Poesía de Colombia
Poemas de León Zafir
León Zafir, el seudónimo tras el cual se ocultaba la pluma prodigiosa de Pablo Emilio Restrepo López, floreció en los confines montañosos de Anorí, Antioquia, Colombia, en el turbulento amanecer del siglo XX. Nacido en el año 1900, su llegada al mundo aún se envuelve en el misterio de las fechas, pero su voz poética resonaría con una claridad atemporal que trascendería los límites del tiempo y el espacio. En las calles polvorientas de Medellín, el eco de su poesía se desvaneció en el susurro de la eternidad el 9 de julio de 1964.
Con el alma alada y el corazón embebido de los colores de su tierra, León Zafir se erigió como uno de los pilares fundamentales de la literatura antioqueña y nacional. Junto a sus contemporáneos, Tartarín Moreira y el Caratejo Vélez, forjó un legado poético y musical que se convirtió en un tesoro inestimable de la tradición cultural colombiana. Su pluma, ágil como el vuelo de un colibrí, dio vida a obras maestras como “Aquí Voy“, “Luna sobre el monte” y “Nosotros somos así“, testimonios inmortales de su genio creativo.
Pero no solo en la palabra impresa encontró León Zafir su voz eterna. Sus versos, cargados de melodía y emoción, fueron acogidos por los más grandes compositores de su tiempo, como Carlos Vieco, Camilo García y Eladio Espinosa. Estos maestros de la música colombiana se unieron al coro de su poesía, elevándola a nuevas alturas de expresión artística. Temas como “Cultivando rosas“, “Hacia el calvario” y “Primavera en Medellín” se convirtieron en himnos del alma, entonados por voces legendarias como la de Alfonso Ortiz Tirado y el Dueto de Antaño.
Así, León Zafir trascendió las fronteras del tiempo y el espacio, dejando una estela de luz y belleza que perdura en el corazón de Colombia y más allá. Su legado, imperecedero como las estrellas en el firmamento, continúa inspirando a generaciones de poetas y músicos, recordándonos que en cada verso y cada nota reside la esencia misma de la vida y el alma humana.
MI GENTE
Yo vengo de una raza de mineros
bravos y aventureros,
que se tostaron bajo el sol ardiente
del trópico en la brega continuada:
raza altiva y valiente,
hombres de voluntad recia y templada,
que mantuvieron, sin temor a nada,
dispuesto el corazón y alta la frente.
Tarareando dulcísimas canciones,
por muchos años desfiló mi gente
hacia la mina en típicas legiones,
sin temer a la muerte, cruel y ruda,
que permanece muda,
agazapada entre los socavones.
El martillo sonoro
que manejó la mano encallecida,
volvió en una violenta sacudida,
la roca viva veinte mil pedazos,
y fue quedando al descubierto el oro,
que en otros tiempos, cual fulgente brasa,
hecho pulseras alumbró en los brazos
de todas las mujeres de mi raza.
En horas de reposo
las manos del minero hacían
despertar los acentos que dormían
en las cuerdas del tiple sonoroso.
Juzgando no un pecado
mortal o imperdonable, la mi gente
amansó bestias bravas, jugó al dado,
jugó a los gallos y bebió aguardiente.
Todos los hombres de mi raza fueron
fieles al yugo que el pasado encierra,
tanto, que ellos nacieron y murieron
dentro los lindes de su propia tierra.
Y o me fugué una vez, en un momento
de irreflexión, de mi montaña grata,
y hoy siento de ello tal remordimiento,
que por poco me mata.
De no haberme fugado,
ahora casualmente viviría
en mi montaña como en un destierro;
pero en cambio tendría
lo siguiente -adquirido sin afán-:
casa propia, mujer, hijos, un perro,
una escopeta, un tiple, oro guardado,
y un caballo alazán.
EXCLAMACIÓN FILIAL
Fue en el mes de noviembre… Yo jugaba engreído
con el perro en el patio de mi: casa rural;
la mañana era tibia y había amanecido
florecido el rosal.
Vinieron a llamarme. No inquirí qué pasaba,
pero instintivamente corrí, corrí hacia allá,
y ¡gran dolor! se estaba
muriendo mi mamá.
