Poemas:
La memoria y la piedra
(México)
La luz del sol sobre los muros,
la resaca, las voces que te cercan,
los árboles que al fondo se dibujan,
los recuerdos que secan más tu boca,
el implacable escenario de tu herencia.
Sin embargo has venido, has vuelto
a recobrar tu patrimonio abandonado,
el espectro que tú llamaste vida,
lo que fue, lo que los años han dejado.
Palabras tropezadas de pasión,
violenta lengua, piel derramada entre las manos,
lo que fue, carne entregada, saliva, sangre,
temblor, caliente olor, dos cuerpos enlazados
rodando para siempre hacia la nada.
Aquí, en esta pequeña calle, en ese apartamento
-cuyas paredes todavía se levantan detrás de la memoria-,
sentiste el terco aliento del deseo y del odio,
la ternura y la furia recorriendo tu piel y sus rincones,
inventando su camino de fuego entre los muslos,
y aquel pelo y los húmedos, ocultos labios,
y los dientes mordiendo y la mirada ciega.
Hoy has regresado -siempre regresas a esta ciudad
donde la piedra venció al tiempo hace siglos-
y esta mañana de agobiante verano,
mirando la nieve lejana en los volcanes,
has buscado, junto a un portal perdido,
tu devastado origen, el territorio de tus sueños.
Mientras enciendes -temblándote la mano– un cigarrillo
sabes que aquí tuviste todo y no tuviste nada,
sino este sol sobre los muros y los árboles.
Igual que ahora, cuando otra vez la luz te ciega
y el humo del cigarrillo rememora borrosas figuras,
vagos gestos con los que te consuelas,
cuando palabras, cuerpos, son ya sólo sombras
-sombras a plena luz, humo en los ojos-,
fantasmas que la resaca solivianta.
Un viejo en Venecia
En Venecia, viejo y envejecido, casi mudo,
rodeado de libros, de soledad, de gatos,
el poeta Ezra Pound,
habló, en un breve, muy breve encuentro con Grazia Livi.
Le comentó, sin autocompasión y sin desprecio,
secamente, con voz entrecortada:
«Al final pienso que no sé nada.
No tengo nada que decir, nada».
Si después de tan alto ejemplo, de tan clara sentencia,
aún sigo escribiendo, arañando palabras en el humo,
no es, que la muerte me libre,
por bastardo interés o absurda vanidad,
sino tan sólo por una simple razón,
porque no conozco otro medio, a excepción del suicidio,
-innecesario es un poema como un cadáver-
para dar testimonio de nada a nadie,
del mundo que contemplo, de esta vida,
de su horror gastado y cotidiano.
Que el viejo Pound, desde su tumba,
me perdone por unir su nombre
a estas sórdidas palabras desesperadas.
Conjuros para la noche de una virgen
Ah, ese látigo, ese látigo que gime entre los muslos,
que despliega en la sombra su tenaz poderío,
ese látigo que viene de la muerte hacia la muerte,
aventando cenizas a los aires más puros,
señalando fronteras en cinturas y pechos,
recorriendo la piel con ciego escalofrío.
Ese látigo, su furor incansable,
pongo hoy en tus manos y celebro sus llagas.
Fuente de esperma, cabellera al viento,
navegar de tu vientre en un mar imposible,
coronas de cansancio y manos que resbalan
y resbalan y caen y caen trepando el muro,
la imponente pared que, al fin,
mármol o sangre, resquebrajada se desploma.
Ah, ese látigo, camino de elefantes,
muñeca de trapo herida de alfileres,
cruz donde la piel termina y su bosque de pelo.
Olas blancas de sábana sobre tus ojos locos,
dientes sin más oficio que morder en su dicha,
placer de ser un dedo, un cuchillo, la sombra.
«Hemos venido caminando, hemos buscado eternamente,
y hoy, por fin, llegamos a nosotros,
ponemos nuestra planta en tierra verdadera.»
La ceremonia, el rito con incienso de voces,
húmedos labios, palabras como espejos,
ha de tener su principio solemne:
dilatada pupila, ejercicio de furia y de sonámbulo,
estatuas que el cincel deseara.
Más tarde se extenderá el silencio,
un silencio de océano vacío,
una calma impasible de nieve
donde la sangre cantará su derrota.
Al terminar se oirán dos voces,
súbitamente naciendo de la nada
y un tropel de caballos en celo
moverá las cortinas y pisará los sueños.
La luz del día, 26 de agosto, pondrá su velo azul
sobre caricia y hueso, pezón alzado y extinta lengua.
Jornal de ausencia pagará estas horas,
olor de sucia oveja y plantas que se pudren.
«Sí hemos andado, hemos andado hasta llegar aquí
y ahora sabemos que no era ésta nuestra tierra.»
Rasgando el aire, nubes, sol, luna, estrellas,
un látigo de fuego pregona su condena.
Acerca del incesto
(Recordatorio de Georg Trakl)
Buscó los labios de su hermana,
sus dientes, con irritante terquedad,
un ligero temblor, un breve escalofrío,
entrechocaban -quizá fuera la droga-
y su figura fue borrándose, disuelta
en la penumbra familiar del cuarto.
Años después,
golpeaban a lo lejos los cañones,
sobre sus sábanas de loco vio alzarse un cuerpo,
su húmedo olor, la longitud del tacto.
Buscó, sin dedos, la boca deseada,
la carne herida del amor y el delirio,
la claridad oscura de la cocaína,
sus ojos y aquellos ojos y algo más.
Besó sus labios en sus propios labios
y sintió arder la sal de su saliva.
