una mujer que zurce su ropa llorando!
Ay, durante siglos los poetas callaron
y en el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba,
hasta que ya no pudimos más,
y el dolor empezó a mancharlo todo:
la mañana,
el amor,
el papel donde cantábamos.
Un día el dolor
empezó a gotear desde abajo,
daban los muros gritos desgarradores,
una mano amarguísima volcó mi pecho.
Ahora vengo a ti gimiendo,
aquí está mi voz encarcelada,
aquí estoy yo, debajo de esta frente, derrumbado.

Los poetas

Ustedes, poetas,
¿qué creían?
Cantaban
bellísimas canciones;
en vuestra tarde hermosa
sólo sonaba
el murmullo amarillo de la fuente;
los poetas tejían
enredaderas de espuma
alrededor de las muchachas;
los poetas decían:
las aguas son transparentes
como si debajo agitaran candelabros encendidos.
Aquí algo humeaba;
no era nada,
era gente desconocida;
el humo salía de los ojos del mundo,
quemaba cisnes, mataba flores,
y ustedes, poetas, cantaban.
¡Era difícil interrumpir la melodía!
Cómo iban los poetas a decir:
«No hay papas»,
«Está sucia mi camisa»,
«La niña llora por su pan descalabrado»,
«No tengo para el alquiler»,
«No puedo, vuelva a fin de mes».
Ay, poetas,
ahora el beso
en los labios se nos pudre;
muertos estamos
de comer barbudas aves.

En verdad, os digo:
antes de que cante el gallo,
lloraréis mil veces.

Antes del canto

Antes de la primera letra,
antes aún de la primera página,
yo escribí este libro.
Cuando era tan pequeño
que todo mi dolor cabía en un verso;
después, temblando entre los años,
cuando ya no bastaban
todas las tardes de muchas vidas.
Tal vez cuando comprendí
que la dicha era un remoto recuerdo de familia,
o cuando lavando el rostro padre
se me mojó la mano de tiniebla,
o cuando la patria empezó a salírseme a borbotones,
ardió en mí la primera cólera.

Lentamente,
ruina a ruina,
muerte a muerte,
mi corazón se pobló de herrumbre
y cuando llegó el día
me bastó abrir el pecho
para que salieran mis muertos queridos:
Alejo, interminable amigo,
Adela, tan dulce,
Pedro Marca, hoy sin boca,
Mariano, creciendo solo en su celda,
Ramiro y su corazón azul de tanto golpe,
gentes que amé desde la infancia,
¿dónde estaban?
Rotos,
llovidos,
hasta la última hilacha desgastados.
Ay, todos navegaban por la muerte,
yo estaba encallado entre los vivos.

Entonces
comprendí
que yo también moriría
si no alzaba en mis versos
la vida que demolía el incendio,
y escribí estas canciones
para que en otras vidas ellos fueran inmortales
y en alguna parte
volviera a crecer el tallo de sus risas rotas.

Voy a las batallas

América,
aquí te dejo.
Me voy a las batallas.
Luchar es más hermoso que cantar.
Yo te digo,
a pesar del dolor,
a pesar del las patrias derrumbadas,
ama a los gorriones.
Yo sé que es difícil
hallar entre las tumbas un lugar para la risa.
Yo mismo, a veces, caigo,
y el viento
levanta mi cara como una alfombra rota,
pero aun en las celdas,
bajo la lluvia,
yo no perdí la fe.

Amigos,
aunque os golpeen,
jamás perdáis la fe;
aunque vengan días sucios,
jamás perdáis la fe,
aunque yo mismo os niegue de rodillas,
no me creáis,
amad la vida,
¡guardad rocío
para que las flores
no padezcan las noches canallas que vendrán!
Sed felices, os ruego,
salid de los cuartos sombríos,
sed felices para que yo no muera.
Yo no escribí estos cantos
para dar espuma a las muchachas.
Yo canté porque los dolores
ya no cabían en mi boca:
yo siempre estuve aquí
peleando con mastines de pavorosa nieve;
conozco todas las caras,
he visto a los deudores tratando
de meterse en sus zapatos cada amanecer.
¿Dónde no estuve?,
¿en qué pantano no bebí?,
¿a qué pozo malo no rodé?

Ay, a mi alma caían las cáscaras
que amargas cocineras, pelaban.
Amigos: en mi corazón jamás reinó silencio,
yo oí todas las voces,
escuché a las sábanas quejarse,
supe cuando las criadas escribían cartas de tristeza,
y cuando no llegó a tiempo el único pie del cojo,
y canté, América, los dolores,
y recliné en ti mi cabeza.
Mas ahora digo:
degollad la tristeza,
cantad frente al mar.
Dadme la mano, amigos.
Amo la tierra flaca
que me siguió cojeando a los destierros.
No quise confesarlo antes.
Era difícil,
me ahogaba el esqueleto,
el aire me dolía,
la voz me llagaba
pero ahora te amo.
No soy nada,
no soy herrero,
ni jinete, ni sembrador.
Yo sólo sé cantar, pero te amo;
¡también la aurora se construye con canciones!

¡Amigos,
os encargo reír!
Amad a las muchachas,
cuidad a los jazmines,
preservad al gorrión.
No me busquen amargos en la noche:
yo espero cantando la mañana.

Un gran viento se levanta.
Hay demasiado dolor.
Un gran viento se levanta.
He visto arder extraños ríos.
Un gran viento se levanta,
preparad la hoguera,
preparaos.

Aquí dejo mi poesía
para que los desdichados se laven la cara.
Buscadme cuando amanezca.
Entre la hierba estoy cantando.