Se moría de angustia. Con los ojos me dijo
muchas cosas que ahora comienzo a comprender;
todo cuanto una madre puede decir al hijo
que ya no vuelve a ver.
Su agonía fue apenas
la fuga de un suspiro comprimido y sutil…
Entre sus manos pálidas como dos azucenas,
con ella agonizaba su cristo de marfil.
Lirios, dalias, claveles y la yedra más bella
y las rosas más frescas y el más blanco azahar,
en su tumba lucieron todas las flores que ella
sabía cultivar.
Íbamos a enterrarla bajo el postrer reflejo
del sol, y preguntaba la gente: -Quién murió?
-Camelita, -decían- y al fúnebre cortejo
lo seguíamos llorando mis hermanos y yo.
Bajo unos pinos largos, a mi dolor extraños,
la dejamos … ingratos … Cuánto tiempo hace ya!
Mas yo que no la olvido, ya un hombre entrado en años
en mis noches bohemias he exclamado: ¡Mamá!
ROMANCE DE LA CASA DEL TÍO JOSÉ
Casa del tío José
clavada junto al barranco;
dos puertas y una ventana
que miraban hacia el llano.
Agua fresca y cristalina
nacida al pie de un peñasco,
que venía por la acequia
hasta desgranar al patio,
sobre transparente alberca
en donde tomaban baño
las golondrinas, de día,
y por la noche, los astros.
Era una senda de flores
el caminito cuajado
de hortensias y enredaderas
helechos, salvias y cardos.
Por todos los corredores
materos con lirios blancos,
yedras, dalias, maravillas
y claveles matizados
y rosas de Alejandría
y margaritas y nardos.
El tío José, buen viejo,
trabajaba sin descanso
y quería su parcela
como deudo al camposanto.
Aquel apacible predio
era un frondoso milagro
sembrado de platanares,
de caña dulce, naranjos,
piñas, guayabos de leche,
de tamarindos y mangos.
Con los frutos se saciaba
la gula de muchos pájaros.
Por las tardes, a la casa
del tío José llegábamos
en caravana infantil
los chicos del vecindario.
Las nuestras cabalgaduras
eran caballos de palo.
Volteábamos el trapiche
y nos daban de regalo,
miel fresca en totuma negra
o en coco negro tallado.
Para tocar acordeón
el tío José era un mago,
y mí mamá que tenía
dedos menudos y sabios,
para pulsar la guitarra,
acompañaba a su hermano.
Dos pétalos de azucena
simbolizaban sus manos.
Casa del tío José
clavada junto al barranco,
allá me prendé una vez
cuando tuve dieciocho años,
de una provinciana dulce
como la miel de duraznos,
de piel rosada de nácar
y senos como de mármol.
(Del fuego de aquel amor
ni cenizas han quedado).
El tío José hace tiempos
qué se murió; lo enterraron
bajo la elástica sombra
de unos mustios pinos largos.
Y su mujer, que era buena,
como agua tomada en cántaro,
y que lo había seguido
por la vida, paso a paso,
se fue tras su compañero
por los senderos arcanos.
La casa del tío es hoy
imagen de desamparo:
Por las tapias agrietadas
trepan, medrosos y lánguidos,
como serpientes morenas
los bejucos estirados.
Seca está la alberca limpia
en donde tomaban baño
las golondrinas, de día,
y por la noche, los astros.
Ni yedras ni maravillas,
ni claveles matizados,
ni rosas de Alejandría
bajo el alero han quedado.
Casa del tía José
que un día me diste amparo;
perpetúo tu recuerdo
con este romance amargo,
que no verán las pupilas
ni recitarán los labios
de la provinciana dulce
como la miel de duraznos,
de cabellera ondulosa,
de pies finos y descalzas,
de piel rosada de nácar
y senos como de mármol.
TU DELANTAL
Sobre tu traje auroral
tu delantal azulino,
es un brochazo divino
sobre un lienzo de cristal.
Es también para mi anhelo
tu traje de albura breve
una túnica de nieve
con una mancha de cielo.
Cuando tus manos se alojan
tras los pliegues ideales
de tu delantal de tul,
fingen tus manos ducales,
dos lirios que se deshojan
al borde de un lago azul.
