Poetas

Poesía de España

Poemas de Julio Llamazares

Julio Llamazares es un escritor, periodista y guionista de cine español, nacido el 28 de marzo de 1955 en Vegamián, León. Su pueblo natal desapareció bajo las aguas del embalse del Porma cuando él tenía doce años, lo que marcó su vida y su obra. Se licenció en Derecho, pero abandonó la profesión para dedicarse al periodismo en Madrid, donde reside actualmente. Ha colaborado con diversos medios de comunicación escritos y audiovisuales, como El País, Diario 16, El Mundo o la Cadena SER.

Su obra literaria abarca diversos géneros, como la poesía, la novela, el cuento y el libro de viajes. Su primer libro fue La lentitud de los bueyes (1979), un poemario que obtuvo el Premio Jorge Guillén. Después publicó otros libros de poesía como Memoria de la nieve (1982) y La luz enterrada (1999). Su primera novela fue Luna de lobos (1985), ambientada en la posguerra española y protagonizada por cuatro maquis que se esconden en las montañas. Fue finalista del Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Narrativa. Lo mismo ocurrió con su segunda novela, La lluvia amarilla (1988), que narra la vida y la muerte del último habitante de un pueblo abandonado del Pirineo aragonés. Otras novelas suyas son Escenas de cine mudo (1994), El cielo de Madrid (2005), Las lágrimas de San Lorenzo (2013) y Distintas formas de mirar el agua (2015).

También ha escrito cuentos como En mitad de ninguna parte (1995) y Tanta pasión para nada (2011), libros de viajes como El río del olvido (1990) y Trás-os-Montes (2018), y obras de teatro como El último viaje de Antonio Machado (2007) y Dos farsas pirotécnicas (2010). Además, ha sido guionista de películas como Flores de otro mundo (1999), dirigida por Icíar Bollaín, o La lengua de las mariposas (1999), dirigida por José Luis Cuerda.

Su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha recibido diversos premios y reconocimientos, como el International Nonino Prize (1994) o el Premio Nacional de Periodismo Cultural Miguel Delibes (2017). Se le considera uno de los representantes del movimiento literario Postnovísimos, que se caracteriza por una visión crítica y desencantada de la realidad española.

Yo no recuerdo sino el sabor de la duda

Yo no recuerdo sino el sabor de la duda como un alud de fresas
sobre las blandas escamas de mi boca.

He olvidado el lugar donde las nieves más azules consiguen resistirse
a su abandono.

He olvidado ya hace tiempo la dócil lentitud de los molinos.

Mucho antes de la hora de los vagabundos, y a través de arboledas heladas,
caminé largamente hacia la mansedumbre. Busqué los prados donde pastan
los bueyes más antiguos.

Rocas más amarillas que el silencio puse sobre mi incertidumbre.
Rocas más dilatadas que algodón.

Y no quedó otra cosa que la duda fluyendo dulcemente, como nata derretida.

Yo no sé si, después de la muerte, alguien vendrá a dormirme con leyendas
aprendidas en lugares lejanos.

Yo no sé si el aguacero de la nada apagará los hornos de la mendicidad.

Pero es seguro que palabras absolutas, más absolutas que vasijas de aceite
derramadas, me estarán esperando al otro lado del olvido.

Y entre esas voces acuñadas sobre moldes de arcilla y certidumbre,
mi voz sonará extraña como tomillo arraigado en las cuestas del amor.

Mi voz será como un paréntesis de duda.

Mi memoria es la memoria de la nieve

Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco
como un campo de urces.

En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal
donde habita el invierno.

Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir
los guerreros más viejos.

En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe
los signos del suicidio:

globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre
que se espesa en mi rostro.

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas
sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor
puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos
más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y,
sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Abstenéos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas
o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza
que su propia mansedumbre.

Si te pusiera copos de tierra sobre la boca

Si te pusiera copos de tierra sobre la boca, sabrías la acidez que me posee.

Si apoyase mis preguntas en tus hombros, te desmoronarías como una
estatua de sal.

(¿O acaso puede alguien soportar el equilibrio de los árboles más altos?)

Pero no quiero condenarte a ser cuenco de nieve o roca muda.

Advierto en tus andenes una espera infinita y tus silencios me son agrios
como bruma.

Los mercaderes montan sus puestos de mentiras y perfumes a tu paso.
Tus recuerdos esperan, apostados como perros, el momento en que se incendie
la nostalgia.

Reconozco que mis preguntas aumentarían tu indefensión.

Todo lo aprendí de quien nunca fue amado

Todo lo aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio
y el grito de los bosques cuando muere el verano.

O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:

¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos?
¿Quién puede despedirse de su amor sin llorar?

Pero ahora ya la nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa
tras los bosques doloridos y profundos del invierno.

Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin remos.

Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar.

Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora

Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando
como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor
de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed
granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

El río traía a veces zapatos de mujeres

El río traía a veces zapatos de mujeres entre las hojas tiernas
y los troncos muertos.

Pero nosotros cruzábamos los puentes con canciones y pañuelos de azafrán.

Y, en el verano, colgábamos pendientes de cerezas en las orejas de la amada.

Más allá, en su memoria, los ciervos se incendiaban como flechas de sangre:

veloces en sus ojos azules y lejanos; rojos en sus cabellos heridos por la bruma.