Lejos, muy lejos, terriblemente lejos,
una mujer aullaba en el último espasmo.
Con asombro, la muerte dio constancia
de algo que jamás pudo imaginarse:
un estertor sin ruegos y sin llanto,
la agonía de un muerto, el terror de la vida.
El último baile
Zelda Fitzgerald
No, no son llamas en el cristal, qué absurdo,
ni humo lo que entra por las rendijas de la puerta,
no, son las luces, las luces de las barcas y del puerto,
el humo de un cigarrillo, aquella noche
de principios de verano, en la Riviera.
Bailaba y bailaba para mí sola, para todos, para nadie, con
aquel oficial francés -recuerdo su blanco uniforme-
mientras Scott gritaba y maldecía, me insultaba,
mirando fijamente una botella. Pobre Scott, dónde estará ahora.
No, cierto que no son llamas abrasando estil puerta cerrada
y esos cristales rojos que saltan al vacío,
son las luces, los farolillos de aquella fiesta,
y las copas rompiéndose entre carcajadas
cuando la pequeña orquesta tocaba «Coge una estrella para mí».
Claro que no son llamas, son bengalas iluminando el cielo,
aquel jardín, el baile y luego nuestros cuerpos
desnudos en el mar, el roce del agua fría
y Scott nadando a mi lado, besándonos entre las olas.
Pobre Scott, dónde estará ahora. Tal vez haya muerto,
-mejor para él- así no podrá leer, mañana o pasado, en los periódicos,
los siniestros informes sobre un cadáver carbonizado.
Epitafio frente a un espejo
Dura ha de ser la vida para ti,
que a una extraña honradez sacrificaste tus creencias,
para ti, cuya única certidumbre es tu recuerdo
y por ello, tu más aciaga tumba.
Dura ha de ser la vida, cuando los años pasen
y destruyan al fin la ilusa patria de tu adolescencia,
cuando veas, igual que hoy, este fantasma
que tiempo atrás te consoló con su belleza.
Cuando el amor como un vestido ajado
no pueda proteger tu tristeza
y motivo de burla, de piedad o de asombro,
a los ojos más puros sólo sea.
Duro ha de ser para tu cuerpo ver morir el deseo,
la juventud, todo aquello que fuiste,
y buscar sin pasión tu reposo
en la sorda ternura de lo débil,
en la gris destrucción que alguna vez amaste.
«Es la ley de la vida», dicen viejos estériles,
«y nada sino Dios puede cambiarlo», repiten,
a la luz de la noche, lentas sombras inútiles.
Dura ha de ser la vida, tú que amaste el mundo,
que con una mirada o una suave caricia soñaste poseerlo,
cuando la absurda farsa que tú tanto conoces
no esté más adornada con lo efímero y bello.
Dura ha de ser la vida hasta el instante
en que veles tu memoria en este espejo:
tus labios fríos no tendrán ya refugio
y en tus manos vacías abrazarás la muerte.
Espejo negro
Dos cuerpos que se acercan y crecen
y penetran en la noche de su piel y su sexo,
dos oscuridades enlazadas
que inventan en la sombra su origen y sus dioses,
que dan nombre, rostro a la soledad,
desafían a la muerte porque se saben muertos,
derrotan a la vida porque son su presencia.
Frente a la vida sí, frente a la muerte,
dos cuerpos imponen realidad a los gestos,
brazos, muslos, húmeda tierra,
viento de llamas, estanque de cenizas.
Frente a la vida sí, frente a la muerte,
dos cuerpos han conjurado tercamente al tiempo,
construyen la eternidad que se les niega,
sueñan para siempre el sueño que les sueña.
Su noche se repite en un espejo negro.
La memoria y la piedra
(México)
La luz del sol sobre los muros,
la resaca, las voces que te cercan,
los árboles que al fondo se dibujan,
los recuerdos que secan más tu boca,
el implacable escenario de tu herencia.
Sin embargo has venido, has vuelto
a recobrar tu patrimonio abandonado,
el espectro que tú llamaste vida,
lo que fue, lo que los años han dejado.
Palabras tropezadas de pasión,
violenta lengua, piel derramada entre las manos,
lo que fue, carne entregada, saliva, sangre,
temblor, caliente olor, dos cuerpos enlazados
rodando para siempre hacia la nada.
Aquí, en esta pequeña calle, en ese apartamento
-cuyas paredes todavía se levantan detrás de la memoria-,
sentiste el terco aliento del deseo y del odio,
la ternura y la furia recorriendo tu piel y sus rincones,
inventando su camino de fuego entre los muslos,
y aquel pelo y los húmedos, ocultos labios,
y los dientes mordiendo y la mirada ciega.
Hoy has regresado -siempre regresas a esta ciudad
donde la piedra venció al tiempo hace siglos-
y esta mañana de agobiante verano,
mirando la nieve lejana en los volcanes,
has buscado, junto a un portal perdido,
tu devastado origen, el territorio de tus sueños.
Mientras enciendes -temblándote la mano– un cigarrillo
sabes que aquí tuviste todo y no tuviste nada,
sino este sol sobre los muros y los árboles.
Igual que ahora, cuando otra vez la luz te ciega
y el humo del cigarrillo rememora borrosas figuras,
vagos gestos con los que te consuelas,
cuando palabras, cuerpos, son ya sólo sombras
-sombras a plena luz, humo en los ojos-,
fantasmas que la resaca solivianta.
Biografía:
Juan Luis Panero Blanc (Madrid, 9 de septiembre de 1942 – Torroella de Montgrí, Gerona, 16 de septiembre de 2013) fue un poeta español.