ROMANCE DE LAS OFRENDAS
Portando estelar ofrenda
desciende por la colina
la noche que va llenando
de silencio las campiñas:
Es un gajo de luceros
temblorosos como espigas.
Despertaron las luciérnagas
que hicieron siesta en el día,
y formaron en tu honor
una comparsa lumínica.
Hay un insomnio de luna
sobre las montañas lívidas.
Aire premuroso y fresco
llegá á darte su caricia,
perfumado de rosales
y de azules teresitas,
y de jazmines del Cabo,
de pensamientos y lilas.
Para asistir a tu triunfo,
de sus jaulas comprimidas
se salieron los ariscos
pájaros de la alegría.
Locas están de alborozo
por volar las serpentinas.
Arlequín, galante y joven,
arrebujado en la fina
sedería de su traje,
recorre las avenidas;
hila romances el viento,
cantan cigarras amigas;
hay un estremecimiento
de trepadoras floridas
y, cual pétalo de lirio,
en una ventana antigua,
asoma la cara pálida
y dulce, de Colombina.
Y o soy poeta, señora,
y para tu frente altiva,
y tersa como cristales
que copian gélidas linfas,
traigo dos coronas: una
hecha con piedras que brillan
y desaparecen, luego,
como estrellas fugitivas;
y otra que· no ha de brillar
ante tus claras pupilas,
porque la· tejió mi ensueño
con hebras de fantasía.
Tiene el fulgor de mi verso,
la elegancia de mi rima,
y habrá de. ser perdurable
hasta que yo sueñe y viva;
que es así como el poeta
sabe ofrendar las primicias
musicales, que se esconden
en las cuerdas de su lira.
Carmenza Primera, Reina
por la gracia indefinida
de Dios, y por voluntad
de este pueblo que te admira.
Sobre la fronda armoniosa
de tu cabeza morisca,
pongo esta breve corona
hecha de piedras que brillan
y desaparecen luego
como estrellas fugitivas.
Corona que sí es triunfal,
pero también es efímera.
En tus ojos se ha apagado
volcán que lanzaba chispas:
desgrana perlas tu boca
cuando suelta la sonrisa;
en tu pecho se han dormido
dos alondras pensativas.
Carmenza Primera, Reina
de ilusión y de alegría;
ciño la fronda armoniosa
de tu cabeza morisca
con mi estrofa, que es corona
y en alabanzas rutila.
Esta es la corona real
que no verán tus pupilas
porque la tejió mi ensueño
con hebras de fantasía.
Y a tus pies pongo rendido,
después de mi ofrenda lírica,
mi corazón encendido
como el zarzal de la Biblia!
POR VER A LA REINA
Princesa encantada: dende hace ocho días
supe en mi montaña, que queda muy leja,
que a usté por sus dotes de virtú y de gracia
iban a ponerle corona de reina;
y que todo el mundo s’ ihallaba alelao
viendo su lindeza;
que iban a llevale muchas serenatas,
a cantale trovas y escribile décimas
y a decile cosas de fina lindura
muy sentimentales todos los poetas.
Que una vez ponida la corona d’ioro,
de laurel o yedras,
usté ya podía ditar sus mandatos
lo mesmo que aquellas
remitas tan lindas que yo he percatao
en vistas de cine que hasta el campo llegan
y en algunos cuentos lo más divertidos
que pa los muchachos hace un tal Callejas.
Y por eso mesmo dende antier temprano
le dije a mi vieja
que yo me tenía que venír pal pueblo
de todas maneras.
Que me cepillara mi calzón de paño
y mi ruana negra
y que me planchara mi camisa blanca,
pa venime a vela.
Dejé comenzao mi tajo en el monte
y dejé mi güerta;
en un rincón puse con mucho cuidao
toda mi herramienta;
colgué mi machete
d’iun clavo grandote qu’ihay tras de la puerta;
me tercié del hombro mi carriel de nutria
con siete bolsillos y cuatro secretas,
me amarré en la nuca mi pañuelo nuevo
marcao con seda,
descolgué mi tiple,
le cambie las cuerdas,
y agarré el camino que hay en la montaña
por venir a verla.
