Poetas

Poesía de Perú

Poemas de Julio Ortega

Julio Ortega, nacido en Casma en 1942, es un destacado poeta y crítico literario peruano que ha dejado una huella imborrable en el ámbito de la literatura latinoamericana. Residente en Estados Unidos, Ortega es Profesor de Literatura Latinoamericana en la prestigiosa Universidad Brown, donde ha desempeñado roles clave desde 1989, incluyendo la dirección del Departamento de Estudios Hispánicos y el Centro de Estudios Latinoamericanos.

Ortega es reconocido por sus profundas reflexiones sobre «el discurso de la abundancia» y la «geotextualidad transatlántica«, conceptos que han influido notablemente en la crítica literaria contemporánea. Su carrera académica es impresionante, habiendo enseñado en universidades de renombre como Harvard, Yale, NYU, y Cambridge. Su influencia se extiende a través de América Latina y Europa, donde ha sido profesor e investigador en instituciones de prestigio.

El impacto de Ortega no se limita a la academia; su obra ha sido ampliamente reconocida y galardonada. Entre sus distinciones más notables se encuentran la Orden del Águila Azteca otorgada por el Gobierno de México en 2011, y la Medalla José Lezama Lima del Ministerio de Cultura de Cuba en 2010. Además, ha recibido títulos honorarios de universidades en Perú, Venezuela, y Nicaragua, y es miembro honorario de diversas academias de la lengua en América Latina y el Caribe.

Su obra incluye una vasta producción de ensayos, críticas literarias, y ediciones de textos fundamentales. Algunos de sus trabajos más destacados son «Imagen y semejanza de Carlos Fuentes«, «Jorge Luis Borges: Los Rivero«, y «Carlos Fuentes: El trigo errante y El muñeco«. Su capacidad para curar y editar antologías, como «Nuevo Cuento Latinoamericano» y «The Vintage Book of Latin American Stories«, ha sido crucial para la difusión de la literatura latinoamericana a nivel global.

Julio Ortega no solo es un erudito, sino también un poeta cuya sensibilidad literaria se refleja en obras como «Teoría del viaje y otras prosas» y «Adiós Ayacucho«. Su estilo único y su habilidad para explorar la condición humana a través de la poesía lo convierten en una figura central en la literatura contemporánea.

En resumen, Julio Ortega es una voz esencial en la literatura latinoamericana, cuyas contribuciones como crítico, editor, y poeta continúan inspirando y enriqueciendo el panorama literario global. Su dedicación a la exploración de la identidad y la cultura transatlántica lo posiciona como un intelectual de gran relevancia y perdurable influencia.

MEMORIA DE POLVO Y LUZ

Se abre el sol: un día de junio. Baja el tiempo
en el filudo brillo de sus aguas que ceden,
un día de junio. Un tiempo de junio,
Chimbote abre sus manos,
un golpe de dados:
casas que emergen en manchas blancas y
verdosas,
hojas que lima el viento.
Temprano avanza el polvo, temprano mugía,
avivando sus brasas, sus hierbas,
un tiempo de junio
en el ancho abrazo del sol, charcas humeando
en los grupos, pescadores arracimados,
el viento los remueve en polvoroso temblor,
voces del mar,
en las esquinas llamea secamente el día.

Temprano abrí la puerta. “La huelga estalla”.
Se abrieron las calles como limpia baraja.
Grupos abultando el polvo,
se cierra el puerto en sus rostros acechantes,
un día de junio cae el árbol. “La huelga nos
consume”.
Escuché el gemido, del viento atrapado
por rápidas voces, y el péndulo que descorrre
golpes y pausas sobre la carne.
En el puente Gálvez -gira el viento-
pescadores y policías, fibra a fibra se retienen.
En el puente Gálvez, en el alto reducto del polvo,
vi el mar verde limón, las suaves islas pardas
meciéndose en el agua. Vi palabras como plumas
balanceándose, y el peso del sol,
el áspero peso de la luz de estos rostros.

Grupos apiñados en la ancha avenida,
las negras cabelleras oscilan en las voces,
saltan y giran, la tierra espejea,
cuerpos apiñados, negras cabelleras,
y las altas manos luchando sobre el agua oscura
un día de junio.
Oscilan sus rostros en el vaho de la luz,
son aquí el hombre que he visto en su entraña:
avanzan, sobre el puente, arriba.
Cerrando el puente, la policía, cerrándolo,
adentro de sus armas ¿quién habita?
Los verdes uniformes y sus metralletas,
talando el sol, verde máscara,
en Chimbote, sobre el mar,
un día de junio.
Ah muchachos de mi pueblo he mirado un rostro
y su sedosa sangre, su pequeño mar vertiéndose,
su saliva y sus manos, vacías, todo un río trunco,
un día de junio.
Avanzaban. Hacia el puente. Arriba.
Entre dos orillas, ceñidos por afilada luz,
avanzaban. Hacia el puente. Arriba.
Sus gritos en mi cabeza como brilloso aceite,
en mi lámpara sus gritos, voces henchidas en el
vaho,
una especie de rosada pasta,
sus voces, y el arenoso lecho en mis manos
un día de junio.
Oh muchachos de mi pueblo, un cuerpo ha
entrado
a mis costillas, el golpe de un rostro sobre
el polvo,
y la tierra que cede suavemente
al sudor que la enjoya:
corrió en mis venas, abrió sus manos,
y en el polvo incendiado
proseguía mi carne, en el revuelto polvo
respiraba dos tiempos,
un día de junio.
Cuatro veces esta rojiza nube cayó abatida:
sedimentada su luz
en cuatro rostros, vientres, nucas,
en charcos de sangre se apagaba la espesa
mancha
de sus voces.
Se hace la noche en el agua.
Una rama de botes mece la fría oscuridad.
Viene bajo el murmullo de mar adentro
y con leve peso suma
la última ola.
Vi entonces el denso eco del viento, entre las
casas
manchando los espejos con aliento tibio,
cernía a las mujeres en su ácido amarillo,
en el fuego de los hogares demorábase
dejando su suave polen.

Toda la noche fueron velados:
ni héroes ni dioses, en el sencillo recinto,
rodeados por el lento batir de la sangre
y el dulce respirar,
en sus negros hogares no sentirían frío,
ni héroes ni dioses,
cuatro pescadores muertos, se apagaban
como sombra de árboles en un río temeroso.
Y no sentían frío.
Y a la mañana viajaban todavía en el temblor del
agua,
en brazos de jóvenes morenos, flotaban
en la pálida muchedumbre, frente a casas
abiertas,
en el poder del silencio hendían un preñado río,
sobre el polvo teñido de fuego
viajaban.
Oh espeso corazón,
¿qué silencio derrama para ti la lenta
muchedumbre?
Oh pueblo de mis huesos, golpe de dados
blanquecinos,
casas lavadas por el limo del viento,
aquí tus cuerpos morenos se ciernen suavemente
como cerrada mancha de vino:
camina la muerte que se entrega a la vida,
las dos orillas del agua desaparecen en un
solo filo.
Este mi cuerpo llenó mi carne de espumoso eco,
en el derramado sol,
un día de junio.