Y aquí estoy plantao dende ayer, vigiando
por esos balcones onde usté s’incuentra,
a ver si la logro devisar, pa echale
las trovas más nuevas
que por el camino me vine inventando
pa usté solamente, paisana antioqueña.
Que tiene, me cuentan, usté unos ojazos
claros como l’agua que se queda quieta
puay en esos lagos que hay en la montaña
y que son los baños de la luna llena.
Y que los cabellos de usté se parecen
como a chorros d’ioro que mi Dios hubiera
derramao un día pa que recogiéramos
los que semos pobres aquí en esta tierra.
Y también me cuentan que las manos suyas
son como la espuma, lo mesmo que seda;
que es usté muy buena, que es usté muy linda,
más buena y más linda que todas las reinas.
No puedo, por tanto, soberana linda,
volver a mi tierra
sin haberla visto con todos sus lujos:
corona, pulseras,
mudada lo mesmo que en el pueblo mudan
a la Virgen blanca con toda su percha,
y no dende lejos, que no juera gracia,
sino bien de cerca.
Que habiéndola visto y habiendo cantao
junto a su ventana siquiera dos décimas,
ya me iré contento, con el mesmo brío,
a hacer el cultivo de mis sementeras…
Y estoy cavilando que por un milagro
puede hasta salirme mejor la cosecha.
Y en el rancho mío, la tarde en que llegue,
todo sudoroso, con la boca seca,
tendré la visita de muchos vecinos;
de toda la gente que hay en la vereda,
y hombres y mujeres habrán de envidiame
cuando yo les cuente que vide la reina.
Yo habré de espetales que usté es tan bonita
como la Patrona que alumbra mí vieja:
Virgen del Carmelo que no ha permitido
que a yo me asesinen en alguna gresca.
Que la frente suya
es blanca lo mesmo que unas azucenas
que tiene mí mama
sembradas a un lao de la talanquera;
y que son sus manos lo mesmo que lirios
y que usté es más dulce que la miel de abejas.
Y cuando mi perro voliando la cola
salga a recibirme, feliz por mi vuelta,
yo habré de decirle, manque no me entienda:
Vos sós un chandoso,
sós un desgraciao que sufrís cojera,
-cojera de perro que es pura malicia
pa latir sentao, pa no ir a la selva-,
y vas a morirte de viejo entre el rancho,
¡sin ver a la reina!
LOS MOTIVOS DE MI VERSO
Porque naciera en medio de los frondosos árboles
que sombreaban mi casa -tibio nido de amor-,
huelen todos mis versos a pomares fragantes
y a naranjos en flor.
Y huelen a los musgos que por los riscos ásperos
se resbalan fingiendo ser un verde tapiz,
porque hasta aquellos riscos yo ascendí jubiloso
en mi infancia feliz.
Y a la hierba aromosa de los prados tan fértiles
que mi desnuda planta ariscamente holló,
y a matorrales húmedos por donde, al escondrijo,
corrí jugando yo.
En mis versos se enhebran el trinar de los pájaros,
la sutil armonía de -la fuente cordial,
y los dulces consejos que la brisa ál oído
le dijera al juncal.
Notas graves o falsas, nunca dará mí flauta
que es de caña, y no sabe de estridencias ni afán;
mí verso es suave y fresco como las palmas frescas
que sacude el dios pan.
En falange armoniosa por mis estrofas rítmicas
pasan, iluminadas, como días de abril,
con sus senos morenos las campesinas vírgenes
de mirada febril.
Visten unas azules muselinas levísimas,
y otras frescos linones de rosado color,
telas que denuncian los corpiños bordados
con hilo de tambor.
Las cabelleras largas, frondosas y magníficas
sueltas como cascadas por la espalda… La sien
ceñida con la cinta carmesí. . . Y una dalia
quién sabe para quién…
Y anhelantes, tras ellas, van los gañanes rústicos
buscando un positivo venturoso ideal;
llevan sombreros blancos, pañuelos en el cuello
y navaja y puñal.
A mí musa inspiraron espíritus bucólicos
y el espíritu mío con ella ha sido fiel;
mis canciones son mías … No importa que no alcancen
un gajo de laurel.
Que otros burilen versos. Y o que guardo el romántico
secreto que confióme mi inspiración fugaz,
le canto a mi montaña, porque con ella quiero
morir al fin en paz.
HACIA EL CALVARIO
Señor, mientras tus plantas nazarenas
suben hacia la cumbre del Calvario,
yo también, cabizbajo, solitario
voy subiendo a la cumbre de mis penas.
Tú, para redimir los pecadores,
cargado con la Cruz, Mártir divino,
y yo, por un capricho del destino
cargado con la cruz de mis dolores.
Siquiera, en tu agonía silenciosa,
tienes, ¡oh sin igual Crucificado!,
una dulce mujer cerca, a tu lado:
la Inmaculada Madre Dolorosa.
Yo que perdí desde que estaba niño
mi santa madre que tan buena era,
Contéstame, Maestro: cuando muera,
¿quién cerrará mis ojos con cariño?
LA VISIÓN DE LA CRUZ
Mi cuarto de hospital; por la ventana
abierta a un horizonte comprimido
penetran los aromas que han dormido
sobre el verde tapiz de la sabana.
Hay un hilo de sol de la mañana
sobre el blancor de un muro suspendido,
y a consolar a un hombre dolorido
como una exhalación vuela una hermana.
Misión sentimental e incomprendida
la de estas religiosas, que la vida
cruzan cual leves ráfagas de luz,
llevando como símbolos de suerte,
una meditación: la de la muerte,
y una dulce visión: la de la cruz.
DIJERON LOS OLIVOS
-Hace ya veinte siglos, una noche
ensortijada de luceros pávidos,
por un brusco sendero
que se abría a intervalos,
se llegó hasta nosotros, lentamente,
cual si midiera el ritmo de sus pasos,
un hombre de ojos tristes que portaba
diez alfiles marfíleos en las manos.
-Delicados los pies, como si nunca
vagado hubiese por caminos ásperos;
fulgente halo de luz le perfilaba
la frente de alabastro;
trigo garzul en los cabellos blondos
y en el semblante pálido
serenidad impávida del loto
que abre su cáliz en mitad del lago.
-Al penetrar en nuestra entraña obscura
nos sentimos de pronto fecundados
por beatífica luz; en nuestras frondas
despertaron los pájaros,
y, cual si fuese el día,
dieron al viento sus mejores cantos.
-El Nazareno, con la frente al cielo,
entreabriendo los labios,
“¡Padre mío… !” -exclamaba- y sus pupilas
se inundaron de llanto.
-Turbó el hondo silencio de la noche
el tropel de unos bárbaros.
El fue a su encuentro: -A quién buscáis?- pregunta.
-Buscamos a Jesús- le contestaron.
-Yo soy -les dijo- y agregó: “¡Prendedme!”.
Los salvajes lo ataron,
y en medio de la turba enceguecida
vimos nosotros desfilar al santo.
-Nos quedamos a obscuras,
sin comprender lo excelso del milagro
ni el por qué de la infamia de los hombres…
¡Oh incomprensión del árbol!
-Sólo después, cuando la grey judía
colmó al Mártir de agravios;
cuando expiraba redimiendo al mundo
en una cruz clavado;
cuando tembló la tierra
y los velos del Templo se rasgaron;
cuando abajo chocáronse las piedras
y de la altura descendieron rayos;
cuando el sordo huracán batió los montes
y hubo un chisporroteo de relámpagos,
vinimos a saber que a nuestra sombra
estuvo Dios, ¡orando!
CULTIVANDO ROSAS
Te ví cultivando rosas
un día primaveral,
y tus manos primorosas
se confundían con las rosas
al cultivar el rosal.
Te quise, y tú prometiste
mi cariño compensar;
la promesa no cumpliste,
y al verme tan solo y triste
cumplí el deber de olvidar.
Ya ni siquiera me acuerdo
si era tu voz dulce o no;
en la sombra en que me pierdo
toda esperanza o recuerdo
que alumbrara, se apagó.
Cuán distinta me pareces
y aunque ello me es cosa igual,
he gozado muchas veces
al mirar que tu envejeces
y al ver marchito el